No me importa que se acabe.
Que el cielo se nos caiga encima. Que el suelo ceda y pierda el eje.
No me importa.
Que haya guerras. Que la nueva sangre fluya. Que los políticos mientan y sean corruptos. Que mi hijo hable castellano.
No me importa y es más, me da igual. Que me miren si no sonrío. Que no encaje.
No me importa una puta mierda. Que aumente el paro, la crisis y haya hambrunas que nos degraden más aún. Que los niños disparen con el sol del perpetuo verano.
No me importa, es más, me la suda. Que la monarquía siga haciendo equilibrios y la plebe muera de vergüenza ajena. Que el aletargado siga de siesta. Que la televisión me maree.
Me la trae floja, no me importa. Que bajen los astronautas del futuro y saluden de paso a los del pasado. Que nos bombardeen y nos quiten de las manos el planeta que creímos nuestro. Que nos aplasten como las hormigas que no descubrimos al caminar, que borren nuestras huellas.
No me importa, qué cojones iba yo a hacer al respecto. Me importa una puta mierda, es más, me preocupa cero.
Que me hagan sonrojar. Que se mueran los míos y se vaya todo a tomar por el culo.
No me importa.
Qué coño me iba a importar a mi.
domingo, 9 de diciembre de 2012
viernes, 30 de noviembre de 2012
EL VAIVÉN, EL REHÉN
Desgracias sobre la oscilación del
globo en este vasto universo que nos contempla, la maldita casuística al
acecho, dijo mi vecino. Uno sobre diez mil, no tiene porque tocarte. Es un
porcentaje lo suficientemente amplio como para seguir con una sonrisa mañana al
despertar.
La subida a los Estanys de l’Angonella no tuvo nada de casual. Fue un acto
premeditado, bien organizado. Yo sólo iba de acompañante, ajeno al doloroso
sentimentalismo de mi familia política. Creí intuir que me necesitaban para
sumar piernas y presencia física y, de paso, aumentar los lazos de unión entre
nosotros a dos meses del nacimiento de mi primogénito L.
De eso ya hace días. El No me ha bloqueado tanto que apenas he
podido levantar el bolígrafo y, cuando lo he hecho, he acabado teniendo
agujetas. Y justo ha llegado el frío polar. Así de repente, sin avisar, en
plena luna llena; demasiadas cosas a las puertas de las últimas fiestas
navideñas. Me compré un ukelele para ajustar cuentas y en las clases de preparto ya ni siquiera me río.
Mi último pitillo en el balcón
del descansillo fue como una revelación: pude apreciar toda mi vida social desde
la vieja chimenea. Ésta, como si resurgiera de las cenizas de un pasado
esplendoroso, aparentaba un uso reciente que resultaba casi tan fantasmal como el
abandono al que sus propietarios sometieron a la vieja finca, ocupada por una
figura más propia de la mente de un sociópata que de un futuro padre de 32 años que retrocede a través del humo confundido del tabaco y los primeros
síntomas de congelación (sigo demasiado atento a las aventuras del Curiosity y muy poco comprometido con el mundo que nos rodea).miércoles, 31 de octubre de 2012
LA MADRE DE TONY SOPRANO
Eran otros
tiempos.
Por suerte,
la relación entre cónyuges ha cambiado a lo largo de los años, tan arcaica como
era. La igualdad entre sexos parece una simpleza torpe propia del medievo, tan
cultivada desde siempre; algunas civilizaciones han convertido en excepciones
tendencias que difuminaban el papel del macho en la manada, equiparando a la
hembra hasta trasladarla a la rueda del desarrollo, implacable mástil de
nuestro tiempo veloz y perecedero.
No hace
falta retroceder demasiado para calcular el daño. Las reclamaciones feministas
de mediados del siglo XX y la propuesta de asunción del riesgo físico calaron
entre los derechos más básicos de esta nuestra joven y denostada democracia,
pero no siempre fue así.
Eran otros
tiempos.
Yo nací en
los ochenta y viví en mi propia casa la barbarie de una educación y cultura
deficientes. Le echo la culpa a este imberbe país. Mi madre responde a un
estereotipo: el de mujer luchadora contra corriente; contra la corriente
devastadora que había en casa remaba, y contra las facturas, tres hijos y un
trabajo agotador. La madre de Tony Soprano, en cambio, sólo responde ante la
frialdad calculadora de esposa de un capo mafioso.
