jueves, 18 de agosto de 2016

LA HUIDA

Siempre estamos huyendo. Huir p'alante o por los recovecos, escaparse: no hay otra manera de vivir.
El pasado ya no existe y el presente choca con el ansia por descubrir el futuro, un desasosiego que parece no tener fin.
Lo único que cuenta es anticiparse, llegar antes que los demás para salir indemne y que nada te sorprenda tanto como para que tus vergüenzas destruyan todo aquello que te identifica.

He estado pensando mucho estos días en que he vuelto a recuperar cierta rutina física deportiva; he corrido por los caminos que desde hace cinco años he hecho míos, siguiendo la moda de correr que empecé entonces, y he hecho sprints como un loco sudando tanto que no recordaba que mi cuerpo pudiera supurar tanto.
Las vacas han vuelto a pastar por estos campos míos y he visto más animales que nunca: una ardilla que subía por un árbol, como en Alvin y las ardillas, y muchos conejos, por lo menos cinco o seis. Uno incluso lo vi perfectamente delante mío, hasta que no menos de a dos metros retrocedió y se escapó a toda leche por una frondosa arboleda. Parecía que me esperaba, el jodido. No tuvo miedo a mi llegada -no es que sea Usain Bolt, entiéndanme- y me aguantó la mirada unos segundos y todo, con esos profundos ojos negros. El hombre y la naturaleza en comunión, pensé. Luego me sobrevino un escalofrío que me ha costado abandonar, un brivido cercano a la conspiranoia gracias a los amigos de Stranger Things, la serie del momento.
Sea como fuere, después de un año en el dique seco por culpa de mi espalda, recuperar el empeño en conseguir una buena forma física -quizás también con el agravio de la boda de septiembre- me ayudado a ver las cosas con un poquito más de claridad. Es como si el ejercicio físico extenuante aclarara mis pensamientos, consiguiendo perspectiva donde antes solo había oscuridad o bloqueo. O puede que solo me ponga contento y de buen humor volver al ruedo, no sé.

Tengo a mis endorfinas revolucionadas. Es que también tengo ganas de casarme, joder. No por el día, porque sé que lo voy a pasar mal aunque insista en que no hay nada tradicional como pastel o baile o regalos o esas gilipolleces de salón. No me gusta no pasar desapercibido pero tampoco puedo beber esta vez, así que no sé cómo diablos voy a hacerlo. ¿Conocéis algo que mi organismo pueda segregar artificialmente y no me deje muy paposo?
Es en estos acontecimientos cuando no se abre la boca solo para comer: todo son contratiempos, para los que organizamos, todo son demandas y caras largas. Siempre hay algún familiar o amigo despechado que siente la necesidad de hacerse notar, como la invitada que acude de blanco al convite, pretendiendo así eclipsar a la novia.
Siempre estoy huyendo, sobre todo cuando llega mi hora en el curro. A veces no saludo, seguro que algunos piensan que soy un borde. Solo cuando me atrinchero en mi palomar, con los míos, me siento seguro, ya que mis costras no me hacen sentir mal por mierdas sociales o convenciones creadas con bases de barro; la amistad pierde escalafones a medida que pasan los años, pierde fuelle,  hablábamos esta noche con mi colega Raúl: las decepciones son cada vez menos frustrantes porque es demasiado fácil acostumbrarse a ellas. Te tomas con naturalidad un desaire que antaño te hubiera parecido la ofensa del siglo porque, qué cojones, ya somos grandecitos y tampoco pretendes poner en apuros a nadie. En cuanto a mi, cada vez siento menos aquella necesidad imperiosa de dar explicaciones y acabar imponiendo mi punto de vista. Intento simplificar mis relaciones para centrarme en lo verdaderamente importante: la familia. No es una cuestión de vida o muerte, la amistad y el sociopatismo digo, con el paso de los años.
Quédense con esa bonita idea ahora que aun hace calor.


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