Diecisiete días sin fumar son suficientes, pero todavía no me atrevo a afirmar nada concluyente al respecto.
No, porque tengo ganas de fumar y a veces me escondo. Y no por que sí, lo confieso: mi abstinencia no ha sido del todo rigurosa.
Siempre me ha resultado difícil polemizar con el libro de las pasiones. A ellas, en cuanto decidiera exiliarme, no habría que recurrir. Sin embargo, desconozco esa explosión de sentimientos, como algo interno; más bien lo visualizo como un fogonazo, sobre un debate externo, no muy alejado de las matemáticas y los malos humos.
Poca apatía secular: en los días que llevamos de año nuevo, acato nuevos propósitos como señuelos de una trampa efectiva, por si se alarga una tregua similar {dudaría en rendir pleitesía a tan flamantes astros}. Y mejor si oigo aquello que todavía demacre mi cara un poco más.
No sé una mierda sobre seguros. Y sobre coches mucho menos. Tampoco me sorprende lo del color. Ni lo de la plaza aquella, aunque… ¿quién se atrevería a morir de pie? Antes me lo preguntaba más a menudo.
De una combinación que no rehúya parásitos depende todo; pese a Él y otras fuerzas mayores, preferiré pasar de puntillas por si acaso y ya que mis prioridades cambiaron a tiempo. No es una cuestión personal: dentro de mis posibilidades nado (y reparo).
Me gustaría que dejar de fumar fuese una realidad. ¿Puede que hubiera un tiempo en que fuera una simple herramienta social? Como recordar con memoria fotográfica el día que dejé de comer nueces {estúpidamente, se entiende}, tras la potada del siglo y un pasillo inundado de caparazones cerebréticos. O tantas otras cosas que mutan, a riesgo de aniquilar a posibles monjes aturdidos y paciencias varias: a estas alturas, descubrir a Vila-Matas no es ningún ardid.
El límite lo marca el reloj, no mi abstinencia.
corres como un gay, no serás gay?
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