Una de las cosas que nunca te he dicho es cómo amo el mar. Perdón, la mar.
Incluso si es de noche, como hoy, y he bebido hasta quedarme solo, como ahora, y la percibo allá en el fondo no tan lejos desde el terrao de mis amigos aquí en la Costa Daurada.
Oteo sus luces pálidas que no consigo enfocar, huelo el aroma a arena y sal que lo inunda todo dándole una pátina de circunstancialidad y aventura a estos días de verano.
Porque todo es posible en la mar, hasta desaparecer si hace falta. Es San Juan y todavía arden los corazones de la noche más corta y el aire transporta partículas físicas que al entrar en contacto con mis desnudos pies me sorprenden dejando el rastro tiznado de una pólvora que muy cara no debe ser.
Aunque no te veo, sé que estás ahí. Puedo sentirte. Me llega el rumor del oleaje como una necesitada letanía para mis viejos oídos. Cuánto te he echado de menos, mi amor. Porque el que no tiene la mar cerca, ya sea a una hora en coche o a cinco minutos andando si tienes que hacer el esfuerzo, anhela el tesoro de no tenerla más que otra cosa. Porque la mar es amar, es placer, es dolor... y es silencio roto en estos lares poco nostálgicos por el puto tren de cercanías...
La mar es querer vivir, es la llama que está encima nuestro, un grito imperceptible que reclama obediencia y humildad desde el secreto de los cofres perdidos que reclaman su porción de legitimidad en una esquina, de la misma manera que mis retoños y mi futura esposa descansan sabedores de que son amados mientras escribo como yo siento la mar en estos momentos aquí, sentado, entre mi copa y mi soledad que me produce la mar, mi debilidad.
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