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sábado, 4 de noviembre de 2017

EL TIBURÓN ROBOT MORDEDOR*

*UNA ADAPTACIÓN LIBRE Y PARA NIÑOS DE MÁS DE 4 AÑOS DEL CUENTO DE DINO BUZZATI, "EL COLOMBRE" (1966)



Era un espléndido día de sol; el mar estaba tranquilo. Stefano nunca se había subido a un barco, por lo que paseaba feliz y curioso por la cubierta, preguntando a los marineros esto y aquello y sonriendo por todo. Al llegar a la popa, la parte de atrás del barco, Stefano se detuvo curioso a observar una cosa que sobresalía del mar. Estaba a unos doscientos metros y siempre llevaba el mismo rumbo, como siguiendo la estela del barco. Stefano se preguntaba qué sería aquello, una especie de animal marino que no podía dejar de mirar. Su padre, que era el capitán, le preguntó:

-Stefano, ¿qué haces ahí plantado?
-Ven a ver, papá, allí, una cosa oscura que de tanto en cuanto saca la cabeza -dijo señalando al mar.

Su padre no veía nada, por lo que fue a por un catalejo. Al mirar a través de él, se puso pálido de golpe.

-¿Qué es? ¿Papá, por qué pones esa cara?
-Ojalá no me hubieras dicho nada, hijo mío. Eso que ves allí no es una cosa, es un Tiburón Robot Mordedor, el pez que los marineros temen más que a nada. Es un tiburón terrible, y no se sabe por qué, pero elige a sus víctimas y las persigue durante años, toda la vida, hasta que consigue comérselas. Y lo más curioso es que nadie más puede verlo, solo la víctima elegida y las personas de su misma sangre.

-¿Y no es una leyenda?
-Desgraciadamente, no, hijo. Yo nunca lo había visto pero lo he oído describir tantas veces, que al verlo ahora no hay duda: ese hocico oscuro, esa boca gigante que se abre y cierra sin parar, esos dientes metálicos espantosos... Stefano, no hay duda, es el Tiburón Robot Mordedor.
Escucha, esto es lo que haremos: ahora mismo desembarcaremos en tierra y nunca más volverás a subirte a un barco. El mar no es para ti, hijo mío.

Dicho esto, el barco volvió a puerto dejando a Stefano en tierra. Luego volvió a partir. El chico se quedó en la orilla mirando hasta que desapareció de su vista, aunque a lo lejos, revoloteando de aquí para allá, se podía distinguir un punto negro que aparecía sobre las aguas: era "su" Tiburón Robot Mordedor, empeñado en esperarlo.

*****

Desde entonces, se hizo todo lo posible para alejar a Stefano del mar. Su padre lo mandó cientos de kilómetros a una ciudad del interior a estudiar y el chico se olvidó del monstruo durante una temporada. Sin embargo, durante las vacaciones de verano, lo primero que hizo al regresar a casa fue ir al muelle a hacer una comprobación -aunque en el fondo pensase que era una tontería: seguro que el monstruo marino había desaparecido después de tanto tiempo, y ya no pensaría en comerse a Stefano.

Pero Stefano se quedó allí de pie, petrificado, puesto que a unos doscientos metros del muelle, el oscuro pez iba arriba y abajo con lentitud, sacando de vez en cuando el hocico del agua, como diciéndole "eh, aquí estoy".

De esta manera, la idea de que aquella criatura enemiga lo esperaba día y noche se convirtió para Stefano en una secreta obsesión. De noche, en la lejana ciudad, se despertaba preso de una inquietud que lo atormentaba, sabiendo que semejante tiburón lo esperaba. Stefano, con el paso de los años, se hizo un hombre. Su padre había muerto y él hizo fortuna trabajando lejos del mar, hasta que un día regresó a su casa y le dijo a su madre que tenía intención de seguir los pasos de su padre: quería ser capitán de barco. Su madre le apoyó aunque también se preocupó.

