Eran otros
tiempos.
Por suerte,
la relación entre cónyuges ha cambiado a lo largo de los años, tan arcaica como
era. La igualdad entre sexos parece una simpleza torpe propia del medievo, tan
cultivada desde siempre; algunas civilizaciones han convertido en excepciones
tendencias que difuminaban el papel del macho en la manada, equiparando a la
hembra hasta trasladarla a la rueda del desarrollo, implacable mástil de
nuestro tiempo veloz y perecedero.
No hace
falta retroceder demasiado para calcular el daño. Las reclamaciones feministas
de mediados del siglo XX y la propuesta de asunción del riesgo físico calaron
entre los derechos más básicos de esta nuestra joven y denostada democracia,
pero no siempre fue así.
Eran otros
tiempos.
Yo nací en
los ochenta y viví en mi propia casa la barbarie de una educación y cultura
deficientes. Le echo la culpa a este imberbe país. Mi madre responde a un
estereotipo: el de mujer luchadora contra corriente; contra la corriente
devastadora que había en casa remaba, y contra las facturas, tres hijos y un
trabajo agotador. La madre de Tony Soprano, en cambio, sólo responde ante la
frialdad calculadora de esposa de un capo mafioso.
Está el caso
de Salvatore Vitro, el jardinero. Más de 25 años trabajando en los mismos
barrios por libre, sin pagar el pizzo
(impuesto mafioso). Un hombre honesto al que se le cruza por casualidad una
vieja gloria, Feech La Manna. Éste, ávido por recuperar el terreno perdido tras
un montón de años a la sombra, huele el dinero fácil y mediante la coacción y
la violencia pone tierra de por medio. El pobre jardinero acaba en el hospital,
con lo que no puede ocuparse de sus tareas, incluyendo el jardín de la tía de
Paulie Gualtieri, capo de la familia Soprano. Éste, curiosamente, observa al
visitarla que su jardín está algo descuidado. Tras la explicación pertinente,
el buitre, como ave carroña que es, se abalanza sobre su presa casi sin
pestañear; el pobre Sal Vitro, que hasta ese momento vivía una vida tranquila
sin contacto alguno con mafia alguna, se ve obligado a pagarle un ‘detalle’ a
Paulie (un 2% del negocio), por/para ‘protección’. Al estallar el conflicto
entre éste y La Manna, que reclama su parte del pastel (como dos rapiñas disputándose
su presa), Tony intercede repartiendo las zonas de influencia entre el
jardinero de La Manna y el desgraciado de Sal (con una compensación de uno de
los grandes para Paulie, de los que 500 son para Sal por ‘daños morales’), que
no puede más que acabar perdiendo en todos los casos: un brazo roto y varias
magulladuras, un porcentaje de sus ganancias perdido, su trabajo reducido a la
mitad, por lo que tiene que despedir a su compañero y sacar a su hijo de la
universidad para ayudarle y, lo que es peor, el convertirse en un ser
dependiente y casi asalariado de la mafia del norte de Jersey. Y toda por
una puta casualidad.
Eran otros
tiempos.
Las madres y
las mujeres de la mafia tienen dos opciones: o se someten o intentan sacar
tajada de su privilegiada situación. La vida de un soldado o un capo de la
mafia suele ser breve, pero no la de sus mujeres. Ellas casi nunca mueren o son
asesinadas. De facto, ellas son las que dirigen el negocio; como garante de una
ficción peligrosa pero ventajosa al jugar con las cartas adecuadas, la
madre de Tony Soprano aprovecha al máximo su poder emocional sobre el boss. Incapaz éste de escapar a su
brutal yugo, se tambalea entre su moral italiana impostada pero necesaria para
seguir sustentando esos valores que definen estas sociedades paralela -tan
estadounidense él-, hasta el punto de verse en la encrucijada de su vida: una
contradicción tras otra que le puede costar la caída del alambre que le ampara.
Carmela
sabía perfectamente donde se metía. Por suerte, para mi consorte sólo son
rumores, como los truenos de una tormenta lejana allá afuera. Son otros
tiempos, lapsos en los que la psique ha irrumpido con la fuerza necesaria para
enterrar parte de esa mierda prehistórica. El azar non c’entra niente, no tiene nada que ver. Las mujeres de hoy en
día, si les cerrasen la puerta en las narices como a la esposa del joven Vito
en El Padrino II o a la mismísima Kay, reaccionarían con disparidad respecto al
margen de los andenes: los trabajos y los días se convierten, así, en algo más
que meros intérpretes del devenir de mi impaciencia.
Las madres
se instalan en el fondo del intelecto, cerca de los máximos niveles de
consciencia, ocultas a la luz del quehacer hasta que emergen teniendo a bien
torturar y no conmutar el salvaje abuso que supone haber parido, pero esto mi
hijo tardará bastante en averiguarlo. O eso al menos espero: no es cosa casual
si la causa inverna las consecuencias y sale a flote en noches de luna llena
como la de hoy, que dirige y rige el futuro próximo con mano firme y me ve sin artificios, tal
y como soy.
El jardinero
va a tener que hacer un par o tres de jardines más gratis como parte del acuerdo.
Pobre cabrón.
Son otros
tiempos. Por suerte...