lunes, 2 de septiembre de 2013

PÚSTULAS EPISTOLARES

Era como si me despidiera del verano.
Estábamos casi todos. Había algo grande en aquello, algo que podríamos llegar a convertir en hábito; los niños, inocentes ellos, correteaban a lo loco como pollos sin cabeza, ajenos a los desafíos de la edad adulta. La montaña, una ladera improductiva de la provincia de L., ofrecía un aspecto desolador y deprimente con sus enormes y pelados bloques de piedra caliza en lo alto. Las nubes -para mi gusto demasiado frecuentes para ser verano todavía- dejaban escapar un aire que, en según que horas, podía llegar a cortarte la cara como un cuchillo bien afilado e impreciso al mismo tiempo.
Lo importante era la ceremonia. Todo el folclore que acompaña la estancia en un reducto semejante, lejos de todo: creo recordar que comimos sobre las seis de la tarde tras empezar la barbacoa antes de las dos del mediodía. Había vino. Había humo. Y sonrisas, aunque no de todos. Cada uno asumía su papel, cuando no había que perseguir a sus respectivos retoños, si bien alguna actitud taciturna daba que pensar y desmitificaba las bondades de la vida de sacrificios y penalidades que supone tener y crear una familia de la nada. No había que precipitarse, no estaba todo perdido.
Era imposible descartar las huellas de dinosaurios de Fumanya y pasar hacia las décadas, quizá siglos, en que aquella falda imponente debió permanecer intacta. Llegué a plantearme mi papel en la historia y la cuestión del legado (aparentemente resuelta). Recordé un par de nombres e intenté retroceder un poco más para tener una visión de conjunto aceptable. Me agregaron en un grupo de esos en que varios pueden inundarte el teléfono de mensajes, y no era la primera vez. No sentí la necesidad de explicar el desapego. Al mirar hacia adelante, vi un par de familias rotas y las eternas inquietudes terrenales martilleando sin parar. Mi diario, el diario de mi primogénito, ¿y si le importaba un carajo? ¿Entendería mi letra? ¿Tenía sentido perder el tiempo en algo tan obsoleto? Por qué... ¿quién cojones iba a leer libros en 2030? En un problema de madurez y olor a tristeza, Luca no tardaría en conocer los placeres bípedos (lo inexorable no perdona).
Las palabras. Antaño podía dominarlas. Ahora son como pústulas en mi piel bronceada y caduca, como las cartas que solía enviar; a veces, cuando evito mirarme en el espejo por las noches, rescato la teoría del manual del buen padre y me digo a mi mismo que sé que puedo hacerlo como el que más (¡cuando ya estoy haciéndolo!). Sé como no tengo que ser para ejercer de lo que la ley y el nacimiento no obliga pero luego soy incapaz de desenmascarar lo obvio mientras, recorriendo aquellos desérticos parajes, miraba al suelo y echaba en falta los instantes que perdimos sin remedio, como una relación epistolar desgastada (despidiéndome secretamente del verano). 
Llega un día en el que ya no distingues a tu interlocutor y las dudas, sin un referente claro, vuelven sádicamente a asomarse. Aquello era el fin y pronto la sagrada y párvula inocencia vendría puesta a prueba con más exigencia y menos decoro contemplativo.
El viejo hábito de la melancolía volvía.
La montaña se despedía.

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