Grandes son las satisfacciones de la vida laboriosa, holgada y tranquila, pero aun mayor es la atracción del abismo. **

El pensamiento del Tiburón Robot Mordedor lo perseguía y, con el paso de los días, parecía hacerse más insistente. Y Stefano se hizo marinero experto, navegando entre tormentas y días soleados, y con él, su tiburón, que no le dejaba ni a sol ni a sombra. Y en el barco nadie más lo veía:

-¿Han visto aquello? -preguntaba a sus compañeros de barco.
-No, no vemos nada, ¿por qué? ¿No habrás visto un Tiburón Robot Mordedor, verdad? -se reían y burlaban al tiempo que tocaban madera (símbolo de la buena suerte).

La amenaza constante del monstruo hizo que el mar le gustase aun más y fuera mucho más valiente en momentos de peligro y cansancio. Y se hizo millonario, ganó mucho dinero y consiguió comprar un barco nuevo en el que sería el capitán, como su padre. Stefano solo quería navegar y navegar. A la que llegaban a puerto y tocaba tierra, solo quería volver a embarcarse preso de una impaciencia casi febril. Tenía la necesidad de ir de un océano a otro sin descanso.

*****

Hasta que de pronto un día Stefano se dio cuenta de que se había hecho viejo, y nadie entendía por qué no dejaba la vida en el mar, siendo tan rico como era. Viejo y amargamente infeliz, porque se había pasado toda la vida en aquella especie de loca fuga a través de los mares para escapar de su enemigo.

Y una tarde, mientras su barco se hallaba en el puerto de su ciudad, se sintió próximo a morir. Entonces llamó a un marinero de su confianza y le explicó la historia del Tiburón Robot Mordedor, el monstruo que durante cincuenta años lo había perseguido sin cesar.

-Me ha seguido por todo el mundo -le dijo-, y ahora él también estará terriblemente viejo y cansado como yo.

Dicho esto, cogió un bote y un arpón y se despidió.

-Ahora voy a encontrarme con él. Lucharé con las pocas fuerzas que me queden.

Remó con dificultad hasta el horizonte. En el cielo, como el anzuelo de Maui, brillaba la luna. De repente, el horrible animal salió a la superficie justo al lado de su barca:

-Aquí me tienes -dijo por fin Stefano-, ahora estamos solos tú y yo. Y con sus últimas fuerzas levantó el brazo para tirarle el arpón.

-Ah -se quejó el tiburón-, ¡qué largo camino hasta encontrarte! Yo también estoy cansado y viejo. Me has hecho nadar mucho, pero tú solo huías y huías. Y nunca has comprendido nada.
-¿Por qué dices eso? -dijo Stefano sorprendido.

-Porque no te he seguido por todo el mundo para devorarte, como tú creías. El único encargo que me dio el Dios de los mares, Poseidón, era entregarte esto:
El tiburón se sacó de la lengua una bola brillante. Stefano la cogió. Era una preciosa y valiosa perla; era la mítica Perla del Mar, que otorga fortuna, poder, amor y paz de espíritu a quien la posee. Pero ahora ya era demasiado tarde.

-Ay de mí -dijo meneando tristemente la cabeza el viejo capitán-. Qué horrible malentendido. Lo único que he conseguido es desperdiciar mi existencia, y he arruinado la tuya.

-Adiós, hombre infeliz -respondió el Tiburón Robot Mordedor. Y se sumergió en las oscuras aguas para siempre.

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** No es una frase para niños, evidentemente, pero me dolía eliminar semejante mantra del texto. A ver cómo se la explicamos a nuestros peques...

P. S. : La idea de "adaptar" este precioso cuento de Dino Buzzati surge del afán de encontrar nuevas historias que contarles a mis hijos, que empiezan a demandar -sobre todo el mayor- algo más que lo que ofrece lo estrictamente tradicional y adecuado... 

La foto es de un tramonto en la costa de Croacia (2009).



domingo, 18 de diciembre de 2016

ACTIVAR FONDO CON FORMA

Venía en el coche a trabajar escuchando mi lista de música delicatessen, no la que me hizo Dani para la boda, no, si no la mía, en modo aleatorio, y las tres primeras canciones, Los colores de una sombra, de LOL, Hoy por ayer, de Piratas, y Londra brucia, de Negramaro, me han devuelto otra vez a una época que ha quedado grabada a fuego en mi.

