Desgracias sobre la oscilación del
globo en este vasto universo que nos contempla, la maldita casuística al
acecho, dijo mi vecino. Uno sobre diez mil, no tiene porque tocarte. Es un
porcentaje lo suficientemente amplio como para seguir con una sonrisa mañana al
despertar.
La subida a los Estanys de l’Angonella no tuvo nada de casual. Fue un acto
premeditado, bien organizado. Yo sólo iba de acompañante, ajeno al doloroso
sentimentalismo de mi familia política. Creí intuir que me necesitaban para
sumar piernas y presencia física y, de paso, aumentar los lazos de unión entre
nosotros a dos meses del nacimiento de mi primogénito L.
De eso ya hace días. El No me ha bloqueado tanto que apenas he
podido levantar el bolígrafo y, cuando lo he hecho, he acabado teniendo
agujetas. Y justo ha llegado el frío polar. Así de repente, sin avisar, en
plena luna llena; demasiadas cosas a las puertas de las últimas fiestas
navideñas. Me compré un ukelele para ajustar cuentas y en las clases de preparto ya ni siquiera me río.
Mi último pitillo en el balcón
del descansillo fue como una revelación: pude apreciar toda mi vida social desde
la vieja chimenea. Ésta, como si resurgiera de las cenizas de un pasado
esplendoroso, aparentaba un uso reciente que resultaba casi tan fantasmal como el
abandono al que sus propietarios sometieron a la vieja finca, ocupada por una
figura más propia de la mente de un sociópata que de un futuro padre de 32 años que retrocede a través del humo confundido del tabaco y los primeros
síntomas de congelación (sigo demasiado atento a las aventuras del Curiosity y muy poco comprometido con el mundo que nos rodea).