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sábado, 8 de octubre de 2016

TRASTORNOS



Los fines de semana que trabajo tengo la sensación de que el tiempo se me escapa de las manos como el viento abrasador del Sáhara, que en julio agita las cabelleras del vecindario con una promesa de calor tan efímero como el rato que acabo pasando en la calle.

La noche, que trae tan pérfidos presagios como los nubarrones que avanzan por poniente estos días, tiene elementos superficiales como los arañazos de una herida apenas audible. ¿Qué hice yo, con la noche, ahora que volví a toparme con ella?

Y entonces me cruzo con John Banville y no sé qué hacer ni cómo seguir intentando escribir cuando mi esposa ha vuelto a trabajar y a mi se me acumulan los achaques;

Se supone que la vida, la auténtica vida, es una lucha, una afirmación inagotable, la voluntad embistiendo con su cabeza roma contra la pared del mundo, cosas por el estilo, pero cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que la mayor parte de mis energías se dedicaron siempre a la simple búsqueda de cobijo, de comodidad, de, sí, lo admito, un rincón acogedor. Comprenderlo se me hace sorprendente, por no decir escandaloso. Antes me veía como una especie de bucanero, enfrentándome a todo el que se me ponía a tiro con un alfanje entre los dientes, pero ahora me veo obligado a reconocer que me engañaba. Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es lo único que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mi un refugio, allí donde voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya.

Espero que estos trastornos del sueño sean pasajeros o voy a acabar mal. 


domingo, 29 de septiembre de 2013

LA ESTACIÓN

La estación cambiante provoca miedo al caminante.

La estación del murmullo, siempre que se sea dueño del propio silencio: qué desidia al acostarse (y qué dolor).

Llega el frío, bueno, quiere llegar. No estoy preparado para seguir anticipándome mientras mi gobierno quiera apoderarse de lo intangible. Yo me apeo en la siguiente parada y recorro el paseo marítimo como antaño.

No había nadie. Ni agobios ni sofocos. El barco acababa de zarpar y, con el, todos los turistas hambrientos de paellas cocinadas a toda prisa y diques mal expuestos en alta mar. Así da gusto, carajo.

Quería hacer nuevas listas, nuevos aportes. Escuchar nueva música. Encajonar la ropa de verano. Me llamaron para trabajar. Tenía entre ceja y ceja The Place Beyond The Pines y en menor medida Cloud Atlas de las hermanas Wachowski. En otra época me hubiera encantado aunque las tres historias no encajaran tan bien. Y casi me cargo al Gosling, que estoy cerca de no soportar su cerúlea cara.

Fue el 23 de septiembre. Tuve que correr hacia el tren. Hubo cuórum. Estábamos los mismos que en Sicilia. Los mismos que nos colamos en los templos y descubrimos otro planeta en aquel volcán. Te voy a extrañar, amigo. Nuestras charlas. Uno nunca sabe que pasa con 15 años de antemano.


No soy melancólico. Hice una foto en el apeadero. Eran las 2:40 de la madrugada. Y miraba... a mi hijo. A mi pequeño príncipe. ¿Fueron diez minutos? ¿Quince? ¿Llegó con la tercera hora? Nos lo pasamos en grande incluso con otros quebraderos de cabeza latentes.

La estación reinante. Sólo para darle un sentido, en serio. Echaba tanto de menos al mar... qué dolor. Reviso los libros que me han acompañado este año y encuentro un sorprendente patrón. ¡Y resulta que estoy con Sciascia en una edición del 80, año de mi nacimiento! El mar tiene el color del vino, cómo solía doler.

La estación puede cambiar, yo seguiré aquí. Entre murmullos.

Dueño de mi propio silencio.