Varón caucásico, sin antecedentes. Paro cardíaco en el día de su sexagésimo segundo cumpleaños, cuatro días después de jubilarse.
(...)
¿Cuántas veces se repite semejante axioma? O semejante putada, más bien.
Luego vienen las típicas frases auto complacientes, que casi duelen más que la propia muerte (el hecho propio de desaparecer de la faz de la tierra): un día estás, y otro de repente pum. Y luego preocupándonos, malgastando tiempo con mierdas del día a día, con el dinero, que si no llegamos a fin de mes y tal. Y las guerras, el cambio climático y la conservación de la fauna; las disputas políticas, el mal humor. Y todo esto para qué. Si podrías pillar un cáncer o desaparecer en este mismo instante.
Qué cojones… ¿y si hubiera algo más, otro mundo donde volver a empezar? Cuesta creer en nuestra civilización ultra tecnificada, ¿verdad? Pero… ¿y si solo fuera la mecha para tener carta blanca y hacer de nuestra experiencia terrenal un carpe diem encendido y ardiente?
Con todos los chismes que tenemos a nuestro alcance, no sé cuántos de nosotros pensamos en la muerte como algo posible sin dejar una bala en la recámara, no quemando todos los cartuchos.
Mi hijo de seis años lleva varios días preguntándome por eso. Papi, ¿qué pasa cuándo nos morimos? El primer día le dije: hijo, cuando nos morimos... ehem... pues nuestro cuerpo físico desaparece y, según algunas culturas...
Me visualicé a mi mismo explicándole los diferentes estadios (Bardos) del deceso según el Budismo, algo que siempre me ha interesado, pero acabé la frase con un … se dice que nos reencarnamos en otro ser vivo esperando darle carpetazo al asunto sin sospechar que asomarían nuevas preguntas, algo obvio por otro lado; Papi, ¿qué significa reencarnarse?, a lo que yo respondería con un lacónico: volver a nacer.
Y ahí se acabaría la conversación del primer día. En su mente de seis años, Luca simplemente torcería el gesto para soltar una sonora carcajada (jo no vull tornar a la panxa de la mama) y salir corriendo luego por las habitaciones de la casa.
A medida que nos vamos acercando a los cuarenta, pues, surgen nuevos desafíos a los que hacer frente. Las separaciones, por ejemplo. O los problemas de pareja. No conozco a ningún amigo que no haya pasado — o esté pasando— por alguna de las dos etapas mencionadas. El miedo a quedarse solo, al cambio radical que supondría con niños de por medio, la afectación emocional derivada de semejante trance… el volver a empezar. Como padres jóvenes, puede que algún cónyuge sienta la imperiosa necesidad de saltar del nido, de probar nuevas experiencias. Si la vida se nos escurre, ¿por qué sufrir con las veleidades del día a día? Si no duermo porque mi hijo tose toda la noche, porque me paso las mañanas corriendo con el agua al cuello; que si grito para que los peques me hagan caso, que luego no me comen; que además he de limpiar la casa y no tengo tiempo para mi y cuando llega la noche y ya no puedo más, el bebé se mea en la cama y llora desconsoladamente hasta las cuatro de la mañana con ese sonido infernal que te taladra el cerebellum y se te mete dentro del ánimo y la paciencia hasta dejarla hecha añicos, y luego mi pareja me pide mambo y yo lo único que quiero es dormir y descansar y, qué coño, puestos a elegir, desaparecer, fundirme con la nada.
Mejor llegar a un acuerdo y repartir responsabilidades quince días al mes. Visto así, ¿no os parece hasta lógico que haya separaciones por doquier? ¿Que lo que ayer era imposible hoy sea posible? Yo no estoy aquí para sufrir. Como vivimos en un perpetuo estadio de inmadurez*, donde las decisiones tomadas nunca son irreversibles, tenemos carta blanca para no ser consecuentes y volver a tomar nuevos rumbos que afecten a terceros y a cuartos sin remedio. Y lo mejor es que no pasará nada, porque está bien visto vivir el momento, el carpe diem que comentaba al principio. No tengo peros que manifestar al respecto porque, como humanos que somos, el libre albedrío va ligado a nuestra naturaleza salvaje. Lo que no me gusta, y no quiero ser agorero con esto, es la pérdida del interés en el legado que pretendemos. La clase de persona que queremos ser. Y aquí enlazo con la visión oriental sobre la muerte, ese “desmayo” previo al encuentro con la Gran Luz de la Conciencia. El Renacimiento final va ligado a la propia capacidad para escalar estadios y liberar nuestro ser auténtico. Si has sido un puto cabrón en tu forma de vida terrena lo tendrás mucho más difícil, que es casi lo mismo que decir si no te portas bien irás al infierno. Es en esta mescolanza de tradiciones donde se repiten las mismas ideas una y otra vez, desde el antiguo Egipto hasta la India pasando por nuestro judaísmo, del que somos deudores, cosa que nos lleva a pensar en que hay una raíz sospechosamente plausible y veraz en todo ello.
Ojalá viviéramos en un perpetuo estado de enamoramiento. Quizá es esto lo que buscamos cuando nos separamos o cuando buscamos una aventura. Como dice la publicidad de una conocida agencia de contactos: ponga a una/un amante en su vida, ¡verá como luego en casa está más relajado/a! Todo es tan confuso y relativo que, al final, solo nos queda abalanzarnos sobre la barra libre porque todo tiene cabida en el cajón desastre que somos. Y a tirar p'alante, caiga quien caiga.
Dicho esto, cada uno es libre de hacer lo que quiera, incluso de publicarlo en la red (faltaría más). Pero a mi no me encontraréis ahí, al menos no así (porque meto la cabeza debajo la madriguera y, en caso de hecatombe, no salgo hasta que me sangren los dedos de tanto escribir). No pretendo defender el modelo de familia tradicional porque soy muy consciente de la sociedad líquida en la que vivimos no solo no puede decirte quién eres si no que además no tiene nada que hacer a la hora de crearse cada uno una identidad. Y esto, hoy en día, es un gran avance.
Lo que pasa después de la muerte, nadie lo sabe. Hay indicios, como decía, sospechas según bagajes. Lo que sí sabemos es lo que hay que hacer con la vida, y es intentar dar ejemplo con nuestros actos. Y luego puede que quede algo en el más allá.
Lejos quedan ya los tiempos en que aspiraba a dejar huella por mi yo. Ahora solo pienso en querer a mi esposa hasta el último aliento y en intentar desarrollar a las dos personitas a mi cargo lo mejor que pueda. Enseñarles a ser respetuosos, a hacerse valer por ellos mismos, y a ser consecuentes con sus actos sin discriminar ni dejar de escuchar a nadie.
Quiero que sean felices, libres, y, sobre todo, que no se pongan barreras ni fronteras.
Quiero que sean felices, libres, y, sobre todo, que no se pongan barreras ni fronteras.
Y quiero querer a mi sobrina.
Y, si tengo que morir, quiero morir sabiendo que ha habido vida.
¿Cuántas veces se repite semejante axioma?
*Como casi millennials, somos hijos del avance tecnológico desmesurado y hemos crecido con todos los medios a nuestro alcance. No pretendo juzgar el grado de maduración de nadie.