viernes, 21 de octubre de 2011

LA CRUZ DE VALVERDE

No he tenido tiempo para valorar la vuelta al trabajo y al mundo real.

El planeta entero sigue en crisis mientras yo me devano los sesos en las clases de inglés y el Perú vuelve a ser sólo un país de Sudamérica y no me llega para vislumbrar nuestra próxima escapada; llegados a este punto, tras más de una semana intentando no colisionar con nadie, con el invierno en barrena y la satisfacción de haber encauzado un futuro próximo que nos conduce hacia el solsticio de verano, uno se asoma a la espiral de monotonía en la que aparentemente pocas emociones cabrán, exhalando sus últimas bocanadas de humo negro (no sin cierta tensión en el ambiente).
Hoy, revisando las fotos del viaje y el vídeo de la ida en el avión, todavía no sentía esa extraña melancolía que devora a todos los recién aterrizados, pero sí la que atenúa esta singular concepción del tiempo. Al final, la única respuesta viable te hace hincar la rodilla y destruye todas las pruebas habidas y por haber; muy probablemente, Atahualpa no arrojara aquél sagrado libro como se ha escrito, pero es inevitable no caer en la trampa si los mismos tuyos se alían en tu contra. Me embargó una emoción profunda el hallarme ante aquella enorme pero austera cruz de hierro, símbolo del expolio y masacre de las Indias. Valverde era una especie de banquero del siglo XXI: un intermediario que trabajaba a comisión, un jodido ladrón.
Ser humano, pertenecer a esta raza, es en sí mismo una gran contradicción. No sé cuántas veces habré escrito esto. No eran pocas las referencias a un cristianismo añejo si no fuera por el mestizaje religioso, cosa que me hacía pensar en un triunfo del verdadero Dios. No del Dios institucionalizado, más bien del que percibimos claramente en las situaciones de fuerza mayor que nos vamos encontrando en el camino. Un intenso debate metafísico tenía lugar en mi interior mientras trataba de no toparme con mi reciente amigo fallecido, pero éste aparecía una y otra vez. Daba gusto percibir esa energía en los lugares más remotos de mi particular globo, así como comprobar de primera mano el hecho de que no perdieran ni un ápice de poder al estar atestados de gente. Lo comprensible no excluye a lo divino, pensaba el profano, y eso me hacía estar de muy buen humor.
No quedan tierras por descubrir, pero sí zonas oscuras que investigar. Hasta la última gota del licor que marginé en la repisa del armario del comedor, como mi muy querido tótem de cabecera: no hay forma de deshacer todo el mal que nos es inherente, y ni siquiera podemos obviar o dejar de lado la materia de la que estamos hechos. De la misma manera que hoy estamos aquí, mañana puede que desaparezcamos. Hasta qué punto ser consciente de esos extraños canales de exiguo provecho... los sentimientos que procesan una demolición no programada, una crueldad tan insondable como el mismo misterio de la creación; los caminos del Señor acabarán siendo insondables por cojones.
43 años después del último chiste imperialista y tras un reguero de sangre atroz, las armas que provenían del norte no volverán a ser alzadas; ¿cómo no pensar en las repercusiones históricas? ¿Cómo no regresar a la puta selva con toda la artillería pesada y mis 180 infantes cabalgando a lomos de jodidos corceles salidos del infierno? No me hago a la idea. Quién diablos serían aquellos hombres de hierro y para qué querrían mis ofrendas doradas al dios Inti… ¿eran sacrílegos o dioses, pues? ¿Adversarios o profetas? Los muertos no entienden de batallas ni de guerras, sólo coexisten, pululan como el polen en primavera. Ayer mismo mi perra quiso acabar con un hormiguero entero ella solita. Que le pregunten a Gadafi y los suyos. De ahí fui a los toros y me dije: qué cojones, el sufrimiento nos sitúa en el mapa genético del universo. No era tanta la incomprensión a las reivindicaciones de todos como la sincera aceptación de una verdad indefectible que escondía el término ‘asociación de ideas’ hasta que decidí regresar a casa, sacar la agenda y tomarme un matecito de coca calentito en el sofá.



