Hoy en día, pero, dentro
de la anestesia generalizada inyectada principalmente desde nuestras modernas
pantallas LED, a duras penas se pueden llegar a cotejar las verdaderas metas;
la gente, en sus flamantes e hipotecadas guaridas, tiene tendencia a
resguardarse bajo el manto de la hipócrita seguridad que ofrece una sociedad
sexualizada hasta el aburrimiento.
Me acuesto por las noches
con la ilusión de ver un nuevo día, aunque luego me lo quiera pasar tumbado en
el sofá pendiente de enchufar la PS3. Dexter ha vuelto, pero ni consiguiendo
descubrir las malas artes del vecino éste se da por vencido. El derecho de
estar pasando una constante reválida impide que me despierte más tarde de las
9, así lo reclama mi nueva vida. Cuando no duermo por las noches y sí por las
mañanas, mi perrita me insufla la energía con la que decido no rechistar tras
cinco segundos, una fea costumbre que intento erradicar (de la misma manera que
se oscurecieron otras vidas que jamás existieron). Después, consigo dormir
plácidamente.
Soy un hijo de mi tiempo. Pero
el resto de los hijos de mi tiempo me producen náuseas. ¿Se puede vivir con un
sonrojo constante? ¿Qué hace falta para cambiar la mentalidad de toda una
generación? La fustigación es necesaria. Puedes adaptarte a las circunstancias,
al medio, pero nada impide que te alejes de los estereotipos dictados por
alguien que no te representa. O sea, que será mejor que construyas un fuerte y
empieces a hervir aceite por si acaso; no es difícil que te descubran si habitualmente
muestras tu inseguridad sin ningún pudor -enfrentándote a tumba abierta con los
poderes ocultos que nos rodean-, la expresión de tu cara puede acabar haciendo
todo el trabajo sucio sin problemas. Pero no me gusta no poder verme 30 años en
adelante, llevando camisas de cuadros y coleccionando sombreros de copa
(volverán, créeme)…
Traidora impavidez.
Mercenaria ensimismada, vetusto vodevil que vive de las triquiñuelas de unos
pocos artistas del pecado, virtuosos de la arquitectura vital más corrompida.
Las callejuelas de Granada
se mofaban de nuestros pasos. Pude disfrutar de la lección sin pensar que
teníamos que volver en un avión con billete cerrado, ya que normalmente no me
gusta llegar a ningún sitio sabiendo que luego tengo que volver. Resulta
engorroso estar pendiente de la cuenta atrás, del puto reloj, impide disfrutarlo
plenamente. Es como estar de paso, o como tener la sensación de estarlo: la
excusa perfecta para no comprometerse, porque mirar a los ojos de individuos
que caminan sin rumbo empieza a ser insoportable. ¿Es que no va a dejar de llover nunca?
No soy tan desconfiado
porque sí. Tengo mis motivos. No es una cuestión de sensibilidad, ¡rezumo
sensibilidad por doquier! Son principios. Adquiridos a distancia o en
consonancia con un modelo, pero principios al fin y al cabo. Yo no puedo
simular impavidez en las grandes áreas. Me vine al campo a vivir para que mi ID
llevara una vida tranquila, reservando los tiros y las misiones suicidas para
John Marston. La magnífica herencia de una raza que perdió el norte en las
ruinas de su último reducto, tanto monta, monta tanto, dejó espacio para
compartir un principio de alegría incluso sin poder llegar a tolerar bien las
sorpresas.
Nadie quiere quedarse al
descubierto ni sentirse desamparado. ¿Para qué cambiar? Puedo sentir vergüenza
por muy poco, pero me importa una mierda lo que me digan desde fuera. Dentro,
la desnudez es tan agradable que me tumbo sosegadamente en mi cama por las
noches, liberado de esa extraña presión que tanto me incomoda, de esa batería
de despropósitos que encuentro nada más cruzar la puerta.
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