Vi sus lágrimas, pude sentirlas. Estaba muy cansado pero noté un chasquido en mi fuero interno desde aquel pub de Camden Town, con sus calles remozando jolgorio y algarabía. Hacía frío y el suelo peligraba en un rumor, una antigua mastaba, cuando el tiempo de golpe se paró. Dejó de correr y, con él, nuestra alma quedó fuera.
De Londres, de sus calles, ¿que sabía yo? ¿Qué tengo yo de británico? Los pies ya no andaban, la zona lumbar temblaba.
Londres, en la noche, me tenía reservado algo de familiar y cercano. Son esas lágrimas apátridas. En las de antes, Londres habría recorrido nuestro sino sin extrañeza, como una profunda calada de cal; el humo, entre sus casas adosadas de estilo victoriano, disfrazaría las intenciones reales repercutiendo directamente la flema entre el carácter raro y amanerado de los nuevos amores, viejos rencores.

Era Londres, una de antes, y éramos nosotros, muchos de antes. Uno se casaría y sería necesario llamar al deshollinador y revolotear por Picadilly Circus y el maldito Big Ben (recuerda, recuerda... el parlamento no se lamenta).
Y me tumbé con ropa y todo en la incómoda letrina de muelles chirriantes, de boca supino. Había un cementerio detrás, el Saint Mary. No seríamos los únicos moradores y los cimientos temblaron de verdad al oírme platicar el inglés con cincuenta copas de más y me giré a un lado y vi a T. escupiendo al griterío vivo. Con él estaban G. y P, expectantes, a flor de piel. Y X. ocupando espacio, aguantando una cerveza.
Y, aunque sin prisa, diría que el reloj parecía que volvía a a correr de nuevo.
Nuestra alma volvería a estar dentro.
Como en las de antes.
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