Antes la música era muy importante en mi vida, pero parece que, en ese sentido, algo se detuvo en 2006. Coincide con el último disco de Tool, el siguiente deseado de Deftones tras la magia del White Pony -que resultó ser un truño y el desvío de mi foco de atención-, y el Amputechture de The Mars Volta, el grupo que sustituyó esas carencias hasta bien entrada la treintena.
Todavía sigo esperando el disco de Tool. De hecho, es como una especie de búsqueda interior, como la del Grial. 

Aprovecho para recomendar aquí Enigmas de nuestra historia, una serie de documentales de Discovery Max dirigidos por el magnífico periodista del misterio Lorenzo Fernández Bueno. Rigor, datos y ganas de preguntarse porqueses.

Siempre me he guiado, de alguna manera, por los símbolos. Y es curioso porque, cuando trato de activar mi posible fondo de escritor, es como si hubiera dejado de lado todas aquellas cosas que un día me identificaron. Restan aquí al lado, latentes, esperando a ser accionadas de nuevo. Esos resortes van desde la música, que transporta recuerdos, hasta vivencias de todo tipo, incluso las malas. De hecho, las malas son las que más he valorado porque tradicionalmente me han dicho quién quiero ser y en qué clase de persona me he querido convertir, aunque esto ha ocurrido casi siempre a posteriori, cuando el mal anidaba.

Intento superar aquello de que una vida plena seca la tinta. En cierto sentido, es como si pretendiera profesionalizar algo con lo que antaño, joven y sin las ataduras típicas del dolce far niente, me salía brotando de la nada.
Supongo que es una cuestión de edad. Ya no estoy sujeto a los cánones de la permeabilidad; no quiero decir, con ello, que haya eliminado el elemento sorpresa en mi vida, ni mucho menos. Es más bien que, a medida que me hago más viejo, le doy menos importancia a las cosas y soy menos impresionable mientras sigo luchando contra el talibán que llevo dentro. He tratado este tema con anterioridad en esta bitácora, y es porque me preocupa haber perdido esa capacidad de retener nuevos referentes culturales, aunque menos que antaño. Ahora es solo una mera cuestión estilística, de orientación futura.

Dejé la ciudad hace mucho. Llevo cinco años alejado del bullicio y las tentaciones que conlleva y no lo echo de menos. Disfruto cuando me desmarco y no me importa trampear mi tiempo en familia rebuscando mis filias entre los escombros de los llantos de mi bebé y las peleas amorosas con mi salvaje primogénito. Debe de ser un tema de autoestima -como mi calva-, como si percibiera con claridad que esa batalla no necesitara ser ganada ormai ('ya').

¿Quién hubiera dicho que yo tendría hijos? Y dos, para más inri. Siempre me visualicé como un lobo solitario, una especie de eremita antisocial, psicopático perdido. Todo el mundo sabe que llevaba ese camino, y a fe que lo cultivé durante algún tiempo. Nunca he querido ser parte del rebaño ni he escondido esa parte mía, quizá algo oculta hoy en día, como decía. Pero siempre acaba volviendo, la puta oscuridad, sieeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeempre. 
Mi amigo Xavi dice que no se puede extirpar. Que no vale la pena luchar. Que hay que construir a partir de eso. No puedo estar más de acuerdo. 

Es como si la viera en mis sueños, premonitoriamente, persiguiendo una idea de justicia que nada tiene que ver con la auténtica poesía. Como la tormenta que no ceja en su empeño y amenaza a los agotados marineros de una desvencijada embarcación, con los arrecifes y la agitación del adorable silencio cerca, en un encuentro casual sospechosamente programado de antemano y destinado al más terrible de los finales: la muerte por congelación.

jueves, 8 de septiembre de 2016

MENSAJE PARA LOS PADRES DEL MUNDO

No! No quiero hacerme amigo vuestro! No quiero compartir vuestra mierda! No quiero comparar el nivel de estrés que llevamos encima!
Que nuestros hijos se relacionen, no lo puedo controlar. Vale, lo asumo. PERO NADA MÁS! No quiero nada de vosotros! Me suda la polla que penséis que soy un puto rancio! Que os den, joder. Preocuparos por lo vuestro.
No os necesito.

