lunes, 31 de julio de 2017

¿ENTONCES?

Y entonces -dijo la muy puta-, ¿qué coño te has creído?
La situación era ya muy tensa cuando apareció un gorila de dos por dos directo hacia mi. Sin apenas tiempo de reacción, braceé entre el gentío intentando no caer al suelo; por suerte, el tipo no tuvo tiempo de llegar hasta mi y acabó engullido por la masa. Salí corriendo de la mano de aquella zorra mientras detrás se iba formando un corrillo de hombres vestidos de negro que se reorganizaban para darme caza. Sentía la adrenalina fluir por mi cuerpo y el corazón golpearme la puta sien.
-¿Pero qué coño haces? ¡Suéltame!
Encontré refugio en un callejón oscuro y la chica, extenuada, se calmó. Yo no paraba de dar vueltas, nervioso, aquello no había acabado. Levanté la vista y me topé con un letrero luminoso y una enorme cruz roja. Vamos, le dije a la ingrata. Un orondo vigilante de seguridad salió a mi encuentro y, en el estado de agitación en el que me encontraba, le asesté un puñetazo con todas mis fuerzas: se desplomó en el acto como un saco de patatas. Entramos en el hospital y, entonces, con aquella enorme panza arrodillada, con lo abatido que estaba... con la zorra de los cojones... pero a ver, y... ¿¿...entonces...??

sábado, 1 de julio de 2017

LA INSEGURA MULTITUD


Esta última semana de junio en que prácticamente me he visto de vacaciones he hecho un par de escapadas a la city. Como ya sabes, afamado lector de esta bitácora, ya no me gusta Barcelona. Podría incluso decir que hasta la detesto. Me siento inseguro y frágil cuando recorro sus calles atestadas de gente mientras me pregunto si siempre ha sido igual.
El martes estuve en el CCCB en la charla con Karl Ove. Nos habíamos bebido dos cervezas para combatir el calor con mi amigo Ace y la vejiga me iba a reventar. La hora que duró el insípido encuentro lo pasé fatal, pero estábamos en medio de la sala y no era cuestión de levantarse nada más empezar.

La verdad es que no sé que esperaba yéndole a ver. No me iba a cambiar la vida verle de cerca ni oír sus palabras de propia boca. Ni siquiera me puse el pinganillo, demostrando así a todo el mundo que mi nivel de inglés era la leche; me reía cuando todos se reían, asentía cuando tocaba... y eso que apenas podía mostrar interés. Capté conceptos claves ya leídos en entrevistas y en el trabajo de investigación que hice tras descubrirlo hace años con La Muerte del Padre (tomo 1 de Mi Lucha), y eso fue suficiente. Incluso el mismo autor, psicópata donde los haya, reaccionaba de la misma manera autista a preguntas que no venían a cuento: un escritor no debería conceder entrevistas, pensaba. Sus palabras deberían hablar por sí mismo. Y los asistentes, la mayoría sin pinganillo también, parecían disfrutar de lo lindo escuchando las sandeces del fenómeno noruego.
Su lucha es mi lucha. A la que pude escaparme al baño, entre bambalinas, y lo vi de cerca respondiendo a las preguntas del público, me liberé hasta las siguientes cervezas que nos esperaban antes de volver a la campiña y dejar atrás toda esa multitud; sin duda, había aprendido a desenvolverse a la perfección en semejantes apuros, y yo de esas debía tomar buena nota.

El jueves llegaría una segunda oportunidad también en el barrio viejo y más concretamente en el Jamboree, una mítica sala de la Plaza Real. La compañía variaba, iba de féminas. Mi cantantessa venía a la ciudad y era una oportunidad única para verla en directo. Mi esposa, que la había escuchado sin dejarle huella, alucinó con la energía que mostró la catanesa. Yo le iba diciendo: imposible que aguante este ritmo. Pero la Consoli es mucho Consoli: se rodeó de un violín y un violonchelo de altura (Emilia Belfiore y Claudia della Gatta) y ofreció un show de hora y cuarenta y cinco minutos para el recuerdo.
La comunidad italiana, tan presente en la Ciudad Condal y efusiva como pocas, sufría para mantener la compostura en la tradicionalmente fría -musicalmente hablando- Barcelona. Eran mayoría, por lo que es de agradecer que la cantante se dirigiera a nosotros, los nativos, en un castellano con un acento de lo más gracioso, para hacernos partícipes de la serata. Luego a pie de pista tuvimos que hacer de tripas corazón para soportar a los fanáticos que cantaban por encima del tono de la entrada que habían pagado, resultando de lo más desagradables. En cuanto al tema móviles, nada que hacer. Seguimos en el siglo XXI, ¿no? Algún ragazzi, i cellulari! me sorprendió, eso sí.
Suerte del aire acondicionado, aunque teníamos espacio de sobra. Había dos parejas de esas en que el hombre, macho alfa por antonomasia, no deja ni respirar a su chica;  uno la agarraba por detrás, rodeándola con sus brazos, empitonándola, dirigiendo el baile a su antojo y los gritos de Carmen! El otro, con aspecto y pintas de surfero, se movía a destiempo y como pez fuera del agua: debió hacérsele largo de cojones. A la hora, de hecho, se empequeñeció tanto que hasta pude llegar a vislumbrar a su partenaire femenina.

No se me hizo pesado. Quizá una sobrecarga en la zona lumbar y cervical, pero poco más. Vendrían la Pizza Pazza y una Peroni para poner la guinda al pastel de la serata mezzogiorniana. Se me puso la piel de gallina y me abstraje completamente escuchando varios temas, pero sobre todo con uno: L'Ultimo Bacio. La miraba, observaba los gestos de esa comedida bestia, esa dulce y frágil rockera convertida en madre, sabedora de tener un público fiel ganado a pulso, y disfrutaba. Y de vez en cuando abrazaba y besaba a mi esposa, tan fuerte como el escenario que teníamos delante, tan mujer.
El paseo hasta el coche por la calle Ferran, la plaza Sant Jaume y la Catedral, fue como un soplo de aire fresco para nuestras almas. Paseábamos ligeros, contentos, libres. Lejos de la inseguridad y la multitud que hace que los espacios de siempre ya no nos pertenezcan y valoremos lo que tenemos en casa.