Estábamos buscando un lugar para tomar el sol con mi hermano Ricardo. Bajábamos por una especie de cornisa muy escarpada, cuesta abajo, se supone que al final de la cual se encontraba la mar. El sitio en cuestión se hallaba repleto de gente, pero curiosamente no había ni una sombrilla. Estando ya tumbados, noto una repentina sensación de pánico generalizada que precede a un maremoto de proporciones devastadoras. Me despierto sobresaltado en el momento en el que el agua, que me va cubriendo el cuerpo lentamente, acaba por ahogarme por completo.
Cuando la muerte golpea súbitamente es inútil echarse a un lado porque nadie escapa al dolor de la pérdida. Puede ser un sentimiento circunstancial pero no por ello menos doloroso, sobre todo si no hablamos de familia directa.
De todas formas, lo peor es ver sufrir a los tuyos. Sufres por ellos disfrazado como el espectador más cínico del mundo, atento a cualquier gesto de debilidad o desvarío, justo antes de que todo se tambalee. Al ponerles en tan macabro púlpito, te desarmas de inmediato. Y cuando ya no sabes qué hacer ni cómo diablos moverte, escudriñas el suelo intentando no cruzar la mirada con nadie, cosa que puede provocarte un desagradable picor por todo el cuerpo.
Cuánta suciedad. Ella estaba destruida por una pena que, lejos de remitir, era de todo menos frívola, y yo contra eso no tenía ningún antídoto [aunque supiese de antemano que no tendría ningún motivo para necesitarlo].
Toda la vida batallando, ¿para qué? No podrías soportar tanto pesar. Crees que también te podría pasar a ti. ¿Y por qué no? ¿Deberías estar toda la puta vida privándote de cosas? ¿Haciendo números, cábalas y demás cabriolas? Es inevitable vivir el presente posando un ojo en el futuro [probabilidades de desastre a parte].
Ese dolor ajeno ha llegado a poseerme. Me he sentido asténico total. ¿Lo arregla el paso de los días? Inútil es pensar que todo va a ir bien. Pensar que hay que vivir al día, como dice la canción, o que, a modo de reset, todo tiene que acabar para poder gozar de un nuevo y esperanzador amanecer... Sea como fuere, me suena fatal.
Es jodido porque la conciencia de un estado similar evita a la pasajera suerte con mucha mala leche, nada que una capa de tristura, en estos asquerosos días de noviembre, pueda subsanar del todo.
Oigo el silbar de una guadaña que corta las noches con su acero más atroz. Es desesperante, suerte que el barman es amigo mío. Quisiera un funeral irlandés, bañado por alcohol y música nuestra, ya me entiendes, le digo.
- ¿Cómo?
Y que los que todavía se mantengan en pie, que velen sin pesadumbre ni caras sacadas del Actors Studio, y que limiten el aforo y los putos silencios incómodos [a ser posible].
Recuérdalo.
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