martes, 23 de agosto de 2016

RECARGADO


Empiezo la semana de fiesta mayor recargado, como nuevo, y todo gracias a recuperar la confianza respecto a lo que criticaba la semana pasada: la amistad.
El viernes me levanté de currar antes de las 4 p.m. Comí con la calma, me duché... y al salir del baño me encontré con mis amigos en el terrao de casa. Me quedé ipso facto.
En un primer momento pensé que algo malo pasaba. Una mala noticia, no sé. No me chillaron '¡sorpresa!' ni nada al verme, hicieron como si nada, jugando con mis hijos y charlando con mi mujer, conspiradora por antonomasia. Tras unos instantes de duda, fue mi amigo Gnöit, el ancla, el que tuvo que decir: 'bueno qué, espabila, que esto es una despedida'. ¿Cómo? Le dije yo. 'Que nos vamos, tío'. Yo todavía llevaba la toalla puesta en la cintura.
Se ve que costó organizarlo. Es difícil unirnos a todos para una mañana o una tarde, imagínense para pernoctar una noche. Me trataron sin aspavientos, como fue mi deseo -de hecho yo no quería hacer nada-, y acabó siendo memorable. La excusa de que uno de los nuestros se casara sirvió para liar una de nuestras salidas nocturnas locas: de eso se trataba. Y a fe que, sin entrar en detalles, fue brutal. Solo diré que me siento yo mismo cuando estoy con esos tíos, y eso no tiene precio.
Me siento algo culpable por haberme desconectado de ellos. Mentalmente, me refiero.
Es indudable que los devenires del día a día absorben a uno y los límites no siempre quedan claros, ya que el tiempo, cuando creas una familia, es más relativo que nunca; pensad que a mis amigos Tognâo y Pakâo no los veía desde la cena que hicimos en Navidad... Y luego mis charlas con Gnöit, en las que ambos anhelábamos los tiempos en que no existía nada más, habían dejado crecer una desconfianza tan impropia como vergonzosa. Solo puedo dar gracias por haber podido invertir esa tendenciosa tendencia, reconociendo además que estaba equivocado: la Ælacena no puede morir. Pero ya no por autoconvencimiento o por falsas creencias cimentadas en mitologías de antaño, no, si no por convicción real basada en hechos concretos.
Me siento recargado y agradecido.

jueves, 18 de agosto de 2016

LA HUIDA

Siempre estamos huyendo. Huir p'alante o por los recovecos, escaparse: no hay otra manera de vivir.
El pasado ya no existe y el presente choca con el ansia por descubrir el futuro, un desasosiego que parece no tener fin.
Lo único que cuenta es anticiparse, llegar antes que los demás para salir indemne y que nada te sorprenda tanto como para que tus vergüenzas destruyan todo aquello que te identifica.

He estado pensando mucho estos días en que he vuelto a recuperar cierta rutina física deportiva; he corrido por los caminos que desde hace cinco años he hecho míos, siguiendo la moda de correr que empecé entonces, y he hecho sprints como un loco sudando tanto que no recordaba que mi cuerpo pudiera supurar tanto.
Las vacas han vuelto a pastar por estos campos míos y he visto más animales que nunca: una ardilla que subía por un árbol, como en Alvin y las ardillas, y muchos conejos, por lo menos cinco o seis. Uno incluso lo vi perfectamente delante mío, hasta que no menos de a dos metros retrocedió y se escapó a toda leche por una frondosa arboleda. Parecía que me esperaba, el jodido. No tuvo miedo a mi llegada -no es que sea Usain Bolt, entiéndanme- y me aguantó la mirada unos segundos y todo, con esos profundos ojos negros. El hombre y la naturaleza en comunión, pensé. Luego me sobrevino un escalofrío que me ha costado abandonar, un brivido cercano a la conspiranoia gracias a los amigos de Stranger Things, la serie del momento.
Sea como fuere, después de un año en el dique seco por culpa de mi espalda, recuperar el empeño en conseguir una buena forma física -quizás también con el agravio de la boda de septiembre- me ayudado a ver las cosas con un poquito más de claridad. Es como si el ejercicio físico extenuante aclarara mis pensamientos, consiguiendo perspectiva donde antes solo había oscuridad o bloqueo. O puede que solo me ponga contento y de buen humor volver al ruedo, no sé.

Tengo a mis endorfinas revolucionadas. Es que también tengo ganas de casarme, joder. No por el día, porque sé que lo voy a pasar mal aunque insista en que no hay nada tradicional como pastel o baile o regalos o esas gilipolleces de salón. No me gusta no pasar desapercibido pero tampoco puedo beber esta vez, así que no sé cómo diablos voy a hacerlo. ¿Conocéis algo que mi organismo pueda segregar artificialmente y no me deje muy paposo?
Es en estos acontecimientos cuando no se abre la boca solo para comer: todo son contratiempos, para los que organizamos, todo son demandas y caras largas. Siempre hay algún familiar o amigo despechado que siente la necesidad de hacerse notar, como la invitada que acude de blanco al convite, pretendiendo así eclipsar a la novia.
Siempre estoy huyendo, sobre todo cuando llega mi hora en el curro. A veces no saludo, seguro que algunos piensan que soy un borde. Solo cuando me atrinchero en mi palomar, con los míos, me siento seguro, ya que mis costras no me hacen sentir mal por mierdas sociales o convenciones creadas con bases de barro; la amistad pierde escalafones a medida que pasan los años, pierde fuelle,  hablábamos esta noche con mi colega Raúl: las decepciones son cada vez menos frustrantes porque es demasiado fácil acostumbrarse a ellas. Te tomas con naturalidad un desaire que antaño te hubiera parecido la ofensa del siglo porque, qué cojones, ya somos grandecitos y tampoco pretendes poner en apuros a nadie. En cuanto a mi, cada vez siento menos aquella necesidad imperiosa de dar explicaciones y acabar imponiendo mi punto de vista. Intento simplificar mis relaciones para centrarme en lo verdaderamente importante: la familia. No es una cuestión de vida o muerte, la amistad y el sociopatismo digo, con el paso de los años.
Quédense con esa bonita idea ahora que aun hace calor.


