No quería envejecer.
Tenía un miedo atroz a la enfermedad, esa que ahora le rondaba y antaño lo extrañó.
Solía pensar que todo cambio era beneficioso, que la dormidera acechando no podía ser buena compañera, pero El Caminante, errante en su joven naturaleza, no entendía todavía los resortes de una vida erguida y desaprovechada.
Cuando se topó de frente con aquella maravillosa mesa, entre la maleza y la salvaje promesa de un futuro sin prisas, le sobrevino un ataque que haría temblar a los mismísimos demonios de Leonardo.
A su sombra yacían los escombros de un pasado al que pretendía homenajear como réprobo de la memoria de corto alcance, artista de una eterna languidez utilizada como escudo de marras.
¿Qué había cambiado? Las compañías que lo circundaban, entre otros asuntos y no tanto los laborales. Los tatuajes.
Echaba mucho de menos a los amigos de verdad, a los de siempre. Es como si crecer y madurar y envejecer y procrear lo apartara inconscientemente de ellos, como la rama seccionada del árbol yermo símbolo de una tierra que se debate entre el hoy y el ayer.
No quería envejecer, se decía, 'solo tengo treinta y cuatro'. Y un lumbago y unos dolores que jamás había experimentado. También ha estado en lugares inhóspitos y ansiaba viajar a los Estados Unidos de América a por Albert * y a la Guayana Francesa con il marchese y sus bosques milenarios, achaques, todos ellos, que nunca parecían querer desaparecer.
Se había adelantado a la crisis de los cuarenta.
Era más de playa, de sol aprovechado. Echaba de menos el sur. Y el ser joven.
Notaba que estaba envejeciendo, y lo odiaba. Y a los anillos de los árboles altos y fuertes y a Malick que les jodan.
*ESCRITO DEDICADO A ALBERT EN SU TRIGÉSIMOPRIMER ANIVERSARIO.
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