"... entonces, piensa que se despertaban tarde, supongo que cuando el cuerpo les decía basta, y luego desayunaban café y unos bollos de bolsa, cualquier cosa, sabes. Metían en el macuto una botella de agua congelada y algo de fruta, unas patatulis y un par de botellines de cerveza sin mirar el reloj, independientemente de la hora que fuera; se ve que, un día, incluso salieron de casa más tarde del mediodía,y que, según se dice, solían levantarse no antes de las diez... ¡con dos niños a su cargo!. Luego parece que se iban a la playa a pasar el día sin más".
"Dicen, porque eso no lo colgaban en las redes sociales tampoco, que compartían cierta preocupación en buscar un lugar cómodo —a una distancia prudencial de vecinos y otros moradores molestos, imagino—, pero que una vez establecido el campamento base, era como si el constante vaivén de las olas y su rumore ejerciera sobre ellos una especie de trance y todo lo demás dejara de importar —y, por extensión, de existir".
La vida es como un espeto, ensartada y abundantemente salada.
Hemos perdido la comunicación con nuestro entorno; somos una civilización alejada de la naturaleza, que huye de la conexión con bosques, ríos, montañas y desiertos, algo que nos definió como especie hace milenios.
Ya los antiguos egipcios construían según las estrellas y su historia no se explica sin el Nilo, su verdadero dios; llamaban tierra negra o khemet a su país, no «Egipto» (se lo pusieron los griegos); de hecho, la diferenciaban de la tierra roja o deshret, al otro lado del río. La tierra negra era fértil debido a las crecidas del Nilo, mientras que, en efecto, la tierra roja era un páramo yermo, era deshrieto.
¿Adivináis en qué ribera florecieron sus dinastías y en cuál enterraban a sus muertos?
Perdonad la broma. No obstante, es de justicia reconocer que hay grandes cantidades de descontrol y azar en este asunto: no es todo culpa del calentamiento global y del COVID. Aunque podría, es decir, define estos últimos años, nos marca, limita y previene; para la adolescencia, el nuevo fútbol y las crisis de fe no abren hasta septiembre.
Antes del trenecillo en el que transcurren nuestros días, me gusta pensar que todavía tenemos todos los dientes y no hay daños irremediables, con lo que me aterroriza eso —ya os dije lo mucho que me estoy acercando a las tietas, en el post anterior. Nuestro tren, decía, lo dirigía un señor de unos cuarenta años, pero unos cuarenta años del sur, curtidos; de tez morena, moldeada por el sol, con la línea de la barba muy alta, por encima de los mofletes (casi tocando el párpado). Tiene una cinta, pero no duda en poner el pause cada vez que considera que tiene que intervenir: "… Estas montañas son todas huecas...", "... Fíjense en aquella cueva, debajo de aquel cerro...", "... Nerja está justo al otro lado de esas paredes...".
"Dicen que los niños se lo pasaban en grande saltando las olas, jugando a pelota, raquetas y lanzando el disco. Y que sus padres eran partícipes".