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ed è subito sera |
Una sucesión de días feos, absurdos y muy parecidos entre ellos. En eso vive mientras construye su templo de los mil millones de años, hasta que se presente súbitamente la sera y no haya nada más que pelar.
Dieciséis días. De cincuenta y dos (lectivos). Un 30% del total hasta ahora. Si os paráis a pensar, cuando tiene la casa más que limpia y empieza a gritarle a los niños y solo piensa en comer y en otros placeres, es ahí, donde es consciente de que no consigue disfrutar ni fluir (habiendo pasado Halloween y con la Navidad a la vuelta de la esquina, me insiste).
¿Acaso falta escribirle a alguien, enviar algún mensaje? ¿Queda algo pendiente? No lo sabe, y además me lo suele preguntar a mí, como si yo manejara los hilos.
No olvida cosas, es el dolor de cabeza que le martillea las sienes, me dice. Y las sombras, cazadoras ellas, que no cejan en su empeño: es en los sueños, en tres sueños distintos cada noche, que se presentan bajo diversas formas, intereses y paraguas; de hecho, se levanta para ir al baño solo para cambiar de sueño, como en los recreativos cuando se te acaba la moneda y tienes que ir corriendo a buscar a tu madre para que te dé otra. Me cuenta uno que tiene tela:
"Desde la ventana de la cocina veíamos el incendio arriba, en el cerro. Por un momento parecía Calabria o los habituales focos de fuego sicilianos, pero resulta que estaba en la cocina de mi tía del pueblo, cerca de Monzón. Ella iba con un trapo de aquí para allá mientras yo le mostraba mi preocupación; le quitaba hierro al asunto (como los sicilianos y calabreses), cocinaba sus famosos macarrones gratinados, pero yo veía que tenía que hacer algo. La cocina era blanca, los marcos de las ventanas y puertas eran blancos, había un ambiente como bucólico o de bosque. En un momento, sé que tengo que subir montaña arriba, y lo hago. Con gran pesar, por cierto, como si me jugara algo importante. Vuelvo hecho una mierda, tiznado como un rey de Oriente caucásico. Y mi rictus ha cambiado, como si me hubiese desgastado mil yendo a ayudar lassù, aunque nadie mostrase que la situación fuera un desastre de proporciones bíblicas, que es como yo lo sentía. Fuera, la vida transcurría con normalidad".
Maldita autoexigencia. Y es que no quiere perder el progreso, para lo que alterna dos días sin beber alcohol con dos días haciendo algo parecido a lo que vendría ser el puto yoga. Y es que en dos meses cumple cuarenta y cinco años, con todo por decidir aún. Y me pregunta: ¿desde cuándo uno se acostumbra a vivir en el alambre? ¿Es posible que llegue algún día en el que todo fluya y no tenga que de/mostrar nada? Yo sonrío.
Cómo pesa su santuario. No estar ocupado como debería es como una puta losa en una sucesión de días feos, absurdos y fríos (hasta los cincuenta, mínimo).
En eso vive mientras observa —desde la lejanía— los otros templos construidos a su alrededor.
Ellos sí que saben, em diu.