lunes, 1 de agosto de 2016

CARTA ABIERTA A LOS PADRES TREINTAÑEROS*

Queridos padres treintañeros:

No os veo en el supermercado porque normalmente, en una familia nuclear, uno de los miembros se queda en casa pringando y esperando con ansia el regreso del otro, que hará lo que sea para dilatar esa 'escapada' aunque en casa haya un incendio y arda Roma entera.
Os veo, pues, empujando un carrito con aire distraído, disfrutando de uno de esos momentos de soledad perdidos y, cuando nos cruzamos en el pasillo de los productos de limpieza, nos miramos con una mezcla de picardía y orgullo secreto, como si ambos fuéramos cómplices de una misma ofensa inofensiva, valga la redundancia.

He pasado casi todo el mes de julio en la piscina pública de mi pueblo y, si hay un espejo de lo que es ser padre ahora en verano -con este jodido calor-, es una piscina pública con unos lifeguards deseosos de usar su silbato y suplantar nuestra autoridad. Ahí vamos: saltando de la pequeña a la grande y a la mediana indistintamente y según vayan apareciendo estímulos para nuestros pequeños, sin tiempo para maravillarnos con sus payasadas porque estamos demasiado estresados concentrándonos en evitar leñazos y males mayores. No estamos distraídos, estamos pendientes y agradecidos si podemos turnarnos la vigilancia y los juegos para nadar unos largos y conseguir así unos minutillos extra de tranquilidad.

Es cierto, estamos cansados. Nuestro cuerpo no es el que solía ser pero no es solo debido a nuestros hijos, ya que el paso de los años y la pereza de algunos hábitos adquiridos -nocivos, se entiende- han hecho mella en nuestros torsos antaño tonificados.

No pasa nada. No voy a ofenderme porque me llamen gordo (¿fofisanos, dirían?) o porque se ensañen con mi blanco nuclear o mi progresiva pérdida de pelo. No son heridas de guerra. No le voy a echar la culpa al hecho de haber querido formar una familia, al hecho de haberlo ELEGIDO.

Puede que los veinteañeros estén cerca o al otro lado, yo qué sé. Yo no los veo. No creo que ojeen revistas, más bien deben estar pegados a las pantallas de sus smartphones buscando algún Pokémon o de postureo con los dichosos selfis, eso sí. No creo que piensen en el mañana ni en lo que se van a convertir.

Hemos dejado de pensar en nosotros mismos, desde luego, pero no por eso mi mujer o yo mismo vamos a dejar de lavarnos el pelo cuando toque. Ellos son la prioridad, está claro, y lo de perder horas limpiando, cocinando o contando cuentos no puede suponer una tortura. Nosotros lo asumimos como parte del proceso con una naturalidad fingida aceptada sin resquemores.

Aquí ya somos bilingües por nacimiento y podemos llegar hasta ser trilingües si hace falta. Los niños no son solo esponjas, sino que son como una tienda de esponjas con almacén y todo, como diría Fernando Pessoa. Los dibujos animados como Peppa Pig o La Patrulla Canina, todo un fenómeno global en este mundillo de padres, servirán como estupefaciente y como preludio para las aventuras que sean capaces de imaginar en sus brillantes e inocentes cabecitas. ¿Negociar con terroristas? Jamás. Si cedes o te comen la tostada, estás muerto. No pueden salirse con la suya: es una lucha que, por nuestro bien, no nos pueden ganar. Nos va nuestra capacidad de ejercer cierta autoridad y disciplina cuando sea necesario.

Así es nuestra vida. Claro que no es fácil... ¿y qué?
No creo que estén relajadamente leyendo un libro, tumbados al sol que más caliente, los cuarentones. Yo alargo mis intervalos en el baño con el libro que esté leyendo en ese momento, y así voy trampeando; en vez de cagar en diez minutos, lo hago en veinte y nadie se queja (ni a nadie le importa).

Ser padres forma parte de un proceso inextricable que, dentro de la propia existencia, asume unos condicionantes propios que requieren cierta adaptación; cosa que, así mismo, precisa TIEMPO.

Los cuarentones, en realidad, están aburridos, eso es lo que les pasa. Los cuarenta son como el invierno: aunque se acerquen y sean inevitables, yo los quiero lejos.

¿Cómo iba a dejar de pensar en mi durante toda una década? La paternidad no puede ser para nada excluyente.

Queridos padres treintañeros:

Disfrutar de vuestros peques. Vivir la vida. Y dejad los putos móviles de lado, por favor, que parecéis unos simples veinteañeros...

Con cariño,

Javi.


*una respuesta simpática al artículo de Catherine Dietrich, del mismo título, publicado en El Huffington Post.