ALGUNAS PEQUEÑAS CONSIDERACIONES A TENER EN CUENTA PARA PADRES DE DOS HIJOS QUE LLEGUEN MUERTOS A LAS PUTAS ONCE DE LA NOCHE TRAS UNA CENA COPIOSA Y UN INTERMINABLE DÍA EN DANZA CON UN LINGOTAZO DE JÄGERMEISTER COMO COLOFÓN

Joder, tengo dos hijos. Mi mujer va con uno, normalmente el pequeño, y yo persigo al otro, un puto salvaje de tres años y medio. Buscamos el equilibrio.
Hoy cenábamos aquí en Tossa, y solamente os pongo un ejemplo: la pareja de al lado, jóvenes, italianos -con lo que alguna expresión dejamos ir por cercanía, porque nos mola-, tras un salto loco de Luca al irnos:
-(no puedo reproducirlo con una palabra, pensad en el emoticono ese que somiglia pánico según la momia de Munch).
Es difícil ser un equipo, sobre todo cuando estás agotado. Nosotros nos damos cuenta rápido e intentamos cambiar la tendencia al momento. Hoy he visto una bronca de órdago de una mujer embarazada a su marido por no controlar al niño de tres años al tirarse al agua y tal. Es podria ofegar! Decía.
Sé que no somos así y eso me alegra. En un juego que me recuerda a Jóvenes Prodigiosos, diría que el hombre debe de ser comercial o viajante, la mujer con los cojones cuadrados funcionaria o profe de inglés. Él todavía conserva intacto su grasiento pelo negro pero su cuerpo no moldeado y sus tatus de hace veinte años lo delatan: solo piensa en beber y pasárselo bien. No sabe lo que le espera con el segundo, con Olivia...
Sí, porque hablamos. Los padres de otros niños y nosotros. Te relacionas, aunque no quieras o seas yo. Tengo suerte de que Laura sea como yo. Odio hablar con otros, relacionarme en vacaciones. Parece que es lo habitual comunque. Laura tiene un problema añadido: le encanta. Tiene don de gentes, if you know what I mean. A veces me pregunto qué coño pensarán de mis tatus...
Joder, tengo dos niños. Cómo coño voy a estar de luna de miel... Quiero a mi familia. Sobre todo porque les importa un carajo cómo me deje. Lo viejo que me vuelva o si mis ojos son los de Andy Garcia.
Lo importante es el equipo. Brindo por ello, no por sentirse mierda como tantas putas otras veces. Ponme otro, anda, que hoy, con suerte, voy a llegar a las once y media...



lunes, 1 de agosto de 2016

CARTA ABIERTA A LOS PADRES TREINTAÑEROS*

Queridos padres treintañeros:

No os veo en el supermercado porque normalmente, en una familia nuclear, uno de los miembros se queda en casa pringando y esperando con ansia el regreso del otro, que hará lo que sea para dilatar esa 'escapada' aunque en casa haya un incendio y arda Roma entera.
Os veo, pues, empujando un carrito con aire distraído, disfrutando de uno de esos momentos de soledad perdidos y, cuando nos cruzamos en el pasillo de los productos de limpieza, nos miramos con una mezcla de picardía y orgullo secreto, como si ambos fuéramos cómplices de una misma ofensa inofensiva, valga la redundancia.

He pasado casi todo el mes de julio en la piscina pública de mi pueblo y, si hay un espejo de lo que es ser padre ahora en verano -con este jodido calor-, es una piscina pública con unos lifeguards deseosos de usar su silbato y suplantar nuestra autoridad. Ahí vamos: saltando de la pequeña a la grande y a la mediana indistintamente y según vayan apareciendo estímulos para nuestros pequeños, sin tiempo para maravillarnos con sus payasadas porque estamos demasiado estresados concentrándonos en evitar leñazos y males mayores. No estamos distraídos, estamos pendientes y agradecidos si podemos turnarnos la vigilancia y los juegos para nadar unos largos y conseguir así unos minutillos extra de tranquilidad.

