miércoles, 29 de agosto de 2012

CAUSA DE FUERZA MAYOR

Érase una vez una señora que solía caminar por los pasillos de los hospitales con tal distracción que dónde veía palpitaciones, sufridas una vez al mes sin tratamiento, creía padecer de lo mismo una vez al año pero con medicamentos; la pobre mujer, después de un par de horas de vaguedades, salió a respirar aire puro y se topó con su vecina favorita al doblar la esquina ('es que esto está muy mal señalizado, me han dicho que fuera a Dinamarca y no hay manera'). Ésta la contó algo sobre unos vértigos que tuvo el martes pasado pero que a día de hoy, jueves, no entendía por qué le habían desaparecido. Al acabar encontrando el bloque 'D', quedaron para jugar al parchís e hincharse a licor de pomelo el sábado.
El pequeño cabroncete, que perseguía las sinrazones como el cazador de tornados pero sin todo el trajín, amaba pasar las noches escuchando diálogos absurdos sobre médicos y hospitales que suelen copar las horas muertas de las gentes ociosas y las señoras de cierta edad (no diagnosticadas, se entiende).
Luego estaba aquel chico joven. Le dolían las plantas de los pies, sobre todo antes de ir a trabajar. Le pitaban los oídos también, y al incorporarse del sofá de repente, unos mareos le importunaban sobre manera. Por eso y no por otras cosas, creía tener un cuadro clínico de diabetes. El doctor, un hombrecillo curioso de procedencia americana, le dijo que su sintomatología no presentaba ese cuadro concreto, a lo que el chico le respondió con un 'hay que hacer pruebas, no es seguro'. Le conminó a visitar una área del servicio de urgencias concreta, a lo que el respondió con un imperativo y tuteándole: 'apúntamelo que luego no me acuerdo'. El pequeñín se enteró que, al cabo de muy poco, aquel chico joven acabó en la planta de psiquiatría de un hospital provincial.
Menudo cabrón estaba hecho. De todas formas, adoraba a la gente mayor. Las historias que le contaba su abuelo eran imprescindibles para su educación católico-románico-apostólica. Aprendió a ser mayor con presteza y a explotar los escasos recursos disponibles. Conoció a un hombre hecho y derecho, un cuarentón. Recio, y diríase de tez bronceada todo el año. Una vez le dijo, en tono solemne, que sudaba demasiado. 'Es por las pastillas que me tomo'. Su cara de asombro fue total: 'pero hoy me sudan las axilas mucho más de lo acostumbrado, puede que esté deshidratado'. Vete a urgencias, le dijo, pero no te sorprendas si te atiende un médico no nativo. 'Hoy en día no hay diferencia ya, es la globalización, chiquitín'. Y luego llamó al 112 para que le enviaran una ambulancia a casa.
No era tan pequeño en realidad. Su baja estatura convidaba a pensar que era un crío, casi al nivel de Tyrion Lannister pero sin su inteligencia. Era más 'furbo', como se dice en italiano, un listillo nato. En el hospital llegaron a tolerarlo e incluso se hizo amigo del recepcionista. Ellos le contaban historias apasionantes, relatos de gente anónima, gente con sus vicisitudes y sus neuras. 'La noche es muy mala', oyó una vez. No había referencia alguna a fiesta o locales nocturnos de moda. Las amigas vecinas, septuagenarias ellas, formaban parte de la clientela asidua del recinto. Con el tiempo también llegaron a apreciar al muchacho, aunque le cambiaran el nombre cada vez que le veían. Otra vez aguantó los lloriqueos de unos ambulancieros (técnico y conductor), hartos ellos, según decían, de funcionar como un simple servicio de taxis: 'El otro día, un tío al que le sudaban los sobacos, y encima nos hizo parar en un bar para comprar tabaco'. 'Es indignante, putos médicos (los que lo autorizan), ¿pero qué se han creído?' El miedo a las represalias físicas puede que fuera definitivo; de sobras es conocido, en los ambientes no tan turbios, que para que te atiendan en cualquier lugar antes que a otro hay que liar un buen pollo. Montar un cristo, vamos; en los centros de salud suele recurrirse al más manido 'yo pago la seguridad social, te estoy pagando yo', a todo grito y sin miedo a quedar en ridículo.
El retaco, aliado de la comunidad árabe, nunca tuvo problemas de ningún tipo en el barrio, gueto salafí. Como acompañante y oyente de lujo, se permitió la licencia de asisitir a una urgencia con su amigo Muhammad. Le rogó que le acompañase al hospital, ya que él no dominaba el idioma. Pensó que eso no era un impedimento pero accedió de todas formas. Una vez dentro, con el truco de la amenaza puesto en marcha, tuvo la ocurrencia de robar material médico, a ver qué pasaba. Había oído tantas historias sobre el mundillo que pensó que quizá podría portagonizar una. Lo que no se imaginó es que acabaría en una camilla hecho trizas; el recepcionista llamó a la policía en cuanto le advirtieron y éstos se emplearon con firmeza para reducirle. ¡Aquel cabroncete estaba hecho un torete! Como se las sabía todas, denunció a los agentes en cuestión y consiguió una paga de por vida y la invalidez permanente. Cuando regresó al hospital, tiempo después, ya nadie le recibía amigablemente y tuvo que conformarse con fumarse sus pitillos en la entrada, al acecho de cualquiera que quisiera conversar.
El mes de agosto es muy malo, pero por suerte ya se acaba...
'¿Me puede llamar a un taxis?' *

*Por cortesía de mi compi David Guitart.

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