Don't half ass it. No lo hagas a medias.
Durante años he intentado seguir esta máxima a pies juntillas.
La sumisión al abandono
Don't half ass it. No lo hagas a medias.
Durante años he intentado seguir esta máxima a pies juntillas.
Cuando tengo un desencuentro olvido que el humano es un ser social.
19 años escribiendo en línea para mí y para todo aquel que le apetezca detenerse unos instantes en mis idas y venidas.
La historia de prácticamente la mitad de mi vida puede explicarse a través de este blog; algunos amores, mis pensamientos más profundos; la incerteza ante un futuro que siempre se ha mostrado esquivo, las historias de familia (ya sabes aquello de la sangre no se elige). Los viajes, mi obsesión italiana, la gente buena y mala con la que me he ido topando. CASI TODO.
Incluso la enfermedad, la muerte y un excesivo afán por permanecer y por mantener bajo la superficie mis vergüenzas más delicadas. Ah, eso y la estúpida lucha contra el tiempo, que nunca fue en un sentido estrictamente estético hasta que, pasados los cuarenta, empecé a darme cuenta de que lo de envejecer iba en serio.
Volviendo al inicio, en 2005 tenía 25 años y solo había espacio para una cosa; recuerdo que borré muchas entradas a posteriori por el miedo a quedar demasiado expuesto, cómo lo lamento ahora. De ahí ese horrible hueco, con solo 4 publicaciones. Escribí muchas más sobre ella.
En realidad he escrito toda la vida, al menos desde que tengo uso de razón. Tengo innumerables libretas, agendas y cuadernillos de todo tipo esparcidos por mi casa, y ni te cuento las que se debieron perder entre tanto traslado (a bote pronto, diría que he vivido en 9 o 10 lugares diferentes en mi vida). De esa bonita época de conocimiento y expansión guardo unos retales imprescindibles, pero, como ya he dicho antes, la cosa venía de lejos.
Nunca he sido de quedarme mucho tiempo en algo, nunca he sido muy constante: me interesan tantas cosas que soy incapaz de profundizar en nada. Incluso creí que tenía ciertas dotes en eso que llaman hoy en día procrastinar.
Comunque, de todas formas, fue esta una etapa de plenitud, entendiendo plenitud como tranquilidad de espíritu. Y ahí sí que conocer a mi esposa es un punto de inflexión, un choque de realidad que me hizo enterrar a los pajaritos y pensar como un adulto (que, huelga decir, es distinto a ser un adulto).
Desde 2017, según se aprecia en los datos de la foto de arriba a la derecha, empecé a perder interés en seguir exponiendo cosas de mi vida en línea. Ya no me apetecía ni seleccionar, ni rizar el rizo, nada. Tuve mi enésima crisis vital, sobre todo en el plano laboral, que ha sido siempre mi talón de Aquiles; nunca quise hacer demasiado para ganar dinero. Solo quería vivir tranquilo, pero eso iba evidentemente en contra de los postulados del mundo de hoy.Lamentablemente, me he dado cuenta con los años que para conseguir #esoquehellamadovidatranquilaperoqueesenrealidadalgomuchomásprofundoeinsondable, hay que pagar. Y eso hay que ganárselo, pero como nunca tuve un guía que me explicara cómo, he dado más tumbos de lo normal. Son tantos los peajes que algunos ni siquiera tienen nombre (o no he sabido ponerles nombre).Me paso las horas dejándome la voz con toda la mierda estoica que he hecho mía este año y resulta que es terriblemente agotador.
Podría escribir aquí un montón de frases que se han ido convirtiendo en mi filosofía de vida estos últimos meses, incluso preguntas que han intentado ponerme los pies en el suelo día tras día, pero no. Y reconozco que ha sido un buen anclaje, un momento de pausa y distracción necesario para esta vorágine agotadora del "no llego" (eso sí, sin soltar aquello de "no me da la vida", qué rabia).
Mi problema es que no estoy preparado y me faltan herramientas. Sí, joder, me repito más que el ajo. Por eso voy dando tumbos desde que abrí este maldito libro, el único fuera de lo que implica las aulas; todo lo hago en esa clave, pero en una soledad casi apabullante. Incluso si da igual lo que diga o como me sienta: mañana nadie se acordará.
Quizá eso sea algo bueno, no lo sé. Y como no lo sé porque nadie me cuenta una mierda más que sandeces de despacho, pienso, pues al menos que quede la persona. El colmo de este teatrillo de lo absurdo llegó con la oración siguiente, siempre en el mismo libro sobre los estoicos:
"Señor, concédeme la serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar, el valor para cambiar lo que soy capaz de cambiar, y la sabiduría para entender la diferencia".
¿De qué coño sirve ser un estoico si luego no tienes lo que hay que tener? A quién coño le importa. A quién coño le importa, si la cotidianidad nos devora, amansa y destruye inmisericordemente. La ceguera de aquel que no quiere entrar en diálogo porque su zona de confort quedaría en entredicho; la de aquel que sonríe apretando los dientes y rehúye la mirada; y qué hay de aquel que, aunque mire, traga saliva cada vez que intenta articular palabra en un careo; y ay de aquel que nos da tabaco y vino agrio... ¡que no se entretenga!
