sábado, 17 de diciembre de 2011
PALCO DE CERA
El hedor de la sala de espera era tan insoportable que apenas podía mantenerse en pie, por lo que decidió sentarse.
Olía a viejo muerto -pese a que nunca había visto uno-, sabía que esa profundidad no podía venir de ningún otro lado. Luego se acordó de Arthur -amigo de su padre-, marqués de un recóndito territorio normando, que ejerció su profesión con esmero durante años en la antigua colonia francesa de Guadalupe, algo bastante exótico.
Una pareja teutona de hippies, ajena al bullicio de las quejas, a las leyes de la física más elemental y las buenas maneras, se preparaba para cenar un estupendo queso azul de mierda. Mientras ella dejaba el suelo perdido de migas de pan, un anciano de tez oscura y cara agria se apresuraba por su espalda presto a recriminarle tan infame actitud. Luca le miró de inmediato haciendo un gesto negativo y el viejo cambió de idea.
El asfixiante calor de la isla, que convertía los campos de cultivo de arroz tailandeses en un vergel terrenal, desgreñaba y suscitaba una sucia sensación pegajosa muy persistente. De repente, un exagerado pedo resonó como un trueno en mitad de la tormenta, empeorando si cabe la insalubridad del lugar e incomodando aún más al personal. Un extraño personaje de apariencia poco cabal caminaba a destiempo, era en él todo hediondez; desde los pies a la cabeza, pasando por sus vestiduras altas presididas por vómitos u otros detritos poco claros, ofrecía un aspecto tan lamentable que Luca no podía dejar de mirarlo. Un único pedo no podía oler tan mal ni ser tan definitivo, tenía que haber algo más en aquél barbudo insondable.
Como la ventilación escaseaba, la voluntad debía permanecer inquebrantable, casi tanto como el recuerdo de una vida anterior felicísima. La lejanía de sus amados padres era un handicap que asumía con la naturalidad propia de su bisoñez. Su padre, un tipo apuesto nacido en la península ibérica, había recorrido todos aquellos lugares antes que él. Su mujer le había abandonado poco antes de nacer, por lo que no le quedó más remedio que huir tras los pasos de su propio yo. Luca repartía su tiempo entre ambos con la maleta siempre a punto. Ahora, perdido entre los recovecos insulares de aquella maldita ciudad sin ley, esperaba con ansia el reencuentro con sus primos no carnales. Serían como unas vacaciones, pero antes tenía que esperar turno como todos.
Se miraba nerviosamente la tarjeta que le colgaba del pecho. Visitor, con la 'v' más grande que las otras letras. Había seguido su propio camino. Pese al encarcelamiento de su padre en un país sin tratado de extradición años atrás, finalizó la licenciatura con honores y fue el mejor de su promoción. En la academia no disfrutó tanto pero siguió engrandeciendo su currículo. Cuando su país de adopción lo reclamó para combatir al crimen organizado se convirtió en un ser casi tan solitario como su padre. Su madre desaprobaba semejante estilo de vida, pero sus métodos eran infalibles y se había ganado el respeto de todos desde las calles de su añorada Palermo.
Un guardia de mirada lúgubre se acercó a él lentamente. Sabía quién era y le llamó por su nombre en susurros para que los demás no se percataran. Luca le siguió sin pensárselo, movido por un resorte de disciplina militar aprendida. Una sala anexa acogía a dos hombres en situación dispar: un traje naranja sentaba al preso y otro verde oliva mantenía firme al soldado local. Había perdido la fe demasiado pronto, pensaba para sus adentros. Les dejaron solos. Padre e hijo frente a frente, años después.
Olía a viejo muerto. Llévame contigo, oyó que le dijo. Luca no pudo seguir sentado, por lo que decidió levantarse. Luego se acordó de lo felices que habían sido y salió por la puerta hacia el exterior. Se fumó un cigarrillo empapado en sudor debido a la fuerte humedad de la isla, pero tenía que haber algo más en todo aquello. Cuando volvió a entrar al calabozo, su padre ya no estaba y, en su lugar, unos grilletes como los que usaban los guerrilleros de las montañas libias sonreían al capataz de lo fugaz. Desde la sala de espera a la salida ya no olía tan raro y nadie le dijo nada cuando abandonó definitivamente el lugar.
Serían como unas vacaciones, se dijo, mientras abría la puerta del coche y la pareja de teutones le saludaban con un ademán tan tosco como exótico resultó ser todo al final.
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