martes, 17 de junio de 2008
REGENTAR RESPLANDORES
El verano había llamado a las puertas de sus entrañas.
Oscuras borrascas se alejaban y parecía que se lograba un compromiso de "no desfallecimiento".
Por el momento, aunque Enzo sabía que tarde o temprano aparecería alguna recaída. Esta vez no estaba dispuesto a permitirle demasiado espacio a semejante guadaña desenvainada, pese a que los bolsillos -por roídos- no le alcanzaban.
Puede que hiciera sólo lo necesario para no desfallecer.
El sol salía cada mañana por su ventana, inundando toda la habitación de algarabía y esperanzas renacidas. Empecemos por ahí.
Tanto tiempo perdido -porque qué hicimos hasta estos tiempos- al abrigo del gran impostor, mecenas y mediador de los dos mundos,
que hoy en día sentía que tenía todo el derecho a burlarse de él;
alojado -como todo parásito que se precie- donde más duele, huésped desagradecido que con un grito de honda desesperación, asfixiado, reclama su trono -logrado en buena lid-, pese a haber perdido su demoledora atracción.
Como una letanía, abogaría por un final triste y desolado, y si me preguntáis que puertas veía, os responderé que muy pocas más bien las justas, pero es que antes no había ninguna...
Sólo las necesarias para no desfallecer.
Enzo se lo repetía una y otra vez, autoinflingiéndose coscorrones a lo Marty Mc Fly. ¿Hay alguien en casa?
¿Conseguiría ella entenderlo?
Pero con el monstruo adormilado y fuera de combate se abría la veda.
Conocía esos lugares, pero la intensidad le era ajena, tan tacaña como su embotellada ranciedad. Incapaz de saber, "nunca sabré si lo que soy, lo soy realmente o lo parezco" (porque Pessoa ya estuvo aquí mucho antes que nosotros), cual poeta abrumado por el peso de la existencia, no descubría ninguna otra opción,
si bien era el lugar adecuado,
en el momento exacto. El oráculo les era propicio, la ciudad apenas se quejaba y el mar no andaba lejos.
Era el momento de apostar a caballo ganador.
El deseo prolongado en espiral, que diría ella, en la dulce prisión del placer y el deseo habitado.
Eso debía bastar al impaciente iglú,
almenos por esta noche.
Siempre supo que se trataba de ella.
Lo supo desde el segundo instante en que la vio.
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