Es cierto, estamos cansados. Nuestro cuerpo no es el que solía ser pero no es solo debido a nuestros hijos, ya que el paso de los años y la pereza de algunos hábitos adquiridos -nocivos, se entiende- han hecho mella en nuestros torsos antaño tonificados.

No pasa nada. No voy a ofenderme porque me llamen gordo (¿fofisanos, dirían?) o porque se ensañen con mi blanco nuclear o mi progresiva pérdida de pelo. No son heridas de guerra. No le voy a echar la culpa al hecho de haber querido formar una familia, al hecho de haberlo ELEGIDO.

Puede que los veinteañeros estén cerca o al otro lado, yo qué sé. Yo no los veo. No creo que ojeen revistas, más bien deben estar pegados a las pantallas de sus smartphones buscando algún Pokémon o de postureo con los dichosos selfis, eso sí. No creo que piensen en el mañana ni en lo que se van a convertir.

Hemos dejado de pensar en nosotros mismos, desde luego, pero no por eso mi mujer o yo mismo vamos a dejar de lavarnos el pelo cuando toque. Ellos son la prioridad, está claro, y lo de perder horas limpiando, cocinando o contando cuentos no puede suponer una tortura. Nosotros lo asumimos como parte del proceso con una naturalidad fingida aceptada sin resquemores.

Aquí ya somos bilingües por nacimiento y podemos llegar hasta ser trilingües si hace falta. Los niños no son solo esponjas, sino que son como una tienda de esponjas con almacén y todo, como diría Fernando Pessoa. Los dibujos animados como Peppa Pig o La Patrulla Canina, todo un fenómeno global en este mundillo de padres, servirán como estupefaciente y como preludio para las aventuras que sean capaces de imaginar en sus brillantes e inocentes cabecitas. ¿Negociar con terroristas? Jamás. Si cedes o te comen la tostada, estás muerto. No pueden salirse con la suya: es una lucha que, por nuestro bien, no nos pueden ganar. Nos va nuestra capacidad de ejercer cierta autoridad y disciplina cuando sea necesario.

Así es nuestra vida. Claro que no es fácil... ¿y qué?
No creo que estén relajadamente leyendo un libro, tumbados al sol que más caliente, los cuarentones. Yo alargo mis intervalos en el baño con el libro que esté leyendo en ese momento, y así voy trampeando; en vez de cagar en diez minutos, lo hago en veinte y nadie se queja (ni a nadie le importa).

Ser padres forma parte de un proceso inextricable que, dentro de la propia existencia, asume unos condicionantes propios que requieren cierta adaptación; cosa que, así mismo, precisa TIEMPO.

Los cuarentones, en realidad, están aburridos, eso es lo que les pasa. Los cuarenta son como el invierno: aunque se acerquen y sean inevitables, yo los quiero lejos.

¿Cómo iba a dejar de pensar en mi durante toda una década? La paternidad no puede ser para nada excluyente.

Queridos padres treintañeros:

Disfrutar de vuestros peques. Vivir la vida. Y dejad los putos móviles de lado, por favor, que parecéis unos simples veinteañeros...

Con cariño,

Javi.


*una respuesta simpática al artículo de Catherine Dietrich, del mismo título, publicado en El Huffington Post.

