Vuelve a haber un muro entre mi mundo laboral y mi
yo saludable, esta vez en forma de cortina blanca.
Son apenas las ocho y diez, acabo de salir de guardia. 'Ya sabes, cuando venga el médico', la espera dice. Habla la voz de la experiencia, una mujer que, casualidades de la vida, me acunó entre sus brazos durante mis primeras horas de vida.
Empiezas y acabas en un hospital, aunque en mi caso parece que voy a tirarme toda la puta vida entre batas blancas.
Veo gente de prácticas, rostros imberbes que deberían ansiar el pinchar y sin embargo solo bostezan; por eso me sorprendo al verla entrar en mi box, el número 12, con aire decidido. Está algo regordeta, es morena y tiene el pelo mal recogido cayéndole por los rechonchos hombros. Sé por donde va a ir:
'De dónde eres, Javier?', y en esa voz resolutiva, sin mirarme a la cara, incluye una suerte que me hace extranjero sin saber muy bien por qué, como si estuviera en algún lugar de paso tipo Ibiza o hubiera vuelto a alguno de mis exilios.
'Has visto mi apellido y no te has podido estar de preguntar, verdad?' Se gira abruptamente, como si descubriese un gran secreto:
'Soy de aquí, mi padre es oscense, de un pueblucho de Monzón. Y tú, de qué parte eres?'
La verdad es que estoy acojonado. Por suerte, mi sueño y el cansancio acumulado mitigan esa horrible sensación de estar a merced de alguien, esa vulnerabilidad. Incluso en esas me permito el lujo de ir de listo.
Como últimamente en mis rutinas, solo hay ancianos aquí. Todos hablan de lo mismo. En las casillas que mi estudiante rellenaba había espacio para el Sintrom, la diabetes y otras bondades propias de la edad. Yo respondo que NO a todo, cosa que por cierto no atenúa la insularidad que me provoca este lugar. Bizqueo amablemente y me deja en paz, qué respiro. Su acento la delata.
Hacerse viejo no es muy recomendable; en temas de salud, todo me retrae a ese estadio futuro e irreversible. En cierto sentido, los abueletes que ya no son autónomos no se diferencian mucho de los primeros problemas de fin de juventud que puedas tener: entrar en el círculo vicioso de pruebas, visitas, médicos insolentes, enfermeros novatos, dolor. Conversaciones de supermercado, esperas interminables, los recortes en sanidad. Y todo el mundo con los nervios a flor de piel. Y, en esos espacios, todos somos iguales, conejillos que se disponen a donar su integridad en espera de una vida más placentera, en espera de una vida sin dolor.
Luego está el parque. Ay, el jodido parque. No tengo bastante con soportar miradas que señalan mi lejanía provinciana, no. Nadie quiere sufrir. Es el mantra de la humanidad: sí, pero sin sufrir. Sí, pero desde el sofá. Cuando bajo solo con el niño lo paso mal. No sé cómo moverme, mi cuerpo debe ser rígido como una puta mole de cemento, no encuentro el modo de no parecer fingido. L., mi bebé, está en constante movimiento, así que yo le ando detrás mientras intento que el ridículo de un pelotazo no me sobrevenga, quedando así expuesto a mis vergüenzas. Puede que levante el mentón saludando con algún sonido gutural de añadido como mucho, no intervengo demasiado. L., que es el jodido único niño de dos años que quiere jugar con los de diez y roba las pelotas de todos, se lo pasa en grande, ajeno a mi incomodidad permanente.
La veo venir de lejos, con el rictus más que serio, es una madre que viene directa hacia mi, hacia nosotros. No me da tiempo a pensar mierda, préparate:
(...)
Que li dona la pilota al meu nen? Me dice, enfadada. Como yo solo observo, noto que no me suena de nada y que puede que le molesten cosas que no vienen a cuento. Parece realmente irritada.
Sí, clar, tot i que bueno, és difícil, y suelto una carcajada.
Ah si bueno difícil... recriminando.
Me quedo atónito. Coge la pelota, al niño, se da la vuelta y se marchan del parque. Yo como un tonto, pensando que los niños cogen los juguetes del resto de niños, sobre todo los de los demás. ¿Qué tienen que decir los padres a eso? ¿No es algo natural, algo como para no intervenir, como genitores? Que haya visto de todo no significa que no siga sorprendiéndome. Y cuando escribo esto pienso en los gemelos que van al parque con sendas gorras y gafas de sol. Me los imagino ahora en verano con la cara embadurnada de crema, protección cincuenta. Pero no les juzgo, eh, solo que yo no quiero ser así.
Le cojo la matrícula y rabio por dentro. Cada padre es un jodido mundo, me digo, no vale la pena intervenir. Luego soy capaz de rebuscar entre mi mierda el mantra que tengo que interiorizar para intentar invertir la tendencia: deixo enrere el passat i estic en pau ara i aquí. Deixo enrere la ràbia, el dolor i el neguit del passat i estic en pau ara i aquí.
Dejar atrás el pasado. Olvidar toda la ira y rabia acumulada, encajonar estos sentimientos negativos en algún rincón de mi ser y tirar la puta llave a tomar por culo.
Decisiones como no volver al puto parque yo solo, hablar menos. Escuchar sin desconectarme, eliminar esos malditos muros blancos y esperar al segundo grado sin que mi yo saludable se resienta.
Ya son casi las diez. Me voy a desayunar a la granja que está justo al lado del bar donde empezó todo. Como rápido, ya no soporto estar solo, ni siquiera me acabo el batido. Esta noche tengo que volver.
Ya es primavera y llevo una semana tosiendo (mi quinto constipado).
Y es que hacerse viejo apesta, joder.