domingo, 21 de diciembre de 2014

SAN BARTOLOMÉ Y EL SEÑORÍO DE LA NIEBLA

No es que no me gustara Milano, no.

La encontré fría y señorial, como si sus propios habitantes negasen el hecho de ser italianos y les diera vergüenza.
Las costumbres hacen al hombre, y el hombre, como tal, les es fiel: me compré la Gazzetta, bebí su cerveza (¡tenían Ichnusa!), comí sus dulces (cannoli... mmmh...), busqué callejeando tiendas Diadora sin parar, charlé con extraños para comprobar que mi nivel de italiano seguía por los suelos en comparación con el de L., miré su televisión y, me pregunto a los niveles de show en los que estamos: ¿puede que La Grande Magia llegue pronto aquí y sea la siguiente atracción?

En términos de respeto, era un viaje sentimental que deseaba hacer. Y no hablo de San Siro, ni de la marca de ropa anterior. Mi compañera de viaje no prejuzga el presente anteponiéndolo al pasado por miedo al futuro, como leí en la pizarra de más arriba y no pude dejar de hacer la foto. Eso la convierte en inmortal, en mi única y auténtica musa.

Sobre su gastronomía, del Belpaese: arancini, pizze, pasta, limoncello como digestivo y mirto según donde esté. Sus monumentos, aunque miren al norte: pensad en su Duomo y en la tortura de San Bartolomé. Su ingeniería militar, Leonardo y, por qué no, en su jodida sofisticación.

No es que me gustara el frío y la niebla lombarda, no. Hablamos de un año y medio sin pisar territorio alpino, demasiado para mi idealización del país del arte, el Imperio y sus bravuconadas con rastro de lupara. 
Como una toma de contacto para una chincheta más en el mapa. Y reconozco que pensaba bastante en Ludovico Sforza (el moro), más que en cualquier otro. Sobre el cómo rebaja la tensión y su afán práctico mezclado con mi naturaleza y el final de Sons of Anarchy, citas a cuervos visitantes en la oscura noche y al no duden que amé de Shakespeare incluidos, otro rato volveremos, que vienen las campanadas.

Como si las viejas costumbres no importasen un carajo.
 

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