Ayer fui a Terrassa a la entrega de los premios del VII certamen de relatos cortos del diario de la misma ciudad.
Me llamaron el lunes desde un número largo y pensé, mierda, alguien me quiere joder. Pero no; eran los del diario que me notificaban que había quedado finalista y querían que confirmara mi asistencia a la ceremonia del 22, día antes de Sant Jordi, en la Nova Jazz Cava.
Qué puedo decir... me puse nervioso de contento. Se presentaron 1403 relatos inéditos, de los cuales 931 en castellano (mi categoría) y 472 en catalán. Seleccionaron 20 finalistas así que, joder, había para fliparse. ¡Para ser la segunda vez que me presentaba a un concurso no está mal!
Llegamos tarde, por lo que no pude beber nada antes. Fue todo muy serio y breve pero al menos lo pasamos bien con mi amigo Ace, que ya tocaba. Y luego hasta nos fuimos a descubrir la ciudad y todo.
Dejo mi relato a continuación:
EL
ATAÚD
El
tanatorio estaba atiborrado de gente. A muchos no los conocía y
además sonreían y hablaban en voz alta como
si estuvieran en un funeral irlandés; había en el ambiente un
jolgorio generalizado difícil de entender.
El
lugar era enorme, con un estilo barroco un tanto recargado y flores
por doquier. Pese a que no había ningún símbolo religioso, pensé
que no sería mala idea darme una vuelta y observar de cerca el
panorama antes de proseguir mi camino.
Mis
amigos acudieron al entierro con poco tiempo de antelación. Con
ellos no iba la cosa, sabían de mi generosidad. Mi mujer, que lucía
un velo negro y un sencillo tocado de plumas, lloraba sin consuelo y
se tambaleaba agarrada al ataúd, que aparecía cubierto con una
bandera local dejando el suficiente espacio como para verme bien
arregladito -con aspecto cerúleo, eso sí. Me sentí aliviado.
Al
otro lado, en la entrada, los de la funeraria repartían
recordatorios con aire distraído y trajes de tonos claros. A poca
distancia, mis hermanos les observaban con desdén, atentos a
cualquier posible maniobra mientras mis dos socios, dos tipos con los
que hacía barbacoas y salía en bicicleta los domingos, discutían
sobre cómo recoger los pedazos de la exitosa multinacional que, con
mi fallecimiento, había dejado de ser un triunvirato; apartados, en
el fondo de la sala, urdían su complot sin esconder una evidente
agitación que haría palidecer al mismísimo César.
Dentro
de la algarabía general, una figura aislada destacaba sobre las
demás por su discreción. Todos querían su parte del pastel menos
él, que permanecía impertérrito, ajeno a la inquietud de los
conjurados. Me deslicé con cuidado por si percibía mi presencia;
desanimado, decidí acabar con mi excursión poco después. Era la
única persona a la que siempre temí, la única a la que dejé fuera
del testamento pese a darme la vida primero y quitármela de
improviso después.