Llegamos a la isla italiana de Ischia por casualidad y nos cautivó casi desde el principio. Como todas las islas, la paz vive bañada en agua salada esquina a esquina... ¿Qué tendrán las islas, pues, que tanto nos atraen?
Encontramos una buena oferta en un espectacular resort del puerto. Con la Eurocopa en juego y tras confirmarse la final soñada entre España e Italia en territorio enemigo, abandonamos hoy más bien con pena el reducto del gigante Tifón.
Ischia es una isla súper construida; mientras intento escribir en el barco camino de Nápoles, me comentan que tiene 50,000 habitantes fijos, pero parece que vayan a ser el triple si contamos los ladrillos. En un ambiente agradable y trasnochado en exceso, sus gentes no caminan, se deslizan, en el característico modo de las calurosas y lentas tierras del sur. Los rusos y los alemanes, que tomaron la isla tiempo atrás -alargando la hegemonía extranjera insular desde tiempos inmemoriales-, se mezclan sin molestar al sol de sus bolsillos de cuero tan mugrientos como repletos de dinero fresco, e incluso chapurrean el italiano con interés. Los nativos, en especial las mujeres, lucen con orgullo sus horrendas vestiduras, sacadas de una peli de mafiosos de Scorsese, y su altivez se multiplica por mil al palpar la bisutería barata -o directamente falsa- que atiborra sus marchitos y deformes cuerpos; la población, visiblemente envejecida, pretende ocultar la impetuosidad de la juventud reinante y sus haceres típicamente italianos, pero en ningún momento percibes el agobio de las grandes urbes y ese es su principal triunfo: es lo que tiene estar rodeado solamente por agua -cosa que me place admirar con vivacidad. El verdadero encanto de las islas y sus playas y su clima temperado todo el año es decidir ser cutre y calmado y ultrabronceado hasta la arruga por doquier... ¡lo adoro!
De la maravilla del Castello Aragonese, recuerdos de un pasado esplendoroso, recelo en busca de señales que nos conduzcan hacia nuestros antepasados al caminar, errantes, entre el ocaso de su vetusto lungomare (paseo marítimo) y el sol triste de la tarde que se acaba. Y disfruto calada a calada en este refugio del mar, en este lugar de paso en el que raramente te pueden señalar. Es lo que tienen las islas: no existe la patria en ellas. De las miradas, pues, no voy a hablar.
Estuvimos tan bien en la choza hobbitiana que nos prepararon que, la roca en forma de fungo (seta), a la vista de todos quedó. Y los turistas, uno a uno, se detenían apresuradamente para fotografiarla, resultando un tapón y una acumulación humana considerable. Se acercaron en procesión y nosotros con ellos, creyendo que regalaban algo o que algún famoso o tal vez Claudio Bisio estaban por la zona. Tal era nuestro nivel de relajación y empatía.
La espera, tantas veces cautiva de la amarga paciencia, tensó la cuerda en la tanda de penaltis, sólo el gesto del capitán -entre adormecido y concentrado, como decía Laura- delimitaba la certeza del pase a la gran final: no más lloros. Dudas atrás. Somos los mejores, sólo hace falta nombrarnos por aquí (La Spagna... ouuuuuu... troppo forte! Siete i migliori) aunque seamos los únicos y yo lo disfrute tantísimo.
Nos fuimos, nos vamos, de esta poco conocida isla casi por casualidad, en un abrir y cerrar de ojos. Recordaremos su rica pizza y aquella pareja que buscaban nuestra amicizia (amistad, de verano, se entiende). Nápoles espera y, con ella, nuestro viaje se sumerge en el bullicio de la aparente patria de lo turbio y lo falaz...
*Come un Pittore, canción de los Modà en su disco Viva i Romantici (2011). No he encontrado la versión que hacen con Jarabe de Palo, que es la que no hemos parado de escuchar estos días...
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