Mark Romanek era un nombre que me trasladaba al mundo del videoclip sin necesidad de pensar mucho ni esperar a que me confirmaran la buena nueva.
Siendo no muy tarde, sentía como el frío se filtraba por los viejos engranajes de mi coche alemán, empañando la luna delantera y descartando chaquetas. Puse la Cope pero en El Partido de las 12 sólo hablaban del Mundial de F1, a punto de caramelo, y de un par de telones más.
Camino a casa y habiendo acordado previamente con mi amigo una visita de cortesía, pensaba en las horas tempraneras que debería bordear para poder llegar a tiempo. Al poco de darse el mediodía, volví a mi máquina y me dispuse a enfilar la carretera hacia Manresa. No tenía sueño pero tampoco había pasado una gran noche, ya que parece que últimamente vuelvo a viajar por lugares recónditos en los que maldigo a propios y a extraños.
Al llegar a la Clínica, mi amigo Cesc (aka Pakâo) resumía en su afable gesto todos los enigmas del gran misterio, tan expectante como encogido: no había duda, hoy iba a ser el gran día.
Estuvimos en correas un par de horas, antes del bocadillo y mucho antes del desenlace, en las cuales comprobamos cómo estaríamos dispuestos a asumir un compromiso tan exagerado sin riesgos de ningún tipo, pero con restos de una tensión más bien alta; mientras le aliviaba el sudor de la frente a Marta con una toallita húmeda hecha cinta, no se le ocurrió más que decir que si tuviese un boli no dudaría en pintarle el símbolo de Karate Kid. Yo permanecía sentado en un vetusto sillón marrón -gracias a la diligencia de la Tere, su madre-, presto a reírme sin pausa pero sin dejar de agravar el gesto, sobre todo teniendo en cuenta lo que nos ocupaba y lo que nos había traído hasta ese arcaico lugar.
Me despedí con un sincero ademán emplazándoles hasta media tarde, hora prevista para el doble parto. No puedo negar que estaba deseando llegar a casa. Me sentía cansado, tenía sueño y la cabeza no paraba de hervirme. Pensaba: joder, uno de los nuestros va a ser padre hoy. Y de gemelos, nada menos. Con las bromas de mi amigo me había olvidado de algunas cosas básicas que te ofrece la vida, a lo largo de la existencia. No podía dejar de darle vueltas al asunto. Al hecho de saber o creer como demonios te ves capacitado para aceptar una empresa así, mientras me retumbaban las bien aprendidas palabras de la Tere, credo familiar (llegados a ese punto): si te paras a pensar, nunca es buen momento. Es una cuestión de pura madurez.
Por la tarde no había manera de contactar con el Pakâo. Era una buena sueñal. Ya pensando en el partido de la Roja preparando la cena tras un siestón de órdago, Laura me insistía en saber qué diablos había pasado, si había parido ya o qué. Con los nervios mal almacenados, llamé al Gnöit, miembro destacado de la Alacena y mi confesor particular, que me dio la buena nueva: Biel había nacido a las 18,08 y Cesc a las 18,10. Todo había ido bien y la mami estaba estupendamente. Lo celebramos brindando y con el posterior récord de los 46 goles de David Villa.
El padre estaba loco de contento; una llamada tras el primer gol de Plasil confirmaba lo anticipado por el Gnöit y nos permitía darles la enhorabuena de primera mano. No cabía en sí, me dijo: eh, és lo més gran que et pot passar. Fes-me cas, con una emoción difícil de contener. Un análisis rápido del partido también ocupó su hueco, como no. Nosotros ya estábamos en el sofá, zapeando y esperando los goles del Guaje. Atentos al WhatsApp, orgullosos al ver a los gemelos por primera vez y antes de ser rescatados por los embrujos del doctor sueño, patrón filibustero, hilo conductor del primer año de toda una eternidad por recorrer.
Se cierra el telón. Pienso en dos poemas y en esa agradable dualidad que da el equilibrio que necesita este mundo, fuera del 25 de marzo, histórico día en que uno de mis amigos dio a la luz a la primera descendencia de la Alacena.
Este escrito va dedicado a vosotros, papis (Marta i Cesc), y a la memoria de los dos churumbeles, Biel i Cesc. Larga vida.