martes, 4 de octubre de 2011

UNA HUAYNA EN UN PAJAR: DESTELLOS DE UN SABER ATÁVICO


Aguas Calientes. Pueblo de paso hacia la Montaña Vieja que nos recordaba a Andorra, al menos en su funcionalidad. Luego descubrimos que su mercadillo era todo un mundo, un lugar en el que perderse agradablemente durante horas.
Después de tanto trajín –de eternos desplazamientos en incómodos autobuses y distancias enormes-, nos establecimos en la capital del Imperio, en el mismísimo ombligo; el Cusco reunía en sí la mayor parte de atractivos que podíamos desear, y el Machu Picchu, la increíble cima que pretendíamos conquistar.
El día iba a ser largo, pensaba, tardaríamos en olvidar aquel cuatro de octubre. Hay, pero, poco espacio para la sorpresa, aunque si no fuera por las sinuosas curvas que recorre el pullman en su tramo final, no hubiéramos conseguido ni una mínima sensación de cosquilleo; el tren, con el techo acristalado y su abarrotamiento justificado pero no por ello más soportable, debía ser un mero trámite no evitable que jugaba con la desesperación del prójimo bastante a tientas. Me sentí mal entre tanto turista durante casi todo el trayecto, un interminable tran-tran de menos de hora y media, siempre al son de las flautas peruanas y una avidez generalizada.
El paisaje, sin embargo, era espectacular. Con la bruma de la mañana y esos picos tan verdes, a esa altura, adquiría cierto aire fantasmagórico a la vez que mágico, mientras yo me tragaba mi mala leche e intentaba respirar un poco. Porque sólo pensaba en llegar, en cruzar la puerta principal y disfrutar de la maravilla sin más ataduras que las que nos propusiésemos nosotros mismos. Me acordé, haciendo cola, de Venecia. De la ciudad-canal. Vagamente recurrí a la esperanza de conocer lo exageradamente conocido y encontrarlo virgen, casi como Bingham cien años atrás abriéndose paso entre la maleza a golpe de machete. Y es que la primera vez que la vi me pareció hermosa, como sacada de un cuento de hadas. Llegaba en Carnavales sin ninguna expectativa, devorado por las mil y una imágenes que había ido acumulando sobre sus famosos canales. La realidad demostró que podía superar cualquier idea preconcebida; con el Machu Picchu sentí algo parecido, y esa fue nuestra gran victoria: icono de la humanidad archiexplotado que no defrauda al viajero que lo visita in situ.
A las cuatro de la mañana nos poníamos en pie dejando de lado el cansancio y el desgaste acumulados, inducidos por el espíritu aventurero menos cabal, encarnado por el imponente pincho que domina la típica estampa de la ciudadela inca. El Huayna Picchu se encargaría de vigilarnos a todos, y nosotros de rendirle su adecuada pleitesía; teníamos que subir esa puta aguja en el primer turno, el de las siete de la mañana. Con suerte, si nos apresurábamos, seríamos de los primeros en coronar el pico. Pero no sería tan fácil: la falta de oxígeno y la irregularidad de los escalones incaicos convirtió el ascenso en tarea poco más que harto complicada. Al llegar a la cima, exhaustos y empapados por una fina pero constante (y molesta) capa de lluvia andina, tardamos unos cuarenta y cinco minutos en otear el complejo desde las alturas. Es lo que tiene estar por encima de las nubes, pensaba.
La escena que se iba abriendo perezosamente ante nosotros era prácticamente surrealista. Surrealista por fuera de lo normal: todas y cada una de las construcciones de aquel jodido asentamiento adquirieron tintes épicos y un sentido casi metafísico desde allá arriba. Podías retroceder seiscientos años en el tiempo e imaginar la vida en aquel majestuoso lugar sin problemas, con sus chaskys trayendo buenas nuevas y las putas llamas pastando libremente.
Después de un desayuno que nos supo a poco, comenzamos el peligroso descenso precipicio abajo. Para alguien que padece de vértigo es casi un suicidio, y no fueron pocas las veces en las que prácticamente bajé casi en cuclillas. Después de casi una hora controlando miedos y una sensación de abismo cercano, llegamos a la entrada principal, donde nos esperaba el guía vociferando mi apellido como si le fuera la vida en ello. Portaba una bandera verde. Nos unimos a otras parejas sudamericanas y empezamos la visita guiada con mucho interés y ninguna desidia. Un par de horas después, ya con el día despejado y una única nube asomándose por detrás del Huayna, cierta sensación de incredulidad flotaba todavía en el ambiente. No estábamos seguros de lo que significaba, en realidad, aquella extraña cultura, así como los logros que alcanzaron antes de la llegada de los conquistadores españoles en 1532.
Un deje de misterio envuelve al Tahuantinsuyo desde tiempos pretéritos. Fueron continuadores de las culturas de los pueblos vencidos en pos del vasto Imperio que lograron crear de la nada, anexionándose sus territorios desde Ecuador hasta el norte de la Argentina, siempre por un bien mayor en pos de sus habitantes. No tenían escritura -al menos no que se sepa-, sin embargo, su conocimiento sobre la astrología, astronomía y otras ciencias de gran calibre está más que probado, sobre todo relacionándolas con los ciclos agrícolas (increíbles terrazas de conreos por doquier). No conocían la rueda, pero movían grandes toneladas de roca caliza no se sabe muy bien cómo, construyendo magníficos templos y reductos que todavía siguen en pie. Y, para acabar, tenían su propia visión del cosmos, una rica amalgama de deidades y unos cultos que no se detenían en el más allá.
Es imposible no sentirse fascinado por semejantes datos (aún y cuando no están todos, evidentemente), por el misterio que supone un saber atávico tan desconocido para nosotros. Hay multitud de teorías sobre qué era Machu Picchu, sobre cuál era su función. Algunos historiadores hablan de ciudadela o reducto defensivo, otros de residencia para las élites e incluso hay quien nombra el término ‘universidad’ (de la época, se entiende). Podría ser que, fuera lo que fuese, la abandonaran ante las noticias de invasión hispana. Que huyeran a la selva, escondiendo el oro y las riquezas que pretendíamos robar en el nombre de Dios (y que para ellos sólo tenían un valor simbólico). Sea lo que fuere, no recuerdo haber visto algo tan bonito y tan jodidamente humano en la vida, un esqueleto como huella y destello de otro tiempo, un enclave tan sagrado como especial… una experiencia única.

