sábado, 7 de abril de 2012

SIMULAR IMPAVIDEZ

Sonrojarse no es un acto voluntario ni destila ningún tipo de glamour. Es un acto que refiere vergüenza la mayor parte de las veces, provocando una desagradable sensación de desnudez. Nadie quiere quedarse al descubierto, a merced de los elementos. Si te ruborizas pierdes el último tren y gastas tu último cartucho. No obstante, sentir vergüenza de vez en cuando es algo positivo, y sacarle las vergüenzas a alguien que se lo merezca, algo muy recomendable para la autoestima. En este blog suelo hablar de ello.
Hoy en día, pero, dentro de la anestesia generalizada inyectada principalmente desde nuestras modernas pantallas LED, a duras penas se pueden llegar a cotejar las verdaderas metas; la gente, en sus flamantes e hipotecadas guaridas, tiene tendencia a resguardarse bajo el manto de la hipócrita seguridad que ofrece una sociedad sexualizada hasta el aburrimiento.
Me acuesto por las noches con la ilusión de ver un nuevo día, aunque luego me lo quiera pasar tumbado en el sofá pendiente de enchufar la PS3. Dexter ha vuelto, pero ni consiguiendo descubrir las malas artes del vecino éste se da por vencido. El derecho de estar pasando una constante reválida impide que me despierte más tarde de las 9, así lo reclama mi nueva vida. Cuando no duermo por las noches y sí por las mañanas, mi perrita me insufla la energía con la que decido no rechistar tras cinco segundos, una fea costumbre que intento erradicar (de la misma manera que se oscurecieron otras vidas que jamás existieron). Después, consigo dormir plácidamente.
Soy un hijo de mi tiempo. Pero el resto de los hijos de mi tiempo me producen náuseas. ¿Se puede vivir con un sonrojo constante? ¿Qué hace falta para cambiar la mentalidad de toda una generación? La fustigación es necesaria. Puedes adaptarte a las circunstancias, al medio, pero nada impide que te alejes de los estereotipos dictados por alguien que no te representa. O sea, que será mejor que construyas un fuerte y empieces a hervir aceite por si acaso; no es difícil que te descubran si habitualmente muestras tu inseguridad sin ningún pudor -enfrentándote a tumba abierta con los poderes ocultos que nos rodean-, la expresión de tu cara puede acabar haciendo todo el trabajo sucio sin problemas. Pero no me gusta no poder verme 30 años en adelante, llevando camisas de cuadros y coleccionando sombreros de copa (volverán, créeme)…
Traidora impavidez. Mercenaria ensimismada, vetusto vodevil que vive de las triquiñuelas de unos pocos artistas del pecado, virtuosos de la arquitectura vital más corrompida.
Las callejuelas de Granada se mofaban de nuestros pasos. Pude disfrutar de la lección sin pensar que teníamos que volver en un avión con billete cerrado, ya que normalmente no me gusta llegar a ningún sitio sabiendo que luego tengo que volver. Resulta engorroso estar pendiente de la cuenta atrás, del puto reloj, impide disfrutarlo plenamente. Es como estar de paso, o como tener la sensación de estarlo: la excusa perfecta para no comprometerse, porque mirar a los ojos de individuos que caminan sin rumbo empieza a ser insoportable. ¿Es que no va a dejar de llover nunca?
No soy tan desconfiado porque sí. Tengo mis motivos. No es una cuestión de sensibilidad, ¡rezumo sensibilidad por doquier! Son principios. Adquiridos a distancia o en consonancia con un modelo, pero principios al fin y al cabo. Yo no puedo simular impavidez en las grandes áreas. Me vine al campo a vivir para que mi ID llevara una vida tranquila, reservando los tiros y las misiones suicidas para John Marston. La magnífica herencia de una raza que perdió el norte en las ruinas de su último reducto, tanto monta, monta tanto, dejó espacio para compartir un principio de alegría incluso sin poder llegar a tolerar bien las sorpresas.
Nadie quiere quedarse al descubierto ni sentirse desamparado. ¿Para qué cambiar? Puedo sentir vergüenza por muy poco, pero me importa una mierda lo que me digan desde fuera. Dentro, la desnudez es tan agradable que me tumbo sosegadamente en mi cama por las noches, liberado de esa extraña presión que tanto me incomoda, de esa batería de despropósitos que encuentro nada más cruzar la puerta.

lunes, 26 de marzo de 2012

HOY HACE DOS AÑOS

Hoy hace dos años empezó una historia de amor sin final.