Está el caso
de Salvatore Vitro, el jardinero. Más de 25 años trabajando en los mismos
barrios por libre, sin pagar el pizzo
(impuesto mafioso). Un hombre honesto al que se le cruza por casualidad una
vieja gloria, Feech La Manna. Éste, ávido por recuperar el terreno perdido tras
un montón de años a la sombra, huele el dinero fácil y mediante la coacción y
la violencia pone tierra de por medio. El pobre jardinero acaba en el hospital,
con lo que no puede ocuparse de sus tareas, incluyendo el jardín de la tía de
Paulie Gualtieri, capo de la familia Soprano. Éste, curiosamente, observa al
visitarla que su jardín está algo descuidado. Tras la explicación pertinente,
el buitre, como ave carroña que es, se abalanza sobre su presa casi sin
pestañear; el pobre Sal Vitro, que hasta ese momento vivía una vida tranquila
sin contacto alguno con mafia alguna, se ve obligado a pagarle un ‘detalle’ a
Paulie (un 2% del negocio), por/para ‘protección’. Al estallar el conflicto
entre éste y La Manna, que reclama su parte del pastel (como dos rapiñas disputándose
su presa), Tony intercede repartiendo las zonas de influencia entre el
jardinero de La Manna y el desgraciado de Sal (con una compensación de uno de
los grandes para Paulie, de los que 500 son para Sal por ‘daños morales’), que
no puede más que acabar perdiendo en todos los casos: un brazo roto y varias
magulladuras, un porcentaje de sus ganancias perdido, su trabajo reducido a la
mitad, por lo que tiene que despedir a su compañero y sacar a su hijo de la
universidad para ayudarle y, lo que es peor, el convertirse en un ser
dependiente y casi asalariado de la mafia del norte de Jersey. Y toda por
una puta casualidad.
Eran otros
tiempos.
Las madres y
las mujeres de la mafia tienen dos opciones: o se someten o intentan sacar
tajada de su privilegiada situación. La vida de un soldado o un capo de la
mafia suele ser breve, pero no la de sus mujeres. Ellas casi nunca mueren o son
asesinadas. De facto, ellas son las que dirigen el negocio; como garante de una
ficción peligrosa pero ventajosa al jugar con las cartas adecuadas, la
madre de Tony Soprano aprovecha al máximo su poder emocional sobre el boss. Incapaz éste de escapar a su
brutal yugo, se tambalea entre su moral italiana impostada pero necesaria para
seguir sustentando esos valores que definen estas sociedades paralela -tan
estadounidense él-, hasta el punto de verse en la encrucijada de su vida: una
contradicción tras otra que le puede costar la caída del alambre que le ampara.
Carmela
sabía perfectamente donde se metía. Por suerte, para mi consorte sólo son
rumores, como los truenos de una tormenta lejana allá afuera. Son otros
tiempos, lapsos en los que la psique ha irrumpido con la fuerza necesaria para
enterrar parte de esa mierda prehistórica. El azar non c’entra niente, no tiene nada que ver. Las mujeres de hoy en
día, si les cerrasen la puerta en las narices como a la esposa del joven Vito
en El Padrino II o a la mismísima Kay, reaccionarían con disparidad respecto al
margen de los andenes: los trabajos y los días se convierten, así, en algo más
que meros intérpretes del devenir de mi impaciencia.
Las madres
se instalan en el fondo del intelecto, cerca de los máximos niveles de
consciencia, ocultas a la luz del quehacer hasta que emergen teniendo a bien
torturar y no conmutar el salvaje abuso que supone haber parido, pero esto mi
hijo tardará bastante en averiguarlo. O eso al menos espero: no es cosa casual
si la causa inverna las consecuencias y sale a flote en noches de luna llena
como la de hoy, que dirige y rige el futuro próximo con mano firme y me ve sin artificios, tal
y como soy.
El jardinero
va a tener que hacer un par o tres de jardines más gratis como parte del acuerdo.
Pobre cabrón.
