viernes, 30 de noviembre de 2012

EL VAIVÉN, EL REHÉN


Desgracias sobre la oscilación del globo en este vasto universo que nos contempla, la maldita casuística al acecho, dijo mi vecino. Uno sobre diez mil, no tiene porque tocarte. Es un porcentaje lo suficientemente amplio como para seguir con una sonrisa mañana al despertar.
La subida a los Estanys de l’Angonella no tuvo nada de casual. Fue un acto premeditado, bien organizado. Yo sólo iba de acompañante, ajeno al doloroso sentimentalismo de mi familia política. Creí intuir que me necesitaban para sumar piernas y presencia física y, de paso, aumentar los lazos de unión entre nosotros a dos meses del nacimiento de mi primogénito L.
De eso ya hace días. El No me ha bloqueado tanto que apenas he podido levantar el bolígrafo y, cuando lo he hecho, he acabado teniendo agujetas. Y justo ha llegado el frío polar. Así de repente, sin avisar, en plena luna llena; demasiadas cosas a las puertas de las últimas fiestas navideñas. Me compré un ukelele para ajustar cuentas y en las clases de preparto ya ni siquiera me río.
Mi último pitillo en el balcón del descansillo fue como una revelación: pude apreciar toda mi vida social desde la vieja chimenea. Ésta, como si resurgiera de las cenizas de un pasado esplendoroso, aparentaba un uso reciente que resultaba casi tan fantasmal como el abandono al que sus propietarios sometieron a la vieja finca, ocupada por una figura más propia de la mente de un sociópata que de un futuro padre de 32 años que retrocede a través del humo confundido del tabaco y los primeros síntomas de congelación (sigo demasiado atento a las aventuras del Curiosity y muy poco comprometido con el mundo que nos rodea).

Me gustaría compartir más tiempo con todos ellos y dejar de pensar en preferir no hacerlo, pero no queda ni un mes y medio, desgracias a parte -sonrisas matutinas en busca y captura-, pero yo sólo soy el maldito acompañante.