sábado, 1 de octubre de 2011

EL ASTRONAUTA RETRAÍDO Y SU ENCUBIERTA CORTE DE CUSQUEÑAS


Nasca. El valor de reconocer un territorio único, rodeado por el desierto más absoluto, tan proclive a hacer voltear la imaginación como a querer perder rápidamente el desengaño en una desolada esquina.
Siempre me consideraron fuera de órbita, y uno en estos parajes no puede más que contener la respiración y mirar a ambos lados de la carretera panamericana que recorremos; puede que no haya ovnis surcando el cielo todavía, pero es indudable que este lugar tiene un aroma singular.
En espera de navegantes de otros lares, se me ocurre un paralelismo con el Lejano Oeste que a mi novia le parece muy adecuado: al llegar a la península de Paracas, la noche anterior, ardíamos en deseos de alquilar un buggie para surcar las dunas y rodear aquel extraño candelabro con un pañuelo que nos cubriera la boca a lo bandolero. La soledad mineral de lo que una vez fue fondo marino logró abstenerme de preguntarme las cosas de siempre, sumiéndome en un estado de pequeñez total que lograba contener toda mi rabia pre-vacacional sin apenas esfuerzo. En realidad, toda la franja arenosa que une Lima con Ica e incluso Huacachina huele a gasolina. Y ruge a bocinazo limpio.
Ya estábamos advertidos antes de antes de llegar al aeródromo, conocíamos los riesgos. Sin los mapas, el Cusco era nuestro particular Dorado, nuestro anhelo final. En los interminables trayectos posteriores ya habría tiempo para repasar a todos los candidatos políticos. Pero resulta muy poco fresco, no es creíble; es tal la organización y la masificación turística, que no queda espacio para voltear esa maltrecha imaginación. Mi mente también se ve impedida por el osezno gigante que va a subirse a nuestra avioneta, mientras Laura no da crédito y el piloto sólo parece preocupado por tomar fotos fuera de la ruta y los mandos de control. Mi gordo amigo, el osezno, asiste impertérrito a la sucesión de acontecimientos extraordinarios que se van sucediendo; giro a la izquierda, vuelta a la derecha, estómago patas arriba: las figuras aparecen, existen. Las estamos viendo; el cóndor, majestuoso. El colibrí, el más famoso. Formas rectangulares y triangulares que se asemejan a pistas de aterrizaje y sí, ya me he dejado ir, pese a los cambios de presión y un sudor exagerado que transpira demasiado. ¿Y qué esperabas? ¿Por qué dirías que elegimos el Perú como destino?
¿Cómo explicarías algo que no se puede explicar? O porque no hay datos, o porque nunca es suficiente para saciar el ansia humana por saber y querer explicar el mundo que nos rodea y nuestro pasado. ¿Qué nos hizo humanos? ¿Con qué fin? Sólo sabemos que tenemos una capacidad mental que nos permite evadirnos e imaginar mundos imposibles, con el fin de trasladarnos a una realidad palpable. El arte, la religión, etc., manifestaciones más que evidentes de tal afirmación. Y la visión del cosmos que de ello resulta.
Antes de llegar al Astronauta me doy cuenta de que llevo mucho rato sin hablar. Mataría por una cerveza, una auténtica Cusqueña. Esto sólo me pasa cuando estoy incómodo con algo o en un lugar en el que no deseo estar. Olvidaba el iPhone, Laura me pregunta, sacándome de mi ensimismamiento, que si no filmo o qué. El copiloto intenta entusiasmarnos: 'a los de la derecha, ahí está, ¡fíjense!', pero yo no me había enfriado del todo, evitando el sufrimiento de sobrevolar tan extensa pampa a poca altura con ideas autolíticas sobre la piel de la gran María Reiche, la precursora. Intentaba hacerle un hueco a aquella locura tan jodida y acababa haciéndome cruces.
Nasca. El valor de reconocer una tierra dejada de la mano de Dios, venerada antaño con reverencial celestialidad, tan proclive a hacer voltear la imaginación hoy como a hacer ansiar un mundo bañado por la cerveza del Cusco mañana. Al aterrizar pocas cosas tenían sentido, pero todavía quedaba mucho camino por delante, y te aseguro que ante tal panorama no íbamos a desfallecer tan pronto...