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lunes, 11 de septiembre de 2017

PRISIONERO

Ella estaba en la esquina de su antigua casa, enfrente de la iglesia, hablando sottovoce con alguien que no conseguía distinguir. Él iba conduciendo en medio de un tráfico infernal y no pudo frenar; ella le vio pasar, sus miradas se cruzaron: todo pasó a cámara lenta, como en una película. Era ella, pero... ¿qué carajo hacía en su ciudad? 
Él quiso dar la vuelta a la manzana rápido, ver quién era el afortunado con el que compartía confidencias, así que pasó con el coche a toda hostia pero el semáforo del mercado estaba en rojo y resultaba imposible avanzar. Había gente por doquier, debía ser martes y no había manera, se le iba a escapar... 
Por fin dejó atrás la luz verde y giró a la izquierda quemando rueda casi atropellando a una jodida abuelita con su carro de la compra y, al llegar de vuelta a la esquina, ella ya no estaba, se había desvanecido, la calle estaba vacía, no había con quién batirse el cobre... 
Él se volvió loco buscándola, convertido en una especie de ente flotante entre una burbuja de ansiedad y un fuerte anhelo, y no la encontraba por ningún sitio, no puede haberse tele transportado, y pensó que había perdido su oportunidad de volver a hablar con ella, de volver a verla de nuevo cerca, de dejar de ser su prisionero. 

lunes, 31 de julio de 2017

¿ENTONCES?

Y entonces -dijo la muy puta-, ¿qué coño te has creído?
La situación era ya muy tensa cuando apareció un gorila de dos por dos directo hacia mi. Sin apenas tiempo de reacción, braceé entre el gentío intentando no caer al suelo; por suerte, el tipo no tuvo tiempo de llegar hasta mi y acabó engullido por la masa. Salí corriendo de la mano de aquella zorra mientras detrás se iba formando un corrillo de hombres vestidos de negro que se reorganizaban para darme caza. Sentía la adrenalina fluir por mi cuerpo y el corazón golpearme la puta sien.
-¿Pero qué coño haces? ¡Suéltame!
Encontré refugio en un callejón oscuro y la chica, extenuada, se calmó. Yo no paraba de dar vueltas, nervioso, aquello no había acabado. Levanté la vista y me topé con un letrero luminoso y una enorme cruz roja. Vamos, le dije a la ingrata. Un orondo vigilante de seguridad salió a mi encuentro y, en el estado de agitación en el que me encontraba, le asesté un puñetazo con todas mis fuerzas: se desplomó en el acto como un saco de patatas. Entramos en el hospital y, entonces, con aquella enorme panza arrodillada, con lo abatido que estaba... con la zorra de los cojones... pero a ver, y... ¿¿...entonces...??

domingo, 24 de abril de 2016

EL ATAÚD

Ayer fui a Terrassa a la entrega de los premios del VII certamen de relatos cortos del diario de la misma ciudad.
Me llamaron el lunes desde un número largo y pensé, mierda, alguien me quiere joder. Pero no; eran los del diario que me notificaban que había quedado finalista y querían que confirmara mi asistencia a la ceremonia del 22, día antes de Sant Jordi, en la Nova Jazz Cava.
Qué puedo decir... me puse nervioso de contento. Se presentaron 1403 relatos inéditos, de los cuales 931 en castellano (mi categoría) y 472 en catalán. Seleccionaron 20 finalistas así que, joder, había para fliparse. ¡Para ser la segunda vez que me presentaba a un concurso no está mal!
Llegamos tarde, por lo que no pude beber nada antes. Fue todo muy serio y breve pero al menos lo pasamos bien con mi amigo Ace, que ya tocaba. Y luego hasta nos fuimos a descubrir la ciudad y todo.
Dejo mi relato a continuación:

EL ATAÚD
Resulta que estaba muerto pero no parecía preocuparle a nadie.
El tanatorio estaba atiborrado de gente. A muchos no los conocía y además sonreían y hablaban en voz alta como si estuvieran en un funeral irlandés; había en el ambiente un jolgorio generalizado difícil de entender.
El lugar era enorme, con un estilo barroco un tanto recargado y flores por doquier. Pese a que no había ningún símbolo religioso, pensé que no sería mala idea darme una vuelta y observar de cerca el panorama antes de proseguir mi camino.
Mis amigos acudieron al entierro con poco tiempo de antelación. Con ellos no iba la cosa, sabían de mi generosidad. Mi mujer, que lucía un velo negro y un sencillo tocado de plumas, lloraba sin consuelo y se tambaleaba agarrada al ataúd, que aparecía cubierto con una bandera local dejando el suficiente espacio como para verme bien arregladito -con aspecto cerúleo, eso sí. Me sentí aliviado.
Al otro lado, en la entrada, los de la funeraria repartían recordatorios con aire distraído y trajes de tonos claros. A poca distancia, mis hermanos les observaban con desdén, atentos a cualquier posible maniobra mientras mis dos socios, dos tipos con los que hacía barbacoas y salía en bicicleta los domingos, discutían sobre cómo recoger los pedazos de la exitosa multinacional que, con mi fallecimiento, había dejado de ser un triunvirato; apartados, en el fondo de la sala, urdían su complot sin esconder una evidente agitación que haría palidecer al mismísimo César.
Dentro de la algarabía general, una figura aislada destacaba sobre las demás por su discreción. Todos querían su parte del pastel menos él, que permanecía impertérrito, ajeno a la inquietud de los conjurados. Me deslicé con cuidado por si percibía mi presencia; desanimado, decidí acabar con mi excursión poco después. Era la única persona a la que siempre temí, la única a la que dejé fuera del testamento pese a darme la vida primero y quitármela de improviso después.