Hoy hace dos años me acosté tarde, recuerdo, pasado mediodía. La emoción era tanta que no cabía en mi. Estaba sobrepasado, me sentía completamente embriagado; venía de un desayuno insólito y revelador. Cuando finalmente concilié el sueño, creí no haber descansado ni gota, pero no importaba: tenía el tiempo dominado, el inconcebible poder de malearlo a mi antojo y, lo más importante, me sentía capaz de todo. El resto de la noche me dedicaría a gozarlo activando los sentidos y el ímpetu al máximo.

Hoy hace dos años, quién lo diría, empecé a enterrar los mitos de mi eterna juventud; cerré la puerta de mi vida anterior de un golpetazo, utilizando las mismas vías que lo cimentaron, mostrando mis dulces garras. Pese a lo atropellado de la situación –el cortejo se gestó en un torrente-, no había lugar para la confusión: todo se debía a ella, ella era el patrón.

Hoy hace dos años vislumbramos la ventana más grande jamás abierta y nos situamos ante momentos parecidos, libres de culpa y pecado. Agotados por pesadas cargas concebibles en seres que bordean la treintena, alejados de las teorías más rocambolescas. El amor, la vida, nuestra miserable existencia humana… dejan de tener sentido si no estoy con ella. Sin ella, todo me parece vacuo e inútil. Mi antiguo yo ha mutado hasta parecer una sombra de lo que una vez equivocadamente sospeché me reconocía por doquier.

Hoy, desde hace dos años y como cada día, celebro con entusiasmo intacto el haberla conocido. Venero el suelo que pisa -como futura madre de mis hijos, a parte- sin sofocos ni dramas inocuos, observando cada uno de sus movimientos con reverencial pleitesía.

Hoy es un día especial. Hoy renovamos nuestros votos, hoy te escribo estas líneas sólo para decirte que te quiero, sólo para mostrarte mi alegría.

Hoy, mañana y siempre a tu lado, princesa. Porque el tiempo vive entre nosotros sin influencia ni deterioro, porque sé que sabes de lo que hablo y porque, juntos… ¡poremos!

lunes, 19 de marzo de 2012

LA MODA DE CORRER

Correr está de moda. Correr como Forrest Gump, sin ningún sentido ni destino.
Ahora que ha llegado la primavera, ahora que el sol ya no esconde ni tan siquiera sus poderosas tormentas, es justo ahora, que existe esa moda. Antes del Gran Apagón y después de que la pulga Messi continúe cimentando su leyenda.

De momento no oso superar los seis kilómetros. Estoy empezando y no pretendo forzar la máquina. En mi rutina semanal, aeróbicamente hablando, tengo entre ceja y ceja la idea de sumar, más que nada: sumar minutos y kilómetros, acostumbrando así a los músculos de mis extremidades (históricamente sumidos en un largo desuso). Me gustó la visión de Murakami al respecto, pese a que él como escritor me desalienta a menudo; en su libro De qué hablo cuando hablo de correr, proponía una especie de diálogo fengshuista 'a lo occidental' con su cuerpo, un 'tú no me jodas y yo te cuidaré hasta los límites' bastante curioso. Lo que ya no me gustó tanto fue que dejara de fumar en seco, siendo algo evidentemente beneficioso (no por ello más fácil de llevar a cabo): el tabaco, como hábito más antiguo adquirido, suele aparecer de improviso cuando el pensamiento se da por vencido.

34 minutos. Es el tiempo que raramente puedo reducir en esos 6 kilómetros acostumbrados. Una vez los hice en treinta y tres y poco, pero fue como una estrella fugaz en el cielo de invierno en un día que debí despertarme realmente bien. Porque, como dice mi hermano, hay días en que no sabes por qué pero el cuerpo no te responde, las piernas no te van y te pesa el culo.