domingo, 31 de julio de 2016

UN PRETEXTO PARA LAS RAZIAS VIKINGAS


¿Habéis oído hablar sobre las andanzas de los vikingos? ¿Sobre la fiereza de sus incursiones, los pillajes?
Os voy a dar una exclusiva: es todo real. Creo que incluso llegaron incluso hasta América, fíjate.
{...}
Nosotros tenemos al Capitán Trueno, y aquí en el vídeo de más arriba lo vemos luchando con Sigrid de Thule...
Ya sabéis de mi predilección por Noruega, los asiduos a este blog, y estos días asistimos a una nueva entrega de los encuentros interculturales que vienen sucediéndose desde hace 19 años, esta vez en mi casa, en mi territorio.
Es un privilegio ser amigo de K. Y ver crecer a sus hijos mezclándose con los míos en el idioma universal, todo un orgullo.
Nuestros encuentros son dichosos y divertidos, aunque esta vez había el riesgo de que A., con casi 2 años, podría ser un bicho de mucho cuidado; mi hijo, L., tan desafiante que no ha habido más remedio que empezar a poner límites en su educación, no le iba a ir a la zaga: mi casa iba a ser un jodido campo de batalla, y así ha acabado siendo. Días después, todavía hoy he encontrado una foto enmarcada mía y de Laura ¡en una rejilla detrás de un calefactor! en la buhardilla, manchas en el suelo de la escalera de la entrada que no se van con ningún producto de limpieza conocido y la sensación de que una horda de salvajes vikingos había arrasado con todo cuanto había hallado a su paso...
No, en serio, les adoro. Escribo esto con una gran sonrisa. Me gusta ese caos tan auténtico que les caracteriza -y les produce 0 preocupaciones por cierto- y me siguen sorprendiendo esas 'pequeñas diferencias' culturales respecto a nosotros; el tema horarios, por ejemplo, incluso con la chicharra que ha caído estos días. Ese 'dejar hacer, dejar pasar' me tiene alucinado, porque luego cuando hay que ponerse en plan poli malo lo hacen sin dudar ni un segundo.
Verles juntos de aquí 10 o 12 años en plena adolescencia (en 2026 o 2027, hay que joderse), relacionándose, siendo amigos, me emociona. Porque sus padres establecieron un vínculo que se perpetua en el tiempo y la distancia y, al final, la vida no es mucho más que eso. K. y yo lo sabemos y por eso precisamente seguimos ahí, en la brecha. Aunque luego esté pendiente de sus meetings por roaming (¿cómo lo harían antes?) para 'tratar unos precios' cuando nuestras preocupaciones son mucho más terrenales y haya esos momentos en que se pueda compartir un silencio que no huela a desaire o a una convicción excluyente sobre la familia y la existencia en general.

miércoles, 20 de julio de 2016

EL (FALSO) VERANO DE DOS MIL DIECISÉIS

El falso verano de dos mil dieciséis, marcado por otro ingreso no deseado, la ausencia del ser querido y los viajes a los mares meridionales; la boda, la masia de septiembre y mi pequeño bimbo, lo recordaré por ser más largo de lo esperado.
Está siendo un verano atípico, este. Tampoco he visto a Albert, muy poco a mis amigos y la necesidad loca de antaño que muta por momentos. Ésta va a ser la cuarta semana de calor intensa sin apenas lluvia. Como dije, me recuerda mucho a aquel verano de dos mil seis -hace ya diez años-, con nuestro bañito en Villasimius el 31 de octubre.
Un verano, este de dos mil dieciséis, sin viaje. Perdón, creo que ya lo he dicho. Una auténtica locura, en este año de locos valga la redundancia, más si cabe por no poder recuperar ni un centavo al final del día. En realidad, desde luego, sí que pensamos en el jodido dinero. De hecho veo el sobre y la mano extendida, unas breves palabras al oído tipo una ayudita para empezar, que Dios os bendiga. Y por qué no.
Mi hijo L. empieza a desobedecer sin ningún pudor. Me desafía a situarme en la disyuntiva de tener que elegir qué clase de padre quiero ser. Si descarto ser el padre-amigo, que es lo más probable, ¿cuán cerca me hallo de convertirme en un padre como el que yo tuve? Necesito unas vacaciones de L., desintoxicarme de él. O me desapego o me la pego, como me dijo mi vecino.
Tengo calor. Todavía toso. El puto antibiótico me va a reventar por dentro. Vuelvo el 29 y, francamente, ya que no nos vamos, pues no me importa currar. Un verano a base de escapadas puntuales a la playa y la piscina, a base de poco aire nocturno mientras me despido siempre entre el OVNI que sigue desplazándose hacia el oeste -basura espacial, leí- y los chavales que juegan en la plaza hasta tarde, no es un real summer: son unas fakelidays, carajo; en espera de los noruegos, con el tembleque de tener que rebuscar nuestro mejor inglés entre los restos del reciclaje, ya habremos cumplido con la primera parte con creces. Agosto ya no es lo mismo, nunca es lo mismo.
Este falso verano, marcado por una aceleración histórica evidente, más largo de lo esperado, sufrimos esta canícula sin apenas salir de casa y conectados a la red, calculando ese día de septiembre para escribir unos votos. Qué cojones... ¿y por qué no? Ya veréis mi traje. Una auténtica locura.

