domingo, 21 de junio de 2015

A CIASCUNO IL SUO



Me pregunto qué clase de persona soy.
A medida que pasan los años, pienso, mi yo va mutando; la esencia, evidentemente, permanece inalterable, son algunos detalles los que hacen que mi ser se sienta atraído por otros factores. 
He dejado de preguntarme muchas cosas pero a veces, de vez en cuando, sufro ataques del medio ambiente, por llamarlos de alguna manera. No soy inmune al dolor, evidentemente. Todo el mundo sabe que mi talón de Aquiles es mi excesiva conciencia sobre lo absurdo.
El otro día vi una especie de cervatillo moribundo en el arcén de la carretera camino de casa. No es que viva en la puta Minnesota, desde luego, pero sí que distinguí una cornamenta que me sobrecogió en el momento. Sentí un zumbido intenso, he tenido esa imagen en mi retina toda la jodida semana. 
Luego vi un anuncio de una ONG que me llegó al alma, joder, y pensé: ¿qué hago yo por mi planeta? ¿Qué hago yo por mis congéneres? Pero ambas eran cosas contradictorias, ya que el sentido común me dictaba que el mismo ser humano es el culpable de cargarse la naturaleza, los bosques tropicales y los malditos bambis atropellados en la jodida autovía que recorro a diario. Somos un virus, una especie que ha crecido demasiado para habitar en este pequeño planeta. ¿Cómo puedo proteger a mi hijo, o dejar de pensar que tengo que protegerlo?
A cada uno lo suyo. La indiferencia sigue siendo la respuesta. Y la menos humana (la más difícil).
Consigné una asignación de X € trimestrales a cierta organización porque no puedo seguir omitiendo la parte sufridora que en los malos tiempos me atormenta sin parar y hace que quiera cerrar fuerte los ojos y no saber nada de lo que ocurre fuera. En realidad eres un cobarde, no tienes lo que hay que tener para cambiar las cosas, oigo que me dicen. Yo respondo: no es por eso, es por mi perra, mi carlina, es por mi hijo, mi primogénito, mi compañera de viaje, mi amor, mi madre y la decadencia... ¡qué puto desastre!
Tiene gracia el argumento de Utopia, la serie británica de televisión. Yo no tengo fuerza apenas. Plantea una molesta realidad y ofrece una solución radical: hay un exceso de población, pues hay que esterilizarnos. Luego se me cae la lágrima al ver a un niño sufrir mientras veinticinco han muerto en la patera de turno y no se sabe cuántos yacen en el fondo del mar por lo precario de la embarcación o las condiciones insalubres de la chabola, o la dificultad para acceder a agua potable todos los días de la jodida semana en un remoto poblado africano.
Cuando escuché el Drones de Muse entero pensé: el disco de verdad empieza en la cuatro y acaba en la cinco (Reapers y The Handler). Lo otro son reminiscencias de la extensa discografía de la banda británica, parecen retazos sin conexión con el tiempo presente. No puedo soportar el peso de tener que explicar una y mil veces el por qué de mis actitudes, el por qué de mi exilio autoinflingido. Ellos seguramente ya no dan más de sí, pero el poderío de esos dos temas dejan una puerta medio abierta, un resquicio del yo que no tiene miedo a mostrarse como es. Ya no hay música que valga la pena escuchar, me dice mi amigo Ace, demasiado asqueado para el divertido verano alemán pero no tanto como para volver nadando a casa. No sé quién coño querría irse a vivir a Alemania.
No veo a mis amigos. Cada uno hace la suya, solemos justificarnos hasta el punto de que la duda, tras lo transcurrido, convierte una época sin historias nuevas en lo único verídico sobre las relaciones humanas. 
Llevo ya muchos días abrazando demasiado a mi hijo, besándolo como si cada minuto fuera a el último y siento una gran desazón al comprobar cómo retumba en mis oídos el aburguesamiento de esta cómoda posición. Me pregunto si inyectarme tinta de vez en cuando solventa algo.
Me pregunto, siempre que critico algo o a alguien o me agobio en el trabajo, en qué tipo de persona me he convertido. ¿Sigue siendo la ira el principal motor de mi yo social? Tengo suerte de contar con un equilibrio familiar incondicional. Es mi principal apoyo; donde antes reinaban los excesos, se posa ahora un halo de tranquilidad sin igual. Cuando intuyo a mi amigo T. lejos mientras se alía con K. por estar pasando una situación similar, ya no me preocupa no querer solventarlo, al igual que con P., al que puede que haga fácilmente dos años que no veo. Cada uno hace la suya, y ya se solucionará, o no. ¿Qué puedo decir? Se supone que llega un momento en que todo el mundo sigue su camino. ¿Qué dijo Tony Soprano, Ace? Recordar es la forma más baja de conversar. Los amigos son un bien sobre el que hay que saber pesar sin poder pasar.
Un día, solo uno. Y A ciascuno il suo (a cada uno lo suyo) como diría el maestro Sciascia -en el verano que voy a arrancarme con Camilleri-, que ya hace un calor de playa y este año volvemos al sur... ¡qué buen botín!