Cuando hablo con otros que suelen salir a correr me desespero y ellos se tiran de los pelos: ¿'Treinta y cuánto?' 'Lo harás a un ritmo trotón-cochinero, ¿no?' No, pero ojalá fuera así, callo. Lo normal sería hacer 10 kilómetros en 50 minutos, unos 27 o 28 para mis seis, lo que vendría a equivaler a pérdidas de hasta ¡siete minutos! Al menos eso es lo que dicen.
No creo que mi forma de correr sea muy ortodoxa. A veces me miro en los espejos del gimnasio, como aquellos aprendices de culturismo sin abuela, intentando ponerme derecho para no balancear demasiado mis arqueadas piernas. Es como si flotara, como si tuviera la necesidad de aprender a volver a caminar o ir en bicicleta de nuevo. Gatear para subsanar el terrible error de haber empezado a respirar atropelladamente, haciendo sufrir con ello al delicado diafragma. ¿Cómo podría cambiar eso? Aunque me preocupa, tengo la vaga esperanza de aprender por repetición, como casi siempre que el talento no cubre todos los gastos.

Los 2 primeros kilómetros son en subida, por lo que saco el hígado maldiciendo las malas artes de la madre del ternero. Son 14 minutos de sufrimiento, que uso para comunicarme con mi cuerpo con la mayor rapidez posible; es mi calentamiento particular, en el que trato de conectarme con mi ser carnal susurrándole que todo irá bien, que el padecimiento pronto pasará, pero que él no me puede dejar tirado justo en ese momento. En este caso coincide con el llano -esa comunión entre el atleta y el entorno-, pero es regla habitual citarse con ritmo a partir del minuto quince. Si logras superar esa barrera te conviertes en invencible e irías corriendo hasta los confines del mundo.
Un insulso trayecto completamente plano precede una larga bajada en gravilla allá sobre el minuto veinte. Una masia imponente domina el vasto territorio y ejerce de anfitrión de las causas perdidas mientras la rodeo y recupero el equilibrio para el rush final (el último kilómetro y medio). Normalmente tendría que apretar los dientes y dar lo mejor de mi mismo, con el final tan cerca y las ganas de acabar con semejante dolor, pero yo no aguanto y me vengo abajo. Por la propia dinámica del hecho de correr en sí puede que mejore mis parciales –en esta parte final, me refiero-, pero, indudablemente, me puede más el cansancio acumulado y arrastro mis doloridas piernas miserablemente hacia la imaginaria meta.

Una de las cosas que más daño hace es el alcohol. Odio cualquier repecho, cierto es, pero odio más todavía no poder cortar con algunos malos hábitos. Habiendo pasado por encima del tabaco y sin ánimo de profesionalismos ilusorios, Dios sabe que la alimentación y los abrevaderos contaminados son decisivos. Engañar a tu traicionera mente se convierte en un ejercicio de puro circo romano; esta vida terrenal, tan exigua como perentoria, no ofrece recompensas que puedan contrarrestar un ánimo mayor tras la llamada de la madre Gea, de eso no hay duda. Exceptuando hechos incontrolables o de fuerza mayor, es así como lo veo, por lo que no voy a perder el tiempo en convertirme en un jodido iron man. Por suerte no he llegado a ese punto, aunque respeto a los de semejante calaña y les admiro tanto como a los que corren en bicicleta 225 kilómetros en pleno mes de julio (mientras yo les asisto desde el sofá cerveza en mano).

No me gusta competir. Competir significa comparar, y no me gusta compararme con nadie. Sin embargo, con la edad, he llegado a desarrollar interés por deportes que de más joven aborrecía, y algunos no pueden practicarse a solas. El tenis y el running -no lo voy a llamar atletismo porque no pretendo menospreciar al colectivo-, son dos ejemplos claros (con Ivan Lendl siempre en la memoria), y la intensidad con la que afronto ambas especialidades aumenta inexorablemente. Calcular el ímpetu para no agotar el repertorio a las primeras de cambio, junto con estrategias para dilapidar toda una herencia sedentaria sin tener la sensación de perder nada, son dos de mis objetivos. Eso sí, la línea que les separe del placer deberá ser lo más sutil posible, sobre todo para que los dos mundos, una vez presentados, no discutan ni piensen en aniquilarse entre ellos.

