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miércoles, 10 de agosto de 2022

LA ADRENALINA


Hablaba hace diez años de la moda de correr; el salir a correr de toda la vida se convirtió en Running, y de ahí, en todo este tiempo, hemos llegado al Crossfit, pasando por la Calistenia y el Paleotraining, entre otras disciplinas y modas diferentes que han intentado usurpar viejos hábitos con argucias y tácticas nuevas propias de esta época de los social que nos ha tocado vivir.

Adoro el gatopardismo. No me gusta decir que no me gusta esta época. So it goes, que diría Kurt Vonnegut una vez más; a propósito de estos pensieros así a vuela pluma, no sé que me pasó al ver el último episodio de The Boys (season 3) que me quedé un pelín atrapado en una conversación entre Frenchie y Kimiko, "nuestro pasado no es quién somos, no nos define", pero nada importante en comparación con el arrastre que hay que remediar los niveles de serotonina que hay que regular y que no tiene nada que ver con la liberación de esta bendita hormona que me empeño en conservar en un frasco de formol: la puta adrenalina.

Sí, joder, esa mierda que estimula el cerebellum y que cuando segrega dopamina, ese famoso neurotransmisor, todo es jauja y éxtasis puro. ¿Conocéis esa sensación? Y quién no; cómo renunciar a ello si forma parte de la vida si es como aquello del deseo por realizar, como la posibilidad del escritor Antonio Tocornal*, o como la búsqueda de la felicidad mejor que la felicidad en sí, evidentemente. 

He vivido en esa nube, de hecho sigo en ella, el último mes. Desde el 7 de julio he corrido 114'5 kilómetros repartidos en 16 salidas y a un ritmo de 5,2 minutos. El punto de inflexión fue, sin duda, la carrera de Sant Jaume de Gironella del 29 de julio, en la que corrí 5 kilómetros a 4,39 minutos el kilómetro sufriendo como un perro, mi récord personal de lejos y que ha servido como aliciente para confirmar una tendencia que parecía una quimera no hace mucho: ya bajo fácilmente de los 5:30 el kilómetro. 

Estoy, me mantengo por la campiña, en 5,09, 5,12. Nada de asfalto. Jamás, repito jamás, había bajado de los 5:15. Jamás había participado en una carrera. No me gustan las carreras. No me gusta que me vean correr. Sé que corro raro, sé que camino raro, pero y qué: sigo en esa nube de pura adrenalina, y la competición en sí ha activado en mi unos resortes desconocidos u olvidados, como si un gen dormido se hubiera activado de repente.

Así mismo, debo decir mis hijos ganaron en sus respectivas categorías, incluso y como se ve en la foto, me acompañaron hasta la meta, pero estaba tan hecho polvo, tan concentrado en mi supervivencia, que no pude disfrutarlo como se merecía. Mi esposa me dijo: ¡no les has hecho ni caso!, pero yo iba con la lengua fuera, medio muerto; luego les agasajé a besos y pensé en que debería haberme centrado en disfrutar y no tanto en competir contra mi mismo, huelga decir—, y entonces recordé que nada más volver de las vacaciones surgió un 3x3 de baloncesto de la nada en el pueblo vecino y empecé a atar cabos.

En mi descargo y antes de proseguir, diré dos cosas: tengo una hernia discal diagnosticada desde 2015 y ese viernes trabajé hasta las 20h, cuando la carrera empezaba a las 20:30 y la de los niños a las 20h también: imaginaos el panorama. O no, da igual. La cuestión era hablar de baloncesto, del 3x3, todo el mundo tiene sus historias, pero... ¿quién no se acuerda de la famosa diatriba de Pepu Hernández, seleccionador español tras ganar el Mundial de 2006? BA-LON-CES-TO. Pues ahí empezó todo. Bueno, no en 2006, ya me entendéis. Bueno sí, ¡qué cojones y qué casualidad! ¡Ese fue el puto año que me cambió la vida! Rebusquen en mi archivo aquí mismo, en esta bitácora. Cómo es la joya... Me refiero al torneíllo de street básquet; yo acababa de volver de vacaciones con cuatro kilos menos y, excepto una tarde en canoa surcando el Mediterráneo, no había hecho nada de deporte en quince días: sin entrar en detalles, estaba hecho una auténtica boñiga. Pero el torneo empezaba en una semana y un amigo del pueblo me animó a apuntarme con ellos, con cuatro padres cuarentones, deportistas (aunque no todos) sin formación baloncestística de base, una tarde que vinieron a mi barrio a entrenar

En principio le dije que no recordad que acababa de llegar de vacaciones hecho una mierda, le expliqué mi situación y lo entendió así sin más. Pero saqué la cabeza por la ventana después de cenar y allí estaban, en mi pista, todavía con luz natural: cuatro bandoleros botando la pelota sin miedo al crepúsculo y fallando un tiro tras otro. 

Para no cansar, lo resumo en un me flipé: no solo bajé al parque ese día, si no que me apunté, me animé a diseñar tácticas y todo y me impliqué a fondo; en un partido, ya en pleno torneo, metí tres triples, en el último de ellos me salí de la pista levantando los brazos con el balón en juego como si fuera Stephen Curry, y hasta le hice un bloqueo con mala leche a un chaval del equipo ganador —los que nos echaron en cuartos de final— que se picó... ¡con un viejo que no ha pisado un parqué en su vida!**

Llevo muchos años corriendo por la campiña y mentiría si no dijera que trato de añadir a mis rutinas cosas de estas nuevas disciplinas y modas diferentes que han surgido en esta era. Porque quiero estar en forma, quiero sentirme bien, quiero y veo que puede ser posible mantener y alargar en el tiempo esa estadía en esta nube, seguir segregando dopamina, seguir flipándome. Pero necesitaré tomármelo con más calma y aprender a disfrutar si no quiero quedarme en el intento; es lo que hay, que diría míster Vonnegut (¿suena mejor en castellano o es cosa mía?) sobre todo ahora que, cuando liquide a Camilleri si es que lo consigo porque fuera de Sicilia ya no le veo ningún sentido dejaré de leer narrativa. 