En efecto. Todo está en Héroes del Silencio y en Tony Soprano. Absolutamente todo.
Sobre todo la ceguera del estoico y este agotamiento que clama a gritos una mongeta màgica.
Y suelto una pregunta de estas al infinito:
¿Con qué frecuencia sufrimos por cosas que todavía no han ocurrido?
Como diría Séneca, "mientras escribes, no pienses en el futuro. Céntrate en el aquí y el ahora".
Así le fue al hijoputa.
Con todo, no es suficiente para vivir desahogado porque no llego, no soy capaz de tener el control; el estado de constante sensación de poco desahogo suele imponerse y ya me han dicho que me acostumbre a ello, pues es algo que, por lo visto, no va a cambiar. Al menos no en los próximos años.
Es un vete haciéndote a la idea, fra, molesto para la joya, feo, porque cuesta hacerse a la idea de que tiene que ser así, de que hay que vivir así.
Así que, simplemente, trataré de limitar el alcance. Para no morir en la orilla. Para que no me maten y no me quede en el intento las pocas veces que consiga que no me pillen.
Una gran y dolorosa tormenta soltando agua a borbotones como hilos de hierro. Y truenos. Que la naturaleza se exprese y explaye con absoluta libertad. Qué bien nos vendría. A mí el primero.
Es una calma extraña esta, impropia del veranillo de san Miguel. Quizá sea eso, el tiempo atmosférico, ingobernable y brutal, que alarga esta especie de agonía que me quiere devorar. En eso soy como un pájaro antes de una catástrofe: mi cuerpo anda al acecho. Sabe que algo se está cociendo. ¿Nervios? O quizá solo sea que me he topado de bruces con la realidad.
Vuelven los viejos sueños de antes a mis nuevas noches de ahora. Hay una extraña mezcolanza de elementos en mi cerebelo que denota una actividad frenética en el pobre desgraciado; para que vuelva a surgir la molesta pregunta de siempre: ¿qué he hecho con él todos estos años?, necesitaría acabar el año en mi ciudad de nacimiento, descubrir que puedo viajar a lomos del animal más indómito del puto planeta.
Esa sensación, que ya no me obliga a estar las noches en vela ni a estar constantemente en guardia, coincide con una desolación propia de los edificios derruidos por la guerra; el mestiere, el trabajo, adquiere una nueva dimensión en el espacio urbano. Es latente, palpable, como una escalada que parece no tener fin y lo convierte en ficción en las fiestas de alto copete.
Unos y otros aprovechan la ocasión para arrimar el ascua a su sardina y se guían por intereses y oscuras intenciones que nada tiene que ver con lo que realmente importa. Pero allá ellos. Otros caminan con aires de grandeza jugando a aquello tan peligroso de nosotros y ellos.
Es una sensación de abandono que tiene demasiado que ver con la vida adulta, por lo que no me queda más remedio que jugar. ¿Me ayudan a ayudar?
Incluso si esa extraña sensación me provoca malestar y deja el descubierto mis limitaciones y finalmente descubren que soy un fraude y que más bien sirvo para poco, o alguien se piensa que le quiero pisar el terreno, su espacio vital o las ganas que le queden de vivir.
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¿Cuándo cojones va a cambiar la estación?
Yo la sostenía, ella sonreía, yo la hacía volar, ella soltaba carcajadas cortas y muy sonoras, en fin. Lo que suele hacerse para divertirse y establecer lazos con un crío en la playa.
Y eso que estábamos muy cerca de la orilla. Pero le di la espalda a la mar y perdí la noción de la mar misma, no sé si me explico. La cuestión es que me sobresalté al percibir el peligro como los pájaros que huyen antes de un desastre natural: era una gran ola marrón que avanzaba hacia nosotros y amenazaba con engullirnos. Hacia la niña de cinco años y hacia mí, sí.
Todavía no sé cómo ni cuándo ni por qué se creó de la nada, semejante bestia salúrea; es cierto que, como he dicho, la mar estaba movida. Que el Atlántico es un océano raro de cojones (tan acostumbrado al Mediterráneo, al Tirreno o al Adriático...), también; que el tema de las mareas, con la pleamar, la bajamar, etc., es un puto lío: sin duda. Cómo odio no acordarme del libro de Antonio Tocornal en que lo explicaba, aquí que no tengo cobertura.
Total, que instintivamente cubrí a L. como si fuera un gran fardo preciado (solo pensaba en protegerla), pero enseguida entendí que no habría más remedio que hundirse. El tema era salvarla, y que el impacto hacia su personita fuera el mínimo posible.
Todo eso me pasó por la cabeza en milésimas de segundo. Eso y que, además de pagar la comida, venir desde su urbanización privada desde Marbella a casi una hora y media en coche, hacerles ir a la playa para que la vieran, no iba a dejar que la niña QUE NO CONOCÍA AÚN (tanto era el tiempo sin vernos, pues) se me fuera a ahogar ahora después de los últimos seis meses y como un gran drama vital de proporciones épicas... NO WAY. De ninguna manera. ¡Océanos a mí!