Correr está de moda. No necesitas nada, sólo un par de zapatillas y ganas de empezar. Creo que he vuelto a Murakami; es evidente que es muy saludable y que regula el sistema cardiorespiratorio y la flora intestinal, entre otras cosas. Yo no aspiro a grandes resultados pero sí a acostumbrarme y a ir subiendo peldaños poco a poco. Como no me gusta competir, dado mi mal perder y mi afán por la soledad en espacios abiertos (todo se acaba destapando, incluso mi forma rara de correr), yo soy mi único rival.

Sumar minutos y quilómetros para atreverme luego con más, pero… ¿por qué lo hago? Y, lo más importante…
¿en qué diablos pienso mientras corro?

lunes, 20 de febrero de 2012

VEINTE AÑOS SIN LUZ

Hoy hace veinte años hubo un apagón. Como antes, según la leyenda, la misma consiguió filtrarse por la iglesia que tanto he contemplado, no muy lejos de un San Ignacio desconocido, el enfermo.
La montaña mágica que hizo resoplar de admiración a mi impertérrito amigo francés, el origen de muchos de los misterios que tanto nos seducen, fue la encargada de canalizar semejante milagro. Siempre en veintiuno de febrero, nunca en otra fecha.
Si hoy hace veinte años se apagó la luz, todavía cuando alcanzamos a vislumbrar el recuerdo de un pasado legendario oigo el retumbar de la nada, inerte, en el suelo. Tirado en un charco de sangre y cemento recién inaugurado, dicen que mi padre saltó como un resorte desde aquel banco.
He tratado de imaginarme la situación algunas veces, visualizando el momento exacto en el que debió levantarme del suelo, con mis brazos caídos al espacio sideral y las caras poco acostumbradas de los otros niños. Calculando el tiempo que pasó entre una cosa y la otra, mi llegada al hospital, la oscuridad volcada en un repentino hachazo de la diosa negra, y el amargo vaivén entre la vida y la muerte, sin luz al final del túnel ni ningún rayo de esperanza cercano.
Hoy hace veinte años hubo un apagón. Mi visión sobre el mundo iba a cambiar poco a poco y con apenas doce años. La huella del accidente sigue muy presente en mi y hoy, veintiuno de febrero -veinte años después- no voy a salir de casa por si acaso. Como un rito extraño, como una tradición adherida a mi carrusel de manías y otras deidades menores, la vacuidad del ser adquiere todo su sentido e irresponsabilidad. La imposibilidad de permanecer en esta miserable vida terrenal, tal y como Morfeo se ha encargado de recordarme esta noche, la primera después de seis noches de esclavitud tras una semana de locura.

