Pienso y recuerdo mientras ojeo las canciones de toda una vida y rescato ideas olvidadas que me secuestran momentáneamente de mi lograda felicidad. Si fuera mi culpa, pienso entre fogonazos, aceptaría la reválida sin duda y me batiría en buena lid. Pero no es el caso: ninguna dicha debería dar vía libre para tomarse ciertas licencias que ni se entienden ni se toleran. Es un poco tarde para ataques de entrenador; hoy, una aparición repentina suena más a espectro residual que a bocadillo de jamón pata negra, ya que el poder de la sugestión no es tan fuerte como para replantearse el tipo de vida que se dejó atrás así porque se le ilumine a alguien en este día señalado. La indiferencia sigue siendo la mejor respuesta a la pregunta de la educación inconsciente y la maldita llamada fraternal de estos días de fiesta y comilonas por doquier.
Recuerdo cuando Cruyff puso a Goikoetxea, extremo derecho con gran centro y ambidiestro, de lateral izquierdo. Siendo tan temprano, un hombre de aspecto descuidado y barba de tres días vino a verme con un terrible dolor de pecho. Sus vestiduras no eran de marca y parecían ser de segunda o tercera mano. Sin llegar a ser un mendigo al uso –no arrastraba carrito alguno ni actuaba como tal-, su dolor no fue tanto como para aguardar largas horas en la sala de espera ni como para salir al cabo de cinco días con los pies por delante. Con la cabeza erguida y un porte señorial de otrora, manifestó preocupación por haber perdido el último tren y nos informaba de que pretendía pasar la noche en la misma saleta-justo delante de mí-, ya que al día siguiente tenía una comida familiar en Sabadell y no podía faltar. Me levanté de la silla y le ofrecí un polvorón de nuestra cena de Navidad que aceptó como postre y no como limosna, faltaría más. Me felicitó las fiestas con el nombre de mi uniforme, como si quisiera saber a quién dirigirse. Al darle la espalda y volver a mis menesteres, la cara de Goiko se había desvanecido entre el humo de un cigarro y la niebla de los primeros rayos de sol como si hubiese lanzado una bomba de humo. Quédate en tu agujero maldito ingrato, no se te ocurra levantar la puta cabeza.
Preciosa. Cinco minutos antes una llamada me alertaba. Y cinco minutos antes nacía la pequeña Júlia. Justo entre el decimotercer y decimocuarto episodio de la sexta temporada de The Sopranos, entre el gran salto del nacimiento de la hija de Chris Moltisanti, la muerte de John Sacrimoni y el estreno de Clever. Es algo inexplicable, como dice el tópico. Unos mueren y se van, otros nacen y llegan. Algunos se resisten a hacer alguna de las dos cosas y se mantienen en el limbo de los márgenes aceptados. El puto ciclo de la vida, el minutero y toda una gran jodienda mordiéndote el trasero, aunque seguro que el tiempo se detuvo en los brazos de mi amigo Txema. Sin ataques de entrenador ni iluminados de última hora.*
* DEDICADO A LA BUENA NUEVA DE LA PEQUEÑA JÚLIA (4.20/26.12.12).
Molt bona i merescuda dedicatòria a un gran amic i la seva família. Gran dia per tots nosaltres. Benvinguda Júlia!!!
ResponderEliminarFelicitats per l'escrit, Javi. Sou collonuts!