Son otros
tiempos. Por suerte...
martes, 23 de octubre de 2012
BUCEABA...
... en un mar ajeno a la tranquilidad.
Buceaba...
... y una brutal tormenta se desató.
Buceaba...
... entre los bosques de llanegas y la maldad.
Buceaba...
... ¡y el señor rovellón apareció!
Buceaba entre lágrimas de paredes aparentemente grises y sus interminables pliegues goteando cansancio y apariencia hostil.
Buceaba al tiempo que escudriñaba las losas del tejado de mármol en mi oscuro pasajero del pasado, hasta que oí que me decían: todo lo demás es historia muerta. Pero yo, hasta crearme este nuevo estadio con mi nuevo disfraz de aprendiz, sudé tanta sangre como espinas pude haberme tragado, y nunca he asociado la historia con la muerte.
Buceaba... y toneladas de líquido amniótico tragaba. El 18 de octubre celebramos su primera onomástica según Bartleby. La duda ofende: ¿qué tengo yo de escritor del 'No'? Si lo único que hice fue hipotecar mi creatividad al primer diablo que se presentó sin oponer resistencia, exclamaría, pero para eso ya tengo a mi amigo @sercontingente. Con la llegada de la felicidad empeñé la pluma, ahora sólo me dedico a dejar constancia.
Buceaba...
... con los auriculares en la panza de su majestad.
Buceaba...
... ¡y sentí por momentos al enano burlón!
Buceaba...
... sentado en el copiloto de la vieja caridad.
Buceaba...
... ¡y la muy cabrona empezó a protestar!
Buceaba entre el tráfico del domingo mientras ese jodido loco austríaco planeaba tirarse desde la puta estratosfera. El atasco de las piedras milenarias se oyó desde allá arriba, desde Sallent a Manresa pasando por el hospital al que nunca acababa de llegar. Y cuando decidí volver a pasearme, en el gimnasio semi derruído del pueblo, la compañía del silencio nocturno pasaba a ser mi máxima prioridad. Un día por otro, retumbaron las campanas. El dolor de brazos era insportable, allí donde empieza el músculo, allí donde Ralf Cifaretto no alcanza.
Buceaba en un mar ajeno a la intranquilidad del futuro próximo. Serán las clases de inglés.
Buceaba...
... y una brutal calma me invadió.
jueves, 11 de octubre de 2012
CARA MANRESA III: EDUCARSE EN LA SALLE
Primero fue el sagrado vínculo y después pasamos por la adolescencia y las bondades del quartiere, pero hoy voy a relatarle cuatro cosas sobre la escuela y la formación que recibimos en la cofradía de los hermanos de La Salle.
Más allá del Bautista y la bula papal, con el tiempo siempre se consideró un privilegio estudiar con ellos, los Fratres scholarum christianorum. Al menos en mi ciudad, Manresa, dónde apenas había escuelas privadas del tipo y lo público era sinónimo de normalidad e inundaba la esfera de arcilla.
Para una familia como la nuestra estudiar en La Salle era un privilegio. En aquella época, mi madre pagaba 90,000 pesetas al mes (540€) para que sus tres hijos se educaran con las mejores perspectivas de futuro, y puedo asegurarle que, para su sueldo y los gastos de la casa, resultaba una auténtica burrada. Como con mi hermano mayor (36) fue bien, los dos pequeños seguimos el camino trazado hasta completar la primaria con 14 años.
Una de las cosas que mis amigos de La Font envidiaban era el enorme campo de juegos que teníamos, a la vista de estas líneas queda. Sobre el intenso proceso de urbanización que ha seguido la zona donde se ubica el centro escolar (principios S. XXI), en las afueras de la ciudad dirección Santpedor, nada hacía sospechar que algún día nos cambiaría el paisaje de manera tan abrupta; hoy en día, La Parada es un barrio de nuevo cuño, moderno y funcional, nido perfecto para los nuevos ejecutivos y trabajadores primerizos que se hipotecaron a ciegas.
