HISTORIAS DEL MARQUESADO DESDE AL-DAR, ('LA CASA')
A casi mil trescientos metros de altura, en la cara norte de Sierra Nevada, se halla un valle rico en hierro y pizarra, verde por sus castaños de anchos troncos y árboles caducifolios que aguantan los áridos veranos sin llegar al paisaje lunar del spaghetti western de Tabernas, en Almería.
Los almendros rechinan alegres a nuestro paso, digo al insuflar aire ardiente, abrasado: no es mal lugar para una fortaleza y su muralla, con su foso para los cocodrilos y los despistados, por no hablar del aceite hirviendo.
- Hay un monte más alto y mejor ubicado justo al lado, no sé por qué no lo hicieron ahí.
- Era un regalo para su amada, no creo que Don Rodrigo pensara en geoestrategia después de la Reconquista.
- Y, entonces, ¿cómo es que lo construyó en apenas tres años, de 1509 a 1512?
- Se ve que hizo traer a ingenieros renacentistas italianos y todo. Creo que los moros se resistían a irse o a convertirse todavía.
Mi imaginación vuela por entre los olivos de la carretera que debieron recorrer aquellos hombres del medievo en jornadas extenuantes bajo el sofocante cielo andalusí. El hombre que cuida la fortaleza nació en ella, por lo que su testimonio resulta providencial. Viene los miércoles y hace visitas en grupos reducidos. La entrada es 'a voluntad'; una vez dentro, suelta la historia como un chascarrillo con espacio para alguna broma sobre prisioneros y mazmorras que hoy merecerían algunos. Menudo era don Rodrigo, 'más rico que el mismísimo rey'. Al salir, el anciano observa la billetera con el semblante de Gollum y su obsesión y le damos un billete rojo que no creo que quede registrado ahora que Pujol tal y pensamos, joder, ¡este viejo se saca una pasta semanal que no veas!
En la falda de la cordillera penibética, majestuoso como el señorío entero, desde lo alto, La Calahorra guarda un secreto que da eternidad y alas a la familia; a las puertas de tanta belleza, Aldeire es un pequeño reducto reconocido por su hospitalidad y las cruces rocieras que adornan sus casas de anchos muros recubiertos de cal.
Después de ojear el mármol de Carrara y lo sublime de robarle tiempo al sol, tras la siesta de rigor, no es difícil perder la noción del mismo escapando a su percepción negativa, relajando esfínteres y espíritus al son del baile agotador de nuestro pequeño retoño, imitador nato y bailaor de pura raza.
El astro rey, que se apresura a esconder como si ya hubiera hecho demasiado, todavía pica, sofoca: son más de las ocho y media y no hemos ido a ver al santo, como lo llaman aquí. El primo de Laura hizo la subida en 11 minutos ¡con su prometida a cuestas!, si bien yo tengo dudas sobre lo exagerado de esa historia de juventud; lo escribo con el máximo respeto por Dominguito, ese es su nombre, el hijo del tío de Laura, Domingo, un hombre de los de antes con su mostacho y su sombrero y su voz inquebrantable emanando autoridad por doquier.
Mi suegro y yo nos desperezamos y nos calzamos las botas yo, por dejadez, él sus buenas S. de travesía. Llevo muchos días sin hacer deporte y al principio respiro con mucha dificultad, como un cerdo vietnamita. Antes de llegar a la cima, al Castillo de la Caba, acelero motivado por las paredes de barro y fango supervivientes al acero cristiano y me sorprendo sobre manera al ver lo que parecen almacenes de algún tipo y luego me dicen que eran ¿estancias? de un complejo enorme que no concuerda con el suelo que estoy pisando.
Me acaba importando una mierda, nunca fui bueno en arqueología. Me siento radiante y justo vemos como el sol se escabulle por entre los cerros de la nevada y el Cristo -no el santo-, maltratado pese a la orografía, nos ampara y parece incidir en lo bello del lugar y, mi respiro, a casi mil trescientos metros de altura, se convierte en gozo y alegría por estos maravillosos días mientras desciendo -intentando no caerme ni tropezar con ningún matulo- en busca de una buena pieza de la abundante pizarra del lugar (pensando en qué parte de la nueva casa acabará).
En la falda de la cordillera penibética, majestuoso como el señorío entero, desde lo alto, La Calahorra guarda un secreto que da eternidad y alas a la familia; a las puertas de tanta belleza, Aldeire es un pequeño reducto reconocido por su hospitalidad y las cruces rocieras que adornan sus casas de anchos muros recubiertos de cal.
Después de ojear el mármol de Carrara y lo sublime de robarle tiempo al sol, tras la siesta de rigor, no es difícil perder la noción del mismo escapando a su percepción negativa, relajando esfínteres y espíritus al son del baile agotador de nuestro pequeño retoño, imitador nato y bailaor de pura raza.
El astro rey, que se apresura a esconder como si ya hubiera hecho demasiado, todavía pica, sofoca: son más de las ocho y media y no hemos ido a ver al santo, como lo llaman aquí. El primo de Laura hizo la subida en 11 minutos ¡con su prometida a cuestas!, si bien yo tengo dudas sobre lo exagerado de esa historia de juventud; lo escribo con el máximo respeto por Dominguito, ese es su nombre, el hijo del tío de Laura, Domingo, un hombre de los de antes con su mostacho y su sombrero y su voz inquebrantable emanando autoridad por doquier.
Mi suegro y yo nos desperezamos y nos calzamos las botas yo, por dejadez, él sus buenas S. de travesía. Llevo muchos días sin hacer deporte y al principio respiro con mucha dificultad, como un cerdo vietnamita. Antes de llegar a la cima, al Castillo de la Caba, acelero motivado por las paredes de barro y fango supervivientes al acero cristiano y me sorprendo sobre manera al ver lo que parecen almacenes de algún tipo y luego me dicen que eran ¿estancias? de un complejo enorme que no concuerda con el suelo que estoy pisando.
Me acaba importando una mierda, nunca fui bueno en arqueología. Me siento radiante y justo vemos como el sol se escabulle por entre los cerros de la nevada y el Cristo -no el santo-, maltratado pese a la orografía, nos ampara y parece incidir en lo bello del lugar y, mi respiro, a casi mil trescientos metros de altura, se convierte en gozo y alegría por estos maravillosos días mientras desciendo -intentando no caerme ni tropezar con ningún matulo- en busca de una buena pieza de la abundante pizarra del lugar (pensando en qué parte de la nueva casa acabará).