martes, 2 de junio de 2015

BARNEHAGE* SIN BANDERAS



Cuando veo a mi amigo K., noruego de Oslo, hijo de exiliado republicano barcelonés, siento una ternura casi familiar.
En los últimos 18 años nos habremos encontrado no más de 10 o 12 veces. Al despedirnos en la flor de nuestra juventud más bizarra, nos dijimos: amigos para siempre, eh, no lo olvides.
Éramos inseparables. Nos unen lazos difíciles de explicar; aunque por sus venas corra sangre española, él es un puto vikingo, un hijo de Ragnar Lodbrok. Y allí arriba son fríos, hace un frío del carajo, y beben como putos cosacos. 
Lo primero que aprendí en noruego fue drekka mer (bebe más). Luego deseé fervientemente ser noruego al entender las motivaciones del jodido Edvard Munch mientras paseaba ensimismado por el parque de Vigeland a menos 18 putos grados. 'Allí he tenido muchas citas', recuerdo que me dijo una vez. Voy a obviar lo de las 8 semanas de permiso de paternidad y otras bondades del sistema escandinavo para centrarme en la épica sentimental sin más.
Hemos bebido mucho juntos. Borracheras de calidad, espaciadas en el tiempo. Cada nuevo encuentro era como si lo retomáramos de la vez anterior, como si no hubiera pasado el tiempo. ¿Hay acaso mejor sensación? En una relación, eso es algo impagable.
K. me vio en mis épocas afligidas y, desde la distancia, supo entenderme. Recuerdo una comida en casa de mi madre, en la que ella le mostraba su preocupación ante mi futuro mientras él le decía que no se preocupara, que yo saldría adelante porque era inteligente y capaz. Ese día comimos arroz blanco con tomate y un huevo frito.
No era un problema de idioma. A la mística pertenece ya la pregunta que le hizo un profesor, sobre si había aprendido alguna cosa en su estancia en Manresa, sobre todo porque no solo dominó el castellano, si no que también chapurreó y utilizó con cierta soltura el catalán.
Aquello me ofendió. Yo siempre iba con él, me estaban tildando como una bad influence. Él siempre lo recuerda con rencor. Nuestra imagen de borrachuzos, por aquel entonces, era ya legendaria, y eso no gustaba demasiado en el instituto.
Han pasado 18 años desde entonces. K. ha perdido toda su cabellera pero mantiene la misma actitud física. Tiene dos hijos, una Sigrid de Thule de casi 3 años, C., y un pequeño troll balbuceante de 10 meses, A. Con niños era la segunda vez que quedábamos, allá en el apartamento familiar en Platja d'Aro (Girona). Yo, que siempre estoy atento a lo que acontece en su tierra, esperaba ansioso el momento. Quería sacarle a Knausgård, el tema de la inmigración y el petimetre de Ødegaard. Quería beber codo a codo con él y volver a oír aquel brindis una vez más: skål! 
Al final del día, todo se traduce en vitamina para el alma, acaba desembocando en una inmensa plenitud. El esfuerzo de hablar inglés con C., la madre de sus hijos, y la espina por no hacerlo mejor, son el único pero en unas jornadas breves pero magníficas; siempre nos quedamos con ganas de más mientras observamos a nuestra progenie relacionarse libremente pese a la diferencia cultural. Cada uno con su idioma, L. le decía a C., 'vine, vine' (ven, ven) , y le hacía gestos con la mano. C. acudía rauda y veloz y luego se ponían a correr riéndose uno detrás del otro. Yo pensé: mierda, esto es plenitud. Fue un momento de esos que recuerdas.
No critico a mi tierra, no pienso en emigrar. No es mejor el norte que el sur, ni nuestro modo de vida mediterráneo, sin apenas ayudas y con el sueldo congelado. Es un tema de educación, como no; ¿no es mejor incluir y no excluir? Cuando veo a dos niños entenderse así vuelvo a aquello de l'home és un llop per l'home. El hombre está sometido y no hay herramientas para superar semejante obstáculo, al menos no a grande escala. En nuestro microcosmos, miro hacia afuera con orgullo por una vida no limitada a las pequeñas enclosures, aceptando concesiones a la tradición como La Patum de estos días y sonrío al pensar en la etiqueta #bolquersoff y me digo ¡mierda!, como para cohibirse con las putas miradas ajenas.
Cada vez que veo a mi amigo K. pienso: que se jodan. No tengo por que ser de aquí si esto sigue así**.

*jardín de infancia

**si entras en el enlace, verás un canal de Youtube ('saber y potar') donde se retrata  a la juventud actual.