martes, 14 de febrero de 2012

PICOS A ULTRANZA

Es difícil reaccionar en un ambiente tan hermético.
No es de una hostilidad desmesurada, más bien resulta molesto y constante. Cuando las cosas no avanzan y los días se suceden entre el frío y el hielo, entrar en un bucle de negatividad puede ser un canal de rigidez condenadamente gélido.
Lo veo. Estoy en él. Percibo sus mierda-vibraciones con claridad y cierta pesadumbrez, ergo... será que el final no puede estar lejos.
Digo, hace frío. Muuuucho frío, más que nunca en esta estación. Mis nudillos empiezan a resquebrajarse. Es un hecho, el invierno suelta sus últimos coletazos.
De los polos se desprende la inmediatez del centro de la Tierra. De la candidez de las garras de la alimaña, entristecida por el cambio climático, se extrae el aceite de la clarividencia frenopática. La poca cabeza del orangután domado, que emprende migraciones a expensas de demasiadas pocas cosas. Un libertinaje mental difícil de entender si no naciste en esta península, maldita como ella sola. A nuestro atraso histórico me remito, no a la gloria imperial dilapidada en cereales de países llanos y herejes como ellos solos.
Hoy todo se quiere blanco y en botella, la gente no es consciente de que los privilegios adquiridos jamás fueron gratuitos. El ciudadano de a pie no quiere saber nada de luchas ni revueltas, no sea que pierda algo por el camino. Todos nos quejamos pero no hacemos nada para remediar una posible situación que atente contra nuestro modus vivendi. El mazo ha hecho estragos en las escuelas, pero parece no importar que la educación no debería depender nunca de los designios de un gobierno concreto.
Necesitamos una medida desesperada para descongestionar lo que la crisis embotelló. El privilegio: una camilla vacía. Anoche no tuve más remedio que dejar constancia fotográfica de la ineptitud de las cabezas pensantes de este puto lobby global. Del que paga la seguridad social y exige con desconocimiento ayer me encargué bien; éste comprende, de buena tinta -el bocaoreja entre memos corre como la pólvora-, que la mejor manera de permanecer es golpearse en el pecho al son de los tambores de una masculinidad pretérita. El que se sienta detrás del cristal, pero, sabe contrarrestar semejante corriente maligna, y no es a base de mal aliento y matasuegras precisamente.
Salí a pasear por la decadencia del campo yermo cogido de la mano del personaje más pintoresco del lugar. La botella la puse yo mismo, de mi bolsillo. Al llegar a la zona de combate, el pobre no pudo más que broncoaspirar con los ojos como platos. La retaguardia se convirtió para él en un recuerdo tan lejano como la ubre de una lágrima en busca de aliento. Bebimos un trago juntos y nos despedimos con un breve ademán.
Aborrezco la estupidez desde hace mucho, la mía sobre todo; al reflejarse en los demás, crea un efecto que sonrojaría al mismísimo Crick, apartando las miradas curiosas del verdadero problema que supone defender una posición absurdamente inalienable. Si abriésemos la mente en una orgía de LSD a lo chamán poseído, no habría suficiente espacio para todos. Sobre la complejidad de la doble hélice y su misterio poco que decir, pues: visto que el universo no perdona una y cómo suele reírse de nuestra acepción del espacio-tiempo, nos queda sólo seguir sentaditos mientras nos estrujamos el cinturón un poco más. O mientras nos lo estrujan, que no es lo mismo, y éstos sí que lo hacen con nocturnidad y alevosía.
Es muy difícil recuperar la capacidad de reacción en un ambiente tan hermético como este, es su día de los enamorados, pero las cosas no avanzan y los días se suceden entre picos que se alzan decididamente esquivos.


lunes, 6 de febrero de 2012

CUMPLÍ 32

El martes cumplí 32 años.

No fue la casualidad la que me alejó del foco y la tensión, ni tampoco la desesperación.

Un resorte natural de última hora, como dos niños agasajados en el sofá de improviso, un destello en el salón.

Cacareamos canciones que nos distinguen, no tomamos nada a cambio. Esta vez no fue necesario. Qué hay del humo, me preguntaron. El justo y el necesario, respondí, no lo voy a negar, no hace falta que se santigüen.

El día era gris, el frío de los gulags estaba al caer. Oímos la burbuja poco antes de caer, una razia, algo rápido, todo sin pensar en la hora de comer. Y el brindis… ¡ay, el brindis! El sol caía y no quería merendar, sacrílego impío, pero tampoco nos importunó.
¿Qué íbamos a hacer?

Estuvimos en Florencia dando una vuelta, no fue un rumor de babor ni estribor, ni del este o el salvaje oeste nos llegó la confirmación del mástil; mi vida entera lejos de tener sentido hasta entonces, pensé, esto es lo que enumera una existencia breve y cruel. Al día siguiente teníamos un vuelo a New Jersey.

Y luego...  oleadas de pasión y desenfreno, comida para perros, del destino hacia el faro que da nombre al rumbo entre dos mares, vida mía...
todo junto a ti, nada siempre contigo. ¿Qué más se puede pedir?

