Ella estaba en la esquina de su antigua casa, enfrente de la iglesia, hablando sottovoce con alguien que no conseguía distinguir. Él iba conduciendo en medio de un tráfico infernal y no pudo frenar; ella le vio pasar, sus miradas se cruzaron: todo pasó a cámara lenta, como en una película. Era ella, pero... ¿qué carajo hacía en su ciudad?
Él quiso dar la vuelta a la manzana rápido, ver quién era el afortunado con el que compartía confidencias, así que pasó con el coche a toda hostia pero el semáforo del mercado estaba en rojo y resultaba imposible avanzar. Había gente por doquier, debía ser martes y no había manera, se le iba a escapar...
Por fin dejó atrás la luz verde y giró a la izquierda quemando rueda casi atropellando a una jodida abuelita con su carro de la compra y, al llegar de vuelta a la esquina, ella ya no estaba, se había desvanecido, la calle estaba vacía, no había con quién batirse el cobre...
Él se volvió loco buscándola, convertido en una especie de ente flotante entre una burbuja de ansiedad y un fuerte anhelo, y no la encontraba por ningún sitio, no puede haberse tele transportado, y pensó que había perdido su oportunidad de volver a hablar con ella, de volver a verla de nuevo cerca, de dejar de ser su prisionero.
Cuando leo a Karl Ove es como si volviera de golpe a recuperar la fe perdida.
Me transporta a la época de las primeras y más grandes aperturas, ese lugar en el que creí hibernar para siempre y al que suelo recurrir últimamente como si ya hubiera cerrado la compuerta.
Entonces todo era nuevo y esponjoso y yo anhelaba esa sabiduría por encima de todas las cosas. Ellas, las chicas, quedarían en un rincón, apartadas en espera de mi abrupta y deslumbrante aparición. Así de iluso era yo.
En el fondo sigo pensando como entonces, solo que ahora todo ha cambiado; esta máxima encierra una verdad tan atronadora que ha de tenerse en cuenta sí o sí. No puedo obviarlo, y eso es algo que mi testigo de boda no alcanza a entender. En contradicción con mi yo social -que no familiar-, son muchos los días en que no salgo para acallar las voces ni el runrún, y lo mejor es que no me importa una mierda. No necesito que me vean como soy en realidad.
Lo que me asusta es saber que yo soy así. Bueno, que puedo llegar a serlo. La cuestión es el cuándo, la única cuestión, infatti (de hecho). El mientras tanto, pues, se convierte en una pesadilla interminable, en un culebrón donde casi todo es baladí (lo que podríamos denominar existencia, vamos). Equilibrismo puro, cuando yo solo querría leer libros y criar a mis hijos un poco a lo Capitán Fantástico.
Luego está el hecho de mi amistad con Kristian, compatriota de K. O., y los lugares comunes. Me veo en las veces que he estado allá arriba con ese puto frío, emborrachándome, siguiendo las huellas de un mundo ya no tan extraño. Yo podría, joder. Y tanto.
Qué hacía Kevin Durant celebrando el anillo, qué esperábamos, yo no iba a celebrarlo. Sentí el picorcito, lo reconozco, pero no fue suficiente para aliviar el tema galáctico del acaparar y no dejar ni las migajas.
Son estos putos últimos días, tan calurosos ya, en que todo me molesta. La compuerta se resiste a agrietarse. Suerte de Karl Ove y mi cantantessa, a la que pronto voy a conocer. Y mis islas... ah, las muy jodidas, ¡no se me fueran a mover!
P. S.: Un recuerdo especial para nuestro amigo Chris Cornell, que nos dejó en estas fechas y todavía seguimos traspuestos. Una voz para el estremecimiento. DEP.