Yo la sostenía, ella sonreía, yo la hacía volar, ella soltaba carcajadas cortas y muy sonoras, en fin. Lo que suele hacerse para divertirse y establecer lazos con un crío en la playa.
Y eso que estábamos muy cerca de la orilla. Pero le di la espalda a la mar y perdí la noción de la mar misma, no sé si me explico. La cuestión es que me sobresalté al percibir el peligro como los pájaros que huyen antes de un desastre natural: era una gran ola marrón que avanzaba hacia nosotros y amenazaba con engullirnos. Hacia la niña de cinco años y hacia mí, sí.
Todavía no sé cómo ni cuándo ni por qué se creó de la nada, semejante bestia salúrea; es cierto que, como he dicho, la mar estaba movida. Que el Atlántico es un océano raro de cojones (tan acostumbrado al Mediterráneo, al Tirreno o al Adriático...), también; que el tema de las mareas, con la pleamar, la bajamar, etc., es un puto lío: sin duda. Cómo odio no acordarme del libro de Antonio Tocornal en que lo explicaba, aquí que no tengo cobertura.
Total, que instintivamente cubrí a L. como si fuera un gran fardo preciado (solo pensaba en protegerla), pero enseguida entendí que no habría más remedio que hundirse. El tema era salvarla, y que el impacto hacia su personita fuera el mínimo posible.
Todo eso me pasó por la cabeza en milésimas de segundo. Eso y que, además de pagar la comida, venir desde su urbanización privada desde Marbella a casi una hora y media en coche, hacerles ir a la playa para que la vieran, no iba a dejar que la niña QUE NO CONOCÍA AÚN (tanto era el tiempo sin vernos, pues) se me fuera a ahogar ahora después de los últimos seis meses y como un gran drama vital de proporciones épicas... NO WAY. De ninguna manera. ¡Océanos a mí!
Me cagué vivo, la verdad. La ola nos arrastró de una manera que todavía hoy me duele la espalda. Creo que hasta dimos alguna vuelta de campana: tal era su fuerza.Levanté a L. con firmeza y rapidez, sacándola del agua traicionera. La niña respiraba. Noté que había tragado agua. En ningún momento la solté, la tenía pegada a mi cuerpo como si fuera un accesorio. Pese a tener cinco años, pesaba sus buenos veintiuno o veintidós quilos. Jodidos vikingos.
Las piernas me temblaban. La cara de L. era un poema. Los dientes le tiritaban. Tosía un poco. Le dije a su madre: I have a heart attack. You see...? C. le puso una toalla por encima y cogió aire como conteniéndose. Sobrevivir y pensar frases con algún puto sentido en inglés para hablar con la esposa de mi amigo es un suplicio ahora mismo, pensé. La cría se puso a jugar en la arena con piedras, pero no levantó la vista del suelo. Lo hizo fugazmente para mirarme con desconfianza. Normal. Yo era la versión fea y tatuada del Poseidón más enfadado para ella, el que putea a Ulises por haber dejado ciego a Polifemo.
Finalmente, C. se rio y le restó importancia. Solté en español: joder, tío, qué susto, joder. Ella asintió en el idioma universal de una situación que no necesitaba traducción. Y cambió de tema y dijo que era la primera vez en España que no tenía calor. Y era cierto: no más de 25º aireaban el litoral de Tarifa ese bendito día de finales de julio de 2023.
Cuando nos despedimos en el aparcamiento, al rato, miré a mi viejo amigo K. y nos dimos un buen abrazo. C., de once años y ya toda una doncella, me dijo: it was a pleasure to see you again, o algo así. No pude responder en inglés. Creo que dije un, oh, qué bonica, y ellos se troncharon. No hay nada como ser un lerdo español.
Volviendo por la costa a nuestro enclave en Vejer de la Frontera, todavía en shock, me percaté de los enormes campos de girasoles quemados por el sol del sur. No sabían cómo ponerse, los pobres; unos miraban para el este, otros para el oeste... tan mareados como el extraño e impredecible mar que baña estas costas. Casi no les quedaba nada del amarillo primaveral en sus hojas y sin embargo había campos y más campos de los mismos. Seguían en pie, aguantando el tipo. Como Indy. Como nosotros veintiséis años después
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