martes, 11 de febrero de 2014

A LA CUARENTA

Cuarenta días después, como en la Tentación de Cristo pero con el desierto lejos, estrenamos casa.

Este hecho, como punto de inflexión evidente, hace que vaya revisando algunos elementos cronológicos de mi vida.

Casi nueve años de blog. Muchos escritos de 2004 fueron eliminados por vergüenza a ser descubierto fácilmente, lo recuerdo bien. Empezamos en Horta y luego mejor instalados en la calle París; todavía cuando bajo a Barcelona y entro por Diagonal, tiro de Eixample buscando negocios y tiendas que me resulten familiares.

Por miedo a ser invadido también pienso en eliminar mis perfiles de Facebook, Twitter y todas las mierdas que tengo en la nube o lo que sea eso que celebraban estos días del 2.0 diez años después: el que quiera ver al niño que me venga a ver y, el que quiera cultivar las amistades, que se deje de historias digitales. Nada nuevo aunque el 'quijotismo' empiece a ser un anacronismo con riesgo de exclusión social.
Esto me pasa cada 'x' tiempo. Es mi reacción contra la excesiva mecanización de nuestro mundo, cosa que nos aleja uno del otro cada día e inexorablemente un poquito más. De cómo cambian las rutinas y las gentes que regentas con los años (en un par de meses también hará diez años de mi entrada en FNAC).

He intentado ver como cinco veces The Tree of Life de Terrence Malick, uno de mis directores favoritos otrora, defensor máximo de la naturaleza _en oposición a lo dicho en el párrafo anterior. Este hecho es sintomático sobre cómo está cambiando mi percepción de la realidad a medida que me hago mayor. No es que ya no sea tan espiritual, si no que ya no estoy para hostias y me lo tendrían que vender mucho mejor, si quieren que me acerque a lo que sea. Con cuarenta segundos tengo más que suficiente para decidir si me interesa. Cuando tienes un hijo, el tiempo 'aprovechable' es menor y te obliga a seleccionar mejor tus pasatiempos (tu tiempo particular, tiempo 'perdido' se entiende). Esto también hace que me plantee si lo mío era pose y, sobre las esferas de lo profundo, qué diablos será lo que me mueve realmente (puede que no sea importante para definir lo que me impulsa cada mañana).

La semana pasada volví al cine después de mucho y disfruté viendo El Lobo de Wall Street. Fui con el primo de Laura, Daniel. Diecisiete años y una educación que ya soñaría yo para mi prole. La envidia del país, me atrevería a decir, y su hermanita otro tanto. Por vergüenza ajena juro que tuve que controlarme para no sonrojarlo demasiado mientras veía drogas, alcohol y mala vida por doquier. Sobre los dos mundos, puede que ya no poseyera las armas claves de ambos.

A menudo me digo que todo lo que haga Leo lo vería sin reparos. Al volver en el coche entre cavilaciones varias, sentí unas irrefrenables ganas de escribir y, en esta noche de perros tras los desangelados premios Goya aquí en la casa nueva -mientras oigo ronquidos en alguna habitación-, unos días después, me digo: ya no escribo como antes. No solo porque la felicidad no es buena consejera en estos viajes, no, si no porque los cambios en pocos años -años de madurez- hacen que dudes sobre si lo que has conseguido pueda llegar a ser definitivo sin herir a nadie ni salir malparado. Etapas, ciclos, épocas... extraños términos marcados por fechas clave, como la Historia oficial y el devenir de los grandes clubes de fútbol, como les gusta a los periodistas bombardear. No es que sea un invierno demasiado duro pero, cuarenta días y un poquito de mala hierba a rebanar apenas.

Cuarenta días y un par más de regalo justo cuando mi hijo se pone las manos a la cabeza para exteriorizar incredulidad con ese gesto tan inocente y gracioso recién aprendido.

Estrenamos casa... ¡cuarenta días después!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

No seas indiferente.