En esta segunda parte de la ambiciosa serie de escritos que miran al futuro y que titulo ‘Horizontes’, me dispongo a relatar la referente al trabajo y a la idea laboral que debería tener a estas alturas.
¿Cuál es mi profesión? ¿Qué coño he estado haciendo hasta ahora? Dos preguntas que me persiguen desde que alcancé la mayoría de edad; partiendo de una apreciación errónea nacen la confusión y los delirios magnánimos, partes desperdigadas de un todo inexorablemente imperturbable como el avión que se ve forzado a realizar un aterrizaje de emergencia.
Nunca supe realmente lo que había que hacer. No nací con el libro de instrucciones actualizado; la versión más antigua y delicada, dentro del entorno adecuado, hubiese podido bastar para los niveles de rectitud demandados, pero el riesgo de formar a futuros psicópatas no entraba en los planes de nadie, así que tuve que improvisar. Todavía lamento las consecuencias de aquella elección.
Me convertí en un fantasma. Perdí la ilusión. Me mudé más de una vez, pero la ciudad no estaba hecha para mí. Sentía el tormento del espíritu machacándome una y otra vez -buscando refugio en una falsa espiritualidad, explorando sórdidos submundos- mientras veía a la gente pasar y chocar y no llegar a nada. Desplacé el centro gravitatorio elemental hacia un ensimismamiento ignoto que resultó ser excesivo para mis capacidades, cosa que nunca he acabado de superar y que me carcome día tras día (todavía).
Lo de fichar e ir cada día al trabajo, a dos meses de cumplir 32 años, me sigue pareciendo una quimera. Debiera encontrar cierta estabilidad persiguiendo lo único que me separaba de la gente, mi escalón perdido particular. Pero la negación, seguida de una constante catarsis, jamás se convertía en afirmación positiva; empeñado en vivir de noche, al consagrar mis actos a un objetivo de mayor calado, topé con el infranqueable muro del desasosiego. Probablemente no sea una cuestión de lógica pura a estas alturas, pero nada parece ir en dirección opuesta, al menos no de momento. Si fuera un problema de esperanza, ya habría bajado la persiana.
La verdad es que no me veo dirigiendo el tráfico. Lo he intentado, pero sigo sin estar preparado. Es una realidad que he ido alargando año tras año, como si pretendiera huir de mi destino, del camino que esbocé erráticamente hace más de diez años. Sigo cabalgando entre la duda y el deseo irrefrenable mientras busco consuelo en el ocaso y, cuando todos duermen, salgo a la caza y captura de un nuevo sino, luchando por no permanecer anclado en la idea de una vida mejor que, en realidad, ya he logrado alcanzar.
Es inevitable ver planear a la incertidumbre con frecuencia. La línea que separa las decisiones buenas de las malas es tan delgada que apenas puede distinguirse; la inseguridad que provoca el no saber, justo cuando todos juegan a no perderse, pudo ser combatida antaño. Hoy sólo responde a intereses que se me escapan, como una retahíla que retumba por las mañanas y hace que me levante con muy mala leche.
No sé cuál es mi profesión ni si seguiré mucho tiempo aquí, pero el reloj no marca las horas de despegue ni funciona en consonancia con el cambio de estación. El mundo que conocemos se rige inevitablemente por los patrones del dinero y un consumismo abigarrado. ¿Debería aspirar a una plaza? ¿Es posible que lo que me esté alimentando pueda originar una desgracia? Ya lo dijo mi padre en aquella época: ‘Eres un vago, que te levantas a las 10 de la mañana porque antes no puedes’. No he podido rebatirle nunca, sometido de por vida a los propósitos de una crueldad largamente inmerecida. Supongo que no estoy lejos de la oveja descarriada, ya que sigo esperando no sé muy bien qué.
Como suelo llegar tarde, quizás sólo sea cuestión de días, o puede que de meses.
Pura improvisación.
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