miércoles, 28 de enero de 2015

EL EMBELESE DE LA CABELLERA DORADA


Últimamente, cuando miro a mi hijo mientras la acaricio la cabellera dorada en la cama contemplando así la perfección de la obra de Dios para mi deleite -con la falta de horas y otros remiendos pendientes-, tomo conciencia del momento y la vigilia me traslada al futuro más lejano para palidecer por el vértigo de una herencia maldita no deseada. Y me pregunto... ¿qué culpa tendrá él, de mis pecados e inseguridades? Esto dura un instante apenas, como para no defraudar a mi yo de siempre, ya que a los dos minutos solo observo y disfruto alejando las turbulencias.

Respira muy rápido, joder. ¡Va a un ritmo de 150 pulsaciones mínimo! La emoción del día a día lo hace inagotable ahora que todo es nuevo y no entiende que se le obligue a dormir a una hora que conmigo casi siempre supera los límites de lo deseable para un bimbo.

Por aquí le llamarían rubio, eso seguro. La semana pasada, en Olot, la dependienta/propietaria que nos atendió exclamó: d'on els ha tret, aquests rínxols daurats? (¿De dónde los ha sacado, estos rizos dorados?). No es verdad, que yo de pequeño fuera rubio. Era cosa del conductor de autobuses aquél, que hasta hace poco me lo encontraba por la calle y que siempre me chillaba ¡rubioooo! por cualquier rincón de la ciudad.

Mi orgullo de padre es ilimitado, sobre todo estos días, que parece que le quiera más y más y solo pueda y deba superarme en todo. Le doy unos quinientos besos diarios y ya no siento aquella molestia punzante cuando su ritmo era demasiado terco para mí. Ya no busco modelar una figura de polvo y cenizas a mi imagen y semejanza.

Luego pensaba en el lejano oeste, allá por el desierto de Mojave. A. me envió unas fotos de una vida que podría haber compartido e hizo que deseara ardientemente estar allí en lugar de convertirme en el payaso triste que citaba Tony Soprano, tomando peyote y descubriendo que aquél tipo desgarbado era yo mismo en realidad y que, aquella, era una vida que yo reivindicaría. Repetirlo no me iba a ayudar demasiado, pero tampoco me afeaba tras una conversación reciente con mi amigo gallego D., il capitano.

Cumplir dos años. Cómo olvidar la noche de domingo de entonces. Y la verborrea insaciable y constante. Últimamente gozo con el cielo y sus astros, además. No sé por qué lo relaciono con la perfección. Me he pedido un telescopio para mi cumple o para reyes o para el caga tió o para cuando sea. Siento una necesidad imperiosa de aprender el espacio, me siento irremediablemente atraído hacia la puta bóveda celestial. Y nos abrazamos. Son dos cosas que van ligadas. Y le acaricio su cabellera dorada con su remolino/coronilla lastimosamente heredada. Cómo me hubiese gustado poner una cámara oculta este lunes en la guardería para ver cómo se convertía en el centro de atención.

Y le cuento el cuento del cocodril, ya que me lo pide aunque sea demasiado pronto para escuchar batallitas improvisadas, y l'avi Dani y el Capitán Trueno siempre aparecen de la mano desde que se encontraron en lo alto de la cumbre de una montaña tan alta como el cielo y los planetas del extrarradio solar. Y pienso: voy a desenterrar mi libro de mitología. Y sigo pensando: Dios es hermoso, joder.

Y luego vuelvo a mirarle embelesado, borracho perdido.