Si tuviera que destacar algo concreto de ese periodo, sería sin duda las fiestas internas que se celebraban cada año; con sus barracas engalanadas y sus múltiples juegos, eran un acontecimiento esperado durante el año, tanto que el calendario seguro que se modificaba para darles cabida. Era legendario el partido de fútbol sala contra los profesores, donde infligirles humillación era lo más buscado por nuestra parte; el fútbol, deporte otrora practicado, fue también gozo durante las épocas alevines. Nunca fui el mejor pero hubo un año en que me hicieron capitán y mediapunta con el 10 hasta retrasar mi posición con los años, tanto, que acabé por salirme definitivamente del campo al cumplir los 20. Pero no todo era divertimento...
Rezábamos, no recuerdo la frecuencia pero diría que una vez al mes. La capilla no era ni reducto ni castigo, era simplemente un lugar al que teníamos que acudir de tanto en cuanto. En séptimo curso, había un profesor que repasaba uno a uno las uñas de los alumnos. Al que se las mordía le caía una bronca que ése aceptaba con la cabeza gacha, mientras yo rezaba (contexto obliga) para que no reparara demasiado en mi vieja y asquerosa manía; algun profesor tiró alguna tiza y provocó algún castigo físico sin importancia, nada cerca de los tiempos pretéritos que se rumoreaba con fastidio y temor infundado, y una docente con cara y pinta de bruja (según los cánones medievales) era tan inflexible que su nombre es leyenda hasta hoy, pero poco más. Una certeza: la calidad de la enseñanza. No sé cómo acabó influyendo la reforma educativa del ESO, por la que La Salle pasó a ser un centro concertado semi-privado y asumió alumnos de todas las clases sociales -si afectó o no al nivel al acabar con el elitismo-, pero que aprendimos unas firmes bases en nuestra época es algo indiscutible.
¿Qué hacía un tío de La Font como yo entre algunos de los hijos de las personas más pudientes de la ciudad? Yo también me lo pregunto a veces, ya que ni siquiera pertenecía a la clase media de la misma. Cuando mi padre nos llevaba al cole, le conminaba siempre a hacerlo metros atrás de la entrada por vergüenza a que viesen nuestro destartalado coche; de entre todos los compañeros, no mantengo ninguna relación especial con nadie. Tengo contacto ocasional con tres o cuatro de ellos, pero para lo fugaces y poco sinceros o atropellados que son, se trata de encuentros que no sólo he llegado a tolerar, si no que los disfruto y saboreo con una paciencia melancólica digna del rey de las primeras noches de otoño. No negaré que tengo una especial predilección por algunos, no voy a ser tan cínico, pero sí que no oculto la diferencia tan abismal que los años acabaron por capitalizar de buen grado. Y no hablo siempre en términos de dinero. En resumen: imagine un quinqui con traje de etiqueta yendo a una fiesta de la alta sociedad obligado por su madre. Su sacrificio mereció mucho la pena y nunca se lo podré agradecer lo suficiente.
Una anécdota: recuerdo perfectamente mi primer día en la escuela. El primer día de clase en primero de EGB lloraba como una madalena mientras mi madre me susurraba al oído cosas tranquilizantes e intentaba aplacar mi conato de rebeldía precoz como podía; en esas, una niña alta y desgarbada me miraba, sentada a mi lado. Alertada por mi comportamiento o tal vez por que no entendía mi reacción, se dirigió a mi, preguntándome: Per què plores? (¿Por qué lloras?) No recuerdo si me calmé o qué, pero nunca he podido olvidar esas horribles gafas azules. Otra: escuchar el Giro de Italia con un cojín mientras el resto de la clase pasaba los apuntes de Religión a limpio. Cuando el Kiku se dio cuenta estalló en carcajadas y todavía hoy me lo recuerda.
La Salle Manresa. 8 años de formación para no salirse del camino y como privilegio de clase. Y ya ni me acuerdo de las veces que me tacharon el nombre, aunque nunca tuviera la sensación de corromper lo mejor de los dos mundos: nada más llegar al instituto, empecé a fumar tras contemplar absorto la nube de humo que cubría el hall. Y ahí se acabó La Salle como recuerdo inocente de una época de desarrollo y frugalidad.
Más allá del Bautista y la bula papal, con el tiempo siempre se consideró un privilegio estudiar con ellos, los Fratres scholarum christianorum. Al menos en mi ciudad, Manresa, dónde apenas había escuelas privadas del tipo y lo público era sinónimo de normalidad e inundaba la esfera de arcilla.
