Una abuela que baja al pueblo a hacer la compra da un mal paso y se pega de bruces contra el suelo. El chichón es considerable, pero más allá de la evidente humillación y la contusión en sí, hay un hecho objetivo e irreparable: no se puede levantar.
Pasan los minutos y también los coches, sin duda vecinos ellos, hasta cuatro. Y la acera continúa fría, yerma e impasible como la luna. Parece imposible no verla, y la casualidad es tan mala que el quinto coche que pasa es el de su nieta, que frena spaventata y corre a auxiliarla. Àvia, què ha passat? Quanta estona portes així?, le pregunta con agitación.
Resulta que una niña de Sexto que cumplirá doce años este 2023 es un encanto: siempre está pendiente de mis hijos y Luca, que acaba de llegar a la decena, curiosea aquí y allá sin saber muy bien cómo operar (lo que resulta divertido a la par que interesante). Nos saluda cándidamente cuando nos cruzamos y, estos días en los que había feria por san José y yo sufría por tener que rascarme los bolsillos con las malditas atracciones, había un extraño aparatejo con forma de bañera o redonda loca, no sabría cómo llamarla, que era la absoluta estrella del lugar.
Pues allí estaban las niñas, ésta incluida, esperando para subirse, haciendo sus tiktoks, pegándose sus bailoteos con su móvil mientras de fondo sonaba la típica música de feria chirriante. Y Luca y yo, que en ese momento estábamos sentados juntos en las gradas del parque con M., amigo de su clase que tiene más calle que un ceda el paso, las observábamos divertidos. De repente, la niña nos mira y, con otra de su grupo, señala a Luca y grita: en aquesta cançó surt el teu nom!
En el devenir de miradas, pantallas, localizaciones exactas y padres ociosos que todavía me preguntan de dónde coño he salido yo, M. mira ojiplático a Luca, con quien se escurre entre confidencias que me alejan y desconciertan por igual. Me vuelvo loco buscando la puta canción. Mi segunda reacción es ponerme las manos en la puta cabeza.
Luego pienso, tras calmarme, que independientemente de las pequeñas miles de bombas incendiarias emocionales semanales que se desactivan en los trabajos como el mío e incluso en las almas menos atribuladas, hay entre el gentío un sentimiento generalizado de que “la sociedad se está yendo a la mierda”. Sobre todo después del Covid.
El tipo que me contaba lo de la abuela es el propietario del colmado del pueblo con más solera, y lo hacía con una vehemencia impropia de su posición desahogada: estaba indignado (cuando normalmente todo aparentemente le resbala). Fue el viernes mientras hacía recados con los niños, paseando por la avenida principal, entrando en este negocio y aquel, con los almendros en flor ya. Fue después del tema del parque, de las niñas y M., el amigo de Luca, que también tiene móvil y lo lleva mimetizado con su patinete de manera tan despreocupada como confiada (tan seguro de sí mismo está el majete), y después de que dos coches tuneados aceleraran a toda hostia causando estruendos y miradas de hastío entre els vilatans; con los detenidos de hace una semana volviendo a ocupar sus esquinas de siempre como si nada, como si estuviéramos en el barrio napolitano de Scampia o en las calles de Baltimore o no importase ser Ja Morant estos días en los que la estrella de la NBA, como según comentó, va a empeñar todo su ánimo y esfuerzo en mostrarle a todo el mundo la clase de persona que es en realidad.
Miedo me da. Y es que ni siquiera estamos en Barcelona o en mi Manresa natal, tan denostada los últimos tiempos, tan degenerada: estamos en Gironella, somos de Gironella, un pueblo del Berguedà de poco más de cinco mil habitantes del interior catalán. Un lugar que creíamos a salvo de la deriva y que me ha atrapado entre polos como a un quinceañero.
De las muchas preguntas que surgirían de estas líneas, sólo suelto un par a los cuatro vientos, por si hay alguien ahí afuera:
¿Qué cojones está pasando? ¿O es que, simplemente, no está pasando nada?
Javi, años llevamos predeciendo lo que esta viniendo. Coraza y a proteger a la famiglia y allegados.
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