Cent'anni!
Siendo no muy tarde, sentía como el frío se filtraba por los viejos engranajes de mi coche alemán, empañando la luna delantera y descartando chaquetas. Puse la Cope pero en El Partido de las 12 sólo hablaban del Mundial de F1, a punto de caramelo, y de un par de telones más.
Camino a casa y habiendo acordado previamente con mi amigo una visita de cortesía, pensaba en las horas tempraneras que debería bordear para poder llegar a tiempo. Al poco de darse el mediodía, volví a mi máquina y me dispuse a enfilar la carretera hacia Manresa. No tenía sueño pero tampoco había pasado una gran noche, ya que parece que últimamente vuelvo a viajar por lugares recónditos en los que maldigo a propios y a extraños.
Al llegar a la Clínica, mi amigo Cesc (aka Pakâo) resumía en su afable gesto todos los enigmas del gran misterio, tan expectante como encogido: no había duda, hoy iba a ser el gran día.
Estuvimos en correas un par de horas, antes del bocadillo y mucho antes del desenlace, en las cuales comprobamos cómo estaríamos dispuestos a asumir un compromiso tan exagerado sin riesgos de ningún tipo, pero con restos de una tensión más bien alta; mientras le aliviaba el sudor de la frente a Marta con una toallita húmeda hecha cinta, no se le ocurrió más que decir que si tuviese un boli no dudaría en pintarle el símbolo de Karate Kid. Yo permanecía sentado en un vetusto sillón marrón -gracias a la diligencia de la Tere, su madre-, presto a reírme sin pausa pero sin dejar de agravar el gesto, sobre todo teniendo en cuenta lo que nos ocupaba y lo que nos había traído hasta ese arcaico lugar.
Me despedí con un sincero ademán emplazándoles hasta media tarde, hora prevista para el doble parto. No puedo negar que estaba deseando llegar a casa. Me sentía cansado, tenía sueño y la cabeza no paraba de hervirme. Pensaba: joder, uno de los nuestros va a ser padre hoy. Y de gemelos, nada menos. Con las bromas de mi amigo me había olvidado de algunas cosas básicas que te ofrece la vida, a lo largo de la existencia. No podía dejar de darle vueltas al asunto. Al hecho de saber o creer como demonios te ves capacitado para aceptar una empresa así, mientras me retumbaban las bien aprendidas palabras de la Tere, credo familiar (llegados a ese punto): si te paras a pensar, nunca es buen momento. Es una cuestión de pura madurez.
Por la tarde no había manera de contactar con el Pakâo. Era una buena sueñal. Ya pensando en el partido de la Roja preparando la cena tras un siestón de órdago, Laura me insistía en saber qué diablos había pasado, si había parido ya o qué. Con los nervios mal almacenados, llamé al Gnöit, miembro destacado de la Alacena y mi confesor particular, que me dio la buena nueva: Biel había nacido a las 18,08 y Cesc a las 18,10. Todo había ido bien y la mami estaba estupendamente. Lo celebramos brindando y con el posterior récord de los 46 goles de David Villa.
El padre estaba loco de contento; una llamada tras el primer gol de Plasil confirmaba lo anticipado por el Gnöit y nos permitía darles la enhorabuena de primera mano. No cabía en sí, me dijo: eh, és lo més gran que et pot passar. Fes-me cas, con una emoción difícil de contener. Un análisis rápido del partido también ocupó su hueco, como no. Nosotros ya estábamos en el sofá, zapeando y esperando los goles del Guaje. Atentos al WhatsApp, orgullosos al ver a los gemelos por primera vez y antes de ser rescatados por los embrujos del doctor sueño, patrón filibustero, hilo conductor del primer año de toda una eternidad por recorrer.
Se cierra el telón. Pienso en dos poemas y en esa agradable dualidad que da el equilibrio que necesita este mundo, fuera del 25 de marzo, histórico día en que uno de mis amigos dio a la luz a la primera descendencia de la Alacena.
Este escrito va dedicado a vosotros, papis (Marta i Cesc), y a la memoria de los dos churumbeles, Biel i Cesc. Larga vida.
Cent'anni!
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