Hacía días que sabía que los premios se entregarían en el hall de un hotel del pueblo vecino aquí, en el Berguedà.
Llegó el sábado y fui incapaz de dormir siesta como acostumbro, presa de los nervios. Vendimos al niño y nos vestimos de negro pese a que hacía un sol resplandeciente; Laura se estuvo como media hora arreglándose en el baño, ya mismo como la Preysler, niña le oigo decir al teléfono. Yo solo me cuelgo la cadena de mi abuelo y en vez del anillo de compromiso elijo el gótico que nos compramos al principio en aquella feria medieval, aunque dudo entre camisa o jersey. Me preparo un Martini rápido y busco el DNI por si hay que identificarse para recoger el premio.
Llegamos diez minutos antes de la hora al lugar y hay no más de diez personas.
Después de unos instantes de duda, una mujer de unos cuarenta años y el pelo teñido de violeta se nos acerca para preguntar quiénes éramos: benvingut i felicitats!, dice con sinceridad. Le digo a Laura de ir a la barra del bar que no aguanto más, será un momento. No puedo no pensar en Menos que Cero, el libro que me estoy leyendo de Easton Ellis, y me siento un poco mal pero si no bebo algo voy a ser incapaz de relajarme. Me tomo otro Martini y volvemos al hall a sentarnos en unos sofás color crema muy cómodos. La sala se ha llenado de gente, cuento unos cincuenta. Un grupo de blues o jazz ameniza la velada mientras la señora de violeta va de un lado a otro con desenfreno, preocupada por que todo salga bien.
No hay gente joven pero claro, yo tampoco lo soy. Las manos empiezan a sudarme y localizo rápido al fotógrafo por si me tiene que enfocar: hoy no estoy para salir en el Hola!. Laura está disfrutando mientras yo no sé cómo ponerme. Noto la mirada tan caída que no sé si alguien lo notará pero por suerte la entrega de premios avanza rápidamente y los camareros empiezan a desplegarse con decisión.
Hay tres chicas jóvenes de entre todo el gentío, no reparan en mi presencia. Supongo que el bombo de mi mujer ejerce de paraguas y yo no dudo en cobijarme en él como cada cinco o diez minutos, buscando restarme trascendencia. Una de ellas lleva un abrigo larguísimo y unas zapatillas plateadas brillantes. Luce un tatuaje de un sol o una estrella explotando en su antebrazo izquierdo, convenientemente arremangado. Su melena rojiza y rizada es tan larga que parece un complemento de su estrafalaria vestimenta. No creo que sepa hablar, se pasea con el mismo aire ausente que un fantasma. La otra chica ojea un libro o folleto en la barra de la recepción del hotel y no mueve ni un pelo. Está como disimulando o esperando a alguien, ya que de vez en cuando levanta el mentón para mirar hacia la calle como esperando una señal.
La tercera chica es una ganadora, nos cruzamos un par de veces pero esquiva el contacto. Es un nervio, no para de moverse de un lado a otro y conoce a todo el mundo y habla con todos. Sale a fumar cada poco. Va vestida medio hippy medio fashion, y no puedo no pensar que no se llevaría fenomenal con mi amiga Maria, la que emigra a Costa Rica.
Los viejos pasan de mi. No soy de su círculo. Muchos se conocen, como en un club de lectura. Me llama la atención un hombre con chaqueta de tweed y jersey de cuello alto con pinta de profesor. Le digo a Laura, mira a Walter White, pero antes de ser Heisenberg, eh. La organizadora insiste en que me encuentre cómodo incluso mirando de reojo a Laura, pero yo ya solo pienso en el cóctel y el alcohol que voy a ingerir.
Subo a por el premio como un robot, mi mujer me graba. Hay aplausos, luego un instante de '¿y éste quién es?' y aparecen los camareros justo a tiempo para traerme mi medicina líquida. Hay entrevista de televisión y radio y yo no he preparado nada. Me dice Laura: ¿por qué no has dicho que iba sobre ovnis?, pero yo solo quería salir del paso intentando que el entrevistador, una mezcla de Jabba el Hutt y Watto, no me aplastara contra el banco que tenía detrás. Me sorprendo insistiendo en les relacions humanes y de ahí no salgo. Después nos movemos un poco por la sala y yo me tambaleo, Walter White viene a mi encuentro y me da la enhorabuena, se la devuelvo aunque no sé qué premio ha ganado y Laura, que parece que está a punto de explotar, me dice ¿por qué no le has hablado? Era tu oportunidad de meterte en el rollo, pero ella no sabe que las opciones que nunca se dan no son.
Finalmente, nos despedimos tras dos agradables horas en el hotel Cal Marçal de Puig-Reig más contentos que unas castañuelas y con la sensación parcial -irreal- de querer desaparecer siendo invencible, lo cual es raro de cojones.