lunes, 20 de febrero de 2012

VEINTE AÑOS SIN LUZ

Hoy hace veinte años hubo un apagón. Como antes, según la leyenda, la misma consiguió filtrarse por la iglesia que tanto he contemplado, no muy lejos de un San Ignacio desconocido, el enfermo.
La montaña mágica que hizo resoplar de admiración a mi impertérrito amigo francés, el origen de muchos de los misterios que tanto nos seducen, fue la encargada de canalizar semejante milagro. Siempre en veintiuno de febrero, nunca en otra fecha.
Si hoy hace veinte años se apagó la luz, todavía cuando alcanzamos a vislumbrar el recuerdo de un pasado legendario oigo el retumbar de la nada, inerte, en el suelo. Tirado en un charco de sangre y cemento recién inaugurado, dicen que mi padre saltó como un resorte desde aquel banco.
He tratado de imaginarme la situación algunas veces, visualizando el momento exacto en el que debió levantarme del suelo, con mis brazos caídos al espacio sideral y las caras poco acostumbradas de los otros niños. Calculando el tiempo que pasó entre una cosa y la otra, mi llegada al hospital, la oscuridad volcada en un repentino hachazo de la diosa negra, y el amargo vaivén entre la vida y la muerte, sin luz al final del túnel ni ningún rayo de esperanza cercano.
Hoy hace veinte años hubo un apagón. Mi visión sobre el mundo iba a cambiar poco a poco y con apenas doce años. La huella del accidente sigue muy presente en mi y hoy, veintiuno de febrero -veinte años después- no voy a salir de casa por si acaso. Como un rito extraño, como una tradición adherida a mi carrusel de manías y otras deidades menores, la vacuidad del ser adquiere todo su sentido e irresponsabilidad. La imposibilidad de permanecer en esta miserable vida terrenal, tal y como Morfeo se ha encargado de recordarme esta noche, la primera después de seis noches de esclavitud tras una semana de locura.

martes, 14 de febrero de 2012

PICOS A ULTRANZA

Es difícil reaccionar en un ambiente tan hermético.
No es de una hostilidad desmesurada, más bien resulta molesto y constante. Cuando las cosas no avanzan y los días se suceden entre el frío y el hielo, entrar en un bucle de negatividad puede ser un canal de rigidez condenadamente gélido.
Lo veo. Estoy en él. Percibo sus mierda-vibraciones con claridad y cierta pesadumbrez, ergo... será que el final no puede estar lejos.
Digo, hace frío. Muuuucho frío, más que nunca en esta estación. Mis nudillos empiezan a resquebrajarse. Es un hecho, el invierno suelta sus últimos coletazos.
De los polos se desprende la inmediatez del centro de la Tierra. De la candidez de las garras de la alimaña, entristecida por el cambio climático, se extrae el aceite de la clarividencia frenopática. La poca cabeza del orangután domado, que emprende migraciones a expensas de demasiadas pocas cosas. Un libertinaje mental difícil de entender si no naciste en esta península, maldita como ella sola. A nuestro atraso histórico me remito, no a la gloria imperial dilapidada en cereales de países llanos y herejes como ellos solos.
Hoy todo se quiere blanco y en botella, la gente no es consciente de que los privilegios adquiridos jamás fueron gratuitos. El ciudadano de a pie no quiere saber nada de luchas ni revueltas, no sea que pierda algo por el camino. Todos nos quejamos pero no hacemos nada para remediar una posible situación que atente contra nuestro modus vivendi. El mazo ha hecho estragos en las escuelas, pero parece no importar que la educación no debería depender nunca de los designios de un gobierno concreto.
Necesitamos una medida desesperada para descongestionar lo que la crisis embotelló. El privilegio: una camilla vacía. Anoche no tuve más remedio que dejar constancia fotográfica de la ineptitud de las cabezas pensantes de este puto lobby global. Del que paga la seguridad social y exige con desconocimiento ayer me encargué bien; éste comprende, de buena tinta -el bocaoreja entre memos corre como la pólvora-, que la mejor manera de permanecer es golpearse en el pecho al son de los tambores de una masculinidad pretérita. El que se sienta detrás del cristal, pero, sabe contrarrestar semejante corriente maligna, y no es a base de mal aliento y matasuegras precisamente.
Salí a pasear por la decadencia del campo yermo cogido de la mano del personaje más pintoresco del lugar. La botella la puse yo mismo, de mi bolsillo. Al llegar a la zona de combate, el pobre no pudo más que broncoaspirar con los ojos como platos. La retaguardia se convirtió para él en un recuerdo tan lejano como la ubre de una lágrima en busca de aliento. Bebimos un trago juntos y nos despedimos con un breve ademán.
Aborrezco la estupidez desde hace mucho, la mía sobre todo; al reflejarse en los demás, crea un efecto que sonrojaría al mismísimo Crick, apartando las miradas curiosas del verdadero problema que supone defender una posición absurdamente inalienable. Si abriésemos la mente en una orgía de LSD a lo chamán poseído, no habría suficiente espacio para todos. Sobre la complejidad de la doble hélice y su misterio poco que decir, pues: visto que el universo no perdona una y cómo suele reírse de nuestra acepción del espacio-tiempo, nos queda sólo seguir sentaditos mientras nos estrujamos el cinturón un poco más. O mientras nos lo estrujan, que no es lo mismo, y éstos sí que lo hacen con nocturnidad y alevosía.
Es muy difícil recuperar la capacidad de reacción en un ambiente tan hermético como este, es su día de los enamorados, pero las cosas no avanzan y los días se suceden entre picos que se alzan decididamente esquivos.


lunes, 6 de febrero de 2012

CUMPLÍ 32

El martes cumplí 32 años.

No fue la casualidad la que me alejó del foco y la tensión, ni tampoco la desesperación.

Un resorte natural de última hora, como dos niños agasajados en el sofá de improviso, un destello en el salón.

Cacareamos canciones que nos distinguen, no tomamos nada a cambio. Esta vez no fue necesario. Qué hay del humo, me preguntaron. El justo y el necesario, respondí, no lo voy a negar, no hace falta que se santigüen.

El día era gris, el frío de los gulags estaba al caer. Oímos la burbuja poco antes de caer, una razia, algo rápido, todo sin pensar en la hora de comer. Y el brindis… ¡ay, el brindis! El sol caía y no quería merendar, sacrílego impío, pero tampoco nos importunó.
¿Qué íbamos a hacer?

Estuvimos en Florencia dando una vuelta, no fue un rumor de babor ni estribor, ni del este o el salvaje oeste nos llegó la confirmación del mástil; mi vida entera lejos de tener sentido hasta entonces, pensé, esto es lo que enumera una existencia breve y cruel. Al día siguiente teníamos un vuelo a New Jersey.

Y luego...  oleadas de pasión y desenfreno, comida para perros, del destino hacia el faro que da nombre al rumbo entre dos mares, vida mía...
todo junto a ti, nada siempre contigo. ¿Qué más se puede pedir?

El martes cumplí 32 años. ¿Quieres preguntarme cómo pasé el día?