A veces, cuando cierro los ojos y me dejo ir, tengo la sensación extraña de querer no pertenecer a este mundo e imaginarme cómo sería la vida sin mi.

Reconozco que me puede el sueño y que la conexión que he establecido con mi hijo mayor, mi luz, es tan fuerte como el amor lactante y desesperadamente psicótico de una madre.
Mi hijo pequeño ya sonríe y yo me veo conduciendo de noche por la ciudad desierta con la banda sonora de Drive a todo trapo; no hay nada original en pensar en la soledad que otros llevan como una pesada losa y a mi me eleva hacia lugares en los que estuve y que invariablemente forman parte de mi ser.
Siento una desconexión hipnótica irreverente que hace que, a veces, quiera ser ese puto caracol que tiene la paciencia suficiente como para llegar a buen puerto. Y me arrastro por la campiña buscando cierta decencia para mi condena, ésta que se desarrolla en la dualidad del mundo que envejece y se desgasta con las palabras que trato de utilizar mientras ubico a cada militar en su lugar.