El martes cumplí 32 años. ¿Quieres preguntarme cómo pasé el día?


viernes, 27 de enero de 2012

SER PACIENTE

La paciencia, esa gran virtud irreconocible, perdida en combates imaginarios llenos de una agresividad natural mal digerida que arremete contra todo y contra todos. ¿Cuándo la perdí? ¿Qué hay que hacer para recuperarla?
Sé que está en juego no sólo una vertiente antisocial, si no también y sobre todo una sensación de engreimiento, como un verdugo sin aplomo –ni longanimidad- que camina a pecho descubierto sin miedo a ser señalado. Convertirme en un ser constantemente impaciente o estar en paz conmigo mismo; sentir cómo la frustración fluye por tus venas, cómo ese veneno endiablado avanza impunemente por doquier hasta cubrirte de un oscuro rencor lleno de energía negativa, cuando tú sólo esperas que pase de largo y acabe dejándote tranquilo de una puta vez. Así es de incontrolable esta maldita guerra interior que pretende –ilusoriamente- hacerme llegar tarde a todo.
La gente en el trabajo critica por tener algo de que hablar. Como decía mi madre, donde hay gente hay envidias. Y cuando no hay nada de que hablar, intentan establecer vínculos ficticios, la mayor parte de las veces obligados por un sentimiento de pertenencia que resulta inútil y extraño a ojos del que te paga la nómina a final de mes. Reconozco las reglas sociales básicas, pero muchas no las comparto y las considero completamente innecesarias. ¡Ay de mi, Schettino! Pobre diablo sin suerte ni ventura, esclavo de mi ser carnoso y cruel -bendito terrone-, ni por los mínimos básicos te salvas al fin y al cabo.
Estoy harto de ser condescendiente. Harto de pensar que tengo que serlo. ¿Quién me ha otorgado semejante poder? ¿Con qué propósito me creí mejor que los demás? Me paso las noches enteras buscando amparo entre la ausencia de empatía y el deterioro de la culpa, desternillándome con la falta de escrúpulos de la artificialidad más banal. Pero, ¿acaso no me he equivocado de camino? Cuánto aprendí con la de bandazos que pegué... ¿es que eso no cuenta, al menos siguiendo la aceptación griega en su sentido más estricto? Y lo más importante, ¿cuándo se callarán esas malditas voces involutivas que torturan al aprendiz día tras día?
La paciencia. Esa nefasta virtud olvidada, defenestrada por la poca voluntad de servir y la intransigencia del prójimo. Como si no estuviese en paz conmigo mismo, como si la distancia hacia mi madre fuese una losa demasiado pesada para mi o un trayecto a todas luces insalvable; la confianza destiñe el paso del tiempo y carece de pócimas milagrosas, pero, si no confías en nadie, ¿en qué te convierte eso? ¿Un simple aprendiz de maestro, crees?
¿Acaso he perdido toda esperanza? Todo renacería si dejase de intentar influir en mi entorno, si cejase en mi empeño de controlador nato. Mi verdad no es la única verdad, la paciencia no es el único rasgo evolutivo que no poseo. En eso ningún griego puede ayudarme.
Me sitúan en esa línea cercana al horizonte. A unos días de cumplir 32 años, descifrar esa violencia innata –ahora que las noches se acortan-, no depende de las necesidades mañaneras de mi perrita Chloe, pero no la exculpo del todo; la verdadera razón de mis atribulaciones tiene que ver más con la percepción equivocada de que todo lo que me envuelve es imperecedero, de que todo volverá a ser como antaño _un varadero en toda su magnitud. ¿Cómo recuperar la tranquilidad para aceptar cada propuesta alejada del impulso momentáneo?
Resistir los envites del Mal, que se presenta cíclicamente para recordarnos nuestra naturaleza humana, ya no es sólo una cuestión de espíritu. El tiempo es el único elemento que no somete al maestro, puesto que de él se alimenta; en su sabiduría, reconoce los valores del juez supremo para intentar permanecer, impasible ante las desdichas que van sembrando los alrededores de caos e indecisiones, manteniéndose firme y paciente, al menos hasta que salga el nuevo disco de The Mars Volta en marzo.