Para una familia como la nuestra estudiar en La Salle era un privilegio. En aquella época, mi madre pagaba 90,000 pesetas al mes (540€) para que sus tres hijos se educaran con las mejores perspectivas de futuro, y puedo asegurarle que, para su sueldo y los gastos de la casa, resultaba una auténtica burrada. Como con mi hermano mayor (36) fue bien, los dos pequeños seguimos el camino trazado hasta completar la primaria con 14 años.
Una de las cosas que mis amigos de La Font envidiaban era el enorme campo de juegos que teníamos, a la vista de estas líneas queda. Sobre el intenso proceso de urbanización que ha seguido la zona donde se ubica el centro escolar (principios S. XXI), en las afueras de la ciudad dirección Santpedor, nada hacía sospechar que algún día nos cambiaría el paisaje de manera tan abrupta; hoy en día, La Parada es un barrio de nuevo cuño, moderno y funcional, nido perfecto para los nuevos ejecutivos y trabajadores primerizos que se hipotecaron a ciegas.
Si tuviera que destacar algo concreto de ese periodo, sería sin duda las fiestas internas que se celebraban cada año; con sus barracas engalanadas y sus múltiples juegos, eran un acontecimiento esperado durante el año, tanto que el calendario seguro que se modificaba para darles cabida. Era legendario el partido de fútbol sala contra los profesores, donde infligirles humillación era lo más buscado por nuestra parte; el fútbol, deporte otrora practicado, fue también gozo durante las épocas alevines. Nunca fui el mejor pero hubo un año en que me hicieron capitán y mediapunta con el 10 hasta retrasar mi posición con los años, tanto, que acabé por salirme definitivamente del campo al cumplir los 20. Pero no todo era divertimento...
Rezábamos, no recuerdo la frecuencia pero diría que una vez al mes. La capilla no era ni reducto ni castigo, era simplemente un lugar al que teníamos que acudir de tanto en cuanto. En séptimo curso, había un profesor que repasaba uno a uno las uñas de los alumnos. Al que se las mordía le caía una bronca que ése aceptaba con la cabeza gacha, mientras yo rezaba (contexto obliga) para que no reparara demasiado en mi vieja y asquerosa manía; algun profesor tiró alguna tiza y provocó algún castigo físico sin importancia, nada cerca de los tiempos pretéritos que se rumoreaba con fastidio y temor infundado, y una docente con cara y pinta de bruja (según los cánones medievales) era tan inflexible que su nombre es leyenda hasta hoy, pero poco más. Una certeza: la calidad de la enseñanza. No sé cómo acabó influyendo la reforma educativa del ESO, por la que La Salle pasó a ser un centro concertado semi-privado y asumió alumnos de todas las clases sociales -si afectó o no al nivel al acabar con el elitismo-, pero que aprendimos unas firmes bases en nuestra época es algo indiscutible.
¿Qué hacía un tío de La Font como yo entre algunos de los hijos de las personas más pudientes de la ciudad? Yo también me lo pregunto a veces, ya que ni siquiera pertenecía a la clase media de la misma. Cuando mi padre nos llevaba al cole, le conminaba siempre a hacerlo metros atrás de la entrada por vergüenza a que viesen nuestro destartalado coche; de entre todos los compañeros, no mantengo ninguna relación especial con nadie. Tengo contacto ocasional con tres o cuatro de ellos, pero para lo fugaces y poco sinceros o atropellados que son, se trata de encuentros que no sólo he llegado a tolerar, si no que los disfruto y saboreo con una paciencia melancólica digna del rey de las primeras noches de otoño. No negaré que tengo una especial predilección por algunos, no voy a ser tan cínico, pero sí que no oculto la diferencia tan abismal que los años acabaron por capitalizar de buen grado. Y no hablo siempre en términos de dinero. En resumen: imagine un quinqui con traje de etiqueta yendo a una fiesta de la alta sociedad obligado por su madre. Su sacrificio mereció mucho la pena y nunca se lo podré agradecer lo suficiente.