La puta adrenalina, joder. 


*Me he quedado atrapado en esa botella con el mensaje.

**He de señalar que, como en el caso del correr, llevo muchos años lanzando a canasta. Desde mi infancia en la pista de La Font dels Capellans hasta mis tiempos de Cagliari (bendito 2006), en los que solíamos ir con Míkel a un colegio que teníamos cerca del piso de Vía Logudoro presidido por una enorme antena televisiva de la Rai— a pasar las tardes; y, como no, mucho más desde que me trasladé a vivir a la campiña bergadana en 2011, donde una maltrecha cancha, reformada solo una vez en todo este tiempo, ve pasar mis días (y los de mis hijos).

martes, 7 de junio de 2022

LA ESPERA

Tarraco

 

    Siempre me hizo una especial ilusión el término dolce attesa, la dulce espera. Asociado al estado de buena esperanza, delimitaba el tiempo que tenía que pasar para gozar del fruto esperado, en este caso un hijo.

Esa ilusión, no obstante, no era una alegría completa por los términos a los que solemos referirnos cuando hablamos o nos enzarzamos sobre el tiempo (la letra pequeña del mismo); es decir, a la lucha por el deseo mantenido y porque no se evapore rápido después de conseguirlo. Vivir es una ilusión, como dice la canción de Hamlet y que solíamos gritar como un mantra. Es esa dualidad, que nos remite a la sempiterna e inútil guerra entre la luz y la oscuridad, la que hace que el ansia se imponga en épocas en las que uno no encuentra el aliciente suficiente para levantarse entre dolores varios y tener que fichar cada día en el curro. 

Retorcer palabras no se me daba mal. Pero con este puto calor hoy me devaneo entre recetas de Thermomix y charlas con los abuelos del barrio; una frase recurrente en conversaciones de las colas del súper, a parte del tema de la salud, es qué rápido pasa el tiempo. Luego sigue: ¿Cuánto tienen los tuyos, ya? Nueve y seis, respondo. Y, en vez de enseñar las fotos de carné de la cartera, saco el móvil y busco una en la que salgan ambos sin hacer el mongolo. Ostras, Mateo es un mini tú, qué fuerte, suelen decir. Si supieran lo cabrón que es, si por un momento la vida que no se ve en Instagram, la que nos afanamos en ocultar, saliera a la superficie con todo su candor y esplendor... seguro que sería más fácil aceptar que el hecho de criar, o el hecho de no hacerlo, no es algo baladí.

La espera no es lo mío. Sigo teniendo una excesiva conciencia de mí mismo y de mis mierdas, incluso cuando me adelanto y viajo al futuro como Billy Pilgrim, a voluntad propia. Utilizo un método, bueno dos, que me suelen funcionar: la lectura y el deporte. Con la lectura estos días disfruto de Antonio Tocornal y su brillante prosa, que en Bajamares te deja tiritando con su percepción temporal (del no-tiempo, más bien) y con la posibilidad de abrir la botella que la marea baja le acerca una mañana al farero; el ejercicio que supone tener un mensaje en una botella arrastrada por la mar y no abrirlo es de un autocontrol envidiable, casi onírico. 

    Así pues, el hecho de ver tan cerca las vacaciones hace que no pueda disfrutarlas en todo su espectro, al menos no de momento. Intento darlo todo por los campos de la campiña (otra estrategia que me suele funcionar) pero me agota pensar en ellas por si algo sale mal, por si los niños no responden, por si seré capaz de relajarme y coger el momento, como diría mi amigo Gnöit (el de la barca de Noé). Desde el cambio laboral, hace ya un año y ocho meses, no había tenido problemas para dormir hasta ahora, que todo se precipita, que todo sigue precipitándose; si el peque se despierta con las sábanas mojadas, acudo raudo a hacer una boñiga con la ropa y a envolverlo con la primera mierda que encuentre mientras la arrojo escaleras abajo y dejo ir un par de ladridos que dejen claro que no voy a entablar una conversación a esas horas de la noche. 


    No sé desde cuándo soy así de impaciente. Veía a mi amigo Tognâo casi corriendo por las calles de Toledo buscando yo que sé qué y, mientras le perseguíamos, intentábamos expulsarnos esa sensación igual que cuando nos zancallideaban en un campo de fútbol de tierra, a manotazo limpio. Que yo, con toda esa mierda por canalizar, no haya hecho nada al respecto, es casi sangrante. Y ya son cuarenta y dos años en los que parece que me siga persiguiendo el colombre de Dino Buzzati.

    Pese a todo, siempre me hace una especial ilusión la espera porque supone un reto para seguir intentándolo, un estímulo para continuar esforzándome pero no en plan Timba, de Los Compas*—, si no como una nueva posibilidad que en este caso me devuelve a la casilla de salida, al influjo cautivo de mi insularidad olvidada. 


*Saga de libros infantiles de aventuras protagonizadas por Mikecrack, El Trollino y Timba Vk y editadas por Martínez Roca (sello de Planeta), de las cuales mi hijo Luca es un ávido lector. Cuando Timba hace referencia a esforzarse se refiere en realidad a dormir, algo que le supera (imposible no sentir cierta simpatía hacia él) y no puede evitar.