Aguas Calientes. Pueblo de paso hacia la Montaña Vieja que
nos recordaba a Andorra, al menos en su funcionalidad. Luego descubrimos que su
mercadillo era todo un mundo, un lugar en el que perderse agradablemente
durante horas.
Después de tanto trajín –de eternos desplazamientos en
incómodos autobuses y distancias enormes-, nos establecimos en la capital del
Imperio, en el mismísimo ombligo; el Cusco reunía en sí la mayor parte de
atractivos que podíamos desear, y el Machu Picchu, la increíble cima que
pretendíamos conquistar.
El día iba a ser largo, pensaba, tardaríamos en olvidar
aquel cuatro de octubre. Hay, pero, poco espacio para la sorpresa, aunque si no
fuera por las sinuosas curvas que recorre el pullman en su tramo final, no
hubiéramos conseguido ni una mínima sensación de cosquilleo; el tren, con el
techo acristalado y su abarrotamiento justificado pero no por ello más
soportable, debía ser un mero trámite no evitable que jugaba con la desesperación
del prójimo bastante a tientas. Me sentí mal entre tanto turista durante casi
todo el trayecto, un interminable tran-tran de menos de hora y media, siempre
al son de las flautas peruanas y una avidez generalizada.
El paisaje, sin embargo, era espectacular. Con la bruma de
la mañana y esos picos tan verdes, a esa altura, adquiría cierto aire
fantasmagórico a la vez que mágico, mientras yo me tragaba mi mala leche e
intentaba respirar un poco. Porque sólo pensaba en llegar, en cruzar la puerta
principal y disfrutar de la maravilla sin más ataduras que las que nos
propusiésemos nosotros mismos. Me acordé, haciendo cola, de Venecia. De la
ciudad-canal. Vagamente recurrí a la esperanza de conocer lo exageradamente
conocido y encontrarlo virgen, casi como Bingham cien años atrás abriéndose
paso entre la maleza a golpe de machete. Y es que la primera vez que la vi me
pareció hermosa, como sacada de un cuento de hadas. Llegaba en Carnavales sin
ninguna expectativa, devorado por las mil y una imágenes que había ido
acumulando sobre sus famosos canales. La realidad demostró que podía superar
cualquier idea preconcebida; con el Machu Picchu sentí algo parecido, y esa fue
nuestra gran victoria: icono de la humanidad archiexplotado que no defrauda al
viajero que lo visita in situ.
A las cuatro de la mañana nos poníamos en pie dejando de
lado el cansancio y el desgaste acumulados, inducidos por el espíritu
aventurero menos cabal, encarnado por el imponente pincho que domina la típica
estampa de la ciudadela inca. El Huayna Picchu se encargaría de vigilarnos a
todos, y nosotros de rendirle su adecuada pleitesía; teníamos que subir esa
puta aguja en el primer turno, el de las siete de la mañana. Con suerte, si nos
apresurábamos, seríamos de los primeros en coronar el pico. Pero no sería tan
fácil: la falta de oxígeno y la irregularidad de los escalones incaicos
convirtió el ascenso en tarea poco más que harto complicada. Al llegar a la
cima, exhaustos y empapados por una fina pero constante (y molesta) capa de
lluvia andina, tardamos unos cuarenta y cinco minutos en otear el complejo
desde las alturas. Es lo que tiene estar por encima de las nubes, pensaba.
La escena que se iba abriendo perezosamente ante nosotros era
prácticamente surrealista. Surrealista por fuera de lo normal: todas y cada una
de las construcciones de aquel jodido asentamiento adquirieron tintes épicos y
un sentido casi metafísico desde allá arriba. Podías retroceder seiscientos
años en el tiempo e imaginar la vida en aquel majestuoso lugar sin problemas,
con sus chaskys trayendo buenas nuevas y las putas llamas pastando libremente.
Después de un desayuno que nos supo a poco, comenzamos el
peligroso descenso precipicio abajo. Para alguien que padece de vértigo es casi
un suicidio, y no fueron pocas las veces en las que prácticamente bajé casi en
cuclillas. Después de casi una hora controlando miedos y una sensación de
abismo cercano, llegamos a la entrada principal, donde nos esperaba el guía
vociferando mi apellido como si le fuera la vida en ello. Portaba una bandera
verde. Nos unimos a otras parejas sudamericanas y empezamos la visita guiada
con mucho interés y ninguna desidia. Un par de horas después, ya con el día
despejado y una única nube asomándose por detrás del Huayna, cierta sensación
de incredulidad flotaba todavía en el ambiente. No estábamos seguros de lo que
significaba, en realidad, aquella extraña cultura, así como los logros que
alcanzaron antes de la llegada de los conquistadores españoles en 1532.
Un deje de misterio envuelve al Tahuantinsuyo desde tiempos
pretéritos. Fueron continuadores de las culturas de los pueblos vencidos en pos
del vasto Imperio que lograron crear de la nada, anexionándose sus territorios
desde Ecuador hasta el norte de la Argentina, siempre por un bien mayor en pos de sus habitantes. No tenían
escritura -al menos no que se sepa-, sin embargo, su conocimiento sobre la
astrología, astronomía y otras ciencias de gran calibre está más que probado,
sobre todo relacionándolas con los ciclos agrícolas (increíbles terrazas de
conreos por doquier). No conocían la rueda, pero movían grandes toneladas de roca caliza no
se sabe muy bien cómo, construyendo magníficos templos y reductos que todavía
siguen en pie. Y, para acabar, tenían su propia visión del cosmos, una rica
amalgama de deidades y unos cultos que no se detenían en el más allá.
Es imposible no sentirse fascinado por semejantes datos (aún
y cuando no están todos, evidentemente), por el misterio que supone un saber
atávico tan desconocido para nosotros. Hay multitud de teorías sobre qué era Machu
Picchu, sobre cuál era su función. Algunos historiadores hablan de ciudadela o
reducto defensivo, otros de residencia para las élites e incluso hay quien
nombra el término ‘universidad’ (de la época, se entiende). Podría ser que,
fuera lo que fuese, la abandonaran ante las noticias de invasión hispana. Que
huyeran a la selva, escondiendo el oro y las riquezas que pretendíamos robar en
el nombre de Dios (y que para ellos sólo tenían un valor simbólico). Sea lo que
fuere, no recuerdo haber visto algo tan bonito y tan jodidamente humano en la
vida, un esqueleto como huella y destello de otro tiempo, un enclave tan
sagrado como especial… una experiencia única.
Me acabo de empapar de esa fina y pesada lluvia. He visto a una civilizacion trabajando, reazando, corriendo, cantando....
ResponderEliminarGracias por este post.
Siempre quise viajar, pero leyendote me da la sensacion que cada dia que pasa es un dia perdido...