Una anécdota: recuerdo perfectamente mi primer día en la escuela. El primer día de clase en primero de EGB lloraba como una madalena mientras mi madre me susurraba al oído cosas tranquilizantes e intentaba aplacar mi conato de rebeldía precoz como podía; en esas, una niña alta y desgarbada me miraba, sentada a mi lado. Alertada por mi comportamiento o tal vez por que no entendía mi reacción, se dirigió a mi, preguntándome: Per què plores? (¿Por qué lloras?) No recuerdo si me calmé o qué, pero nunca he podido olvidar esas horribles gafas azules. Otra: escuchar el Giro de Italia con un cojín mientras el resto de la clase pasaba los apuntes de Religión a limpio. Cuando el Kiku se dio cuenta estalló en carcajadas y todavía hoy me lo recuerda.
La Salle Manresa. 8 años de formación para no salirse del camino y como privilegio de clase. Y ya ni me acuerdo de las veces que me tacharon el nombre, aunque nunca tuviera la sensación de corromper lo mejor de los dos mundos: nada más llegar al instituto, empecé a fumar tras contemplar absorto la nube de humo que cubría el hall. Y ahí se acabó La Salle como recuerdo inocente de una época de desarrollo y frugalidad.
lunes, 24 de septiembre de 2012
TIROS DE PORCELANA
Los recién nacidos son tan frágiles como la porcelana china, parece que estén hechos para caerse al suelo y romperse en mil pedazos.
Los niños. Esos estrafalarios mutantes.
A medida que uno va adquiriendo peso y responsabilidades, las ganas de tirarlo todo por la borda aumentan exponencialmente. Es un hecho inevitable, como dos fuerzas que se atraen por su poder intrínseco. La ciencia tiene que decir mucho al respecto, si bien acaba contrayéndose al tratar de explicar su naturaleza en sí misma (de tales hechos, se entiende).
Sea como fuere, entro por derecho propio en el club de los que se preguntan qué esperar cuando se está macerando; chicos, parados, hombres algunos, especimenes todos ellos con una misión concreta, grabada a fuego en sus cabezas: intentar ser útiles. Mi caso, sin ser excepcionalmente anormal, adquiere tintes épicos al tratarse concretamente de mi mismo. ¿Cómo puedo ser útil siendo tan inútil?
Entiéndase la inutilidad como un proceso largo y pesadamente inacabado. En otras palabras, madurar. Como la fruta de temporada y el vino agrio o el sol del tramonto (ocaso), que corre presto a esconderse cada día sin remedio; tras descubrir que con los años nunca llegaré a ser como el padre todo terreno de antaño, me digo a mi mismo que elijo la opción contemporánea de la 'modernidad'.
Ser un padre moderno tendrá sus inconvenientes, por no hablar de la opinión maternal, pero ahora mismo resulta el único camino viable si no quiero acabar arrojando por la borda al pequeño cabroncete a las primeras de cambio. Cuando veo a mi amigo Tognâo con su Junior (2 meses) se me cae la puta baba y me hace ansiar el momento más esperado de la vida mortal: el puto parto.
Me resulta gracioso cuando se me acerca alguien con ganas de aconsejar en estos asuntos. Yo escucho, o hago ver que escucho, para acabar pensando 'eso no me tiene porque pasar a mi'. No lo puedes decir abiertamente porque, para ellos, se trata de verdades universales, ¡o qué me he creído yo!
Es sorprendente que casi nunca se refieran a cosas buenas o agradables, todo es un jodido infierno cuando se trata de recién nacidos y vasijas de porcelana china valiosísimas. Después de clamar al cielo y mentar a la madre del cordero, se oye un 'pero vale la pena, ¿eh? Es lo más grande del mundo'. Sus dudas intentan ser transferidas con la misma velocidad con la que pretenden olvidarse: sabido por todos es que el sufrimiento ajeno ayuda a paliar el propio sobre manera. El dolor del prójimo nunca es suficiente para pensar en las horas de sueño que voy a perder en tanto me pego un par de tiros, según me cuentan, así que a parte de la obviedad de ver crecer a algo 'tuyo-propio', pocas satisfacciones me quedan. Por no recurrir al paso de los años, a las futuras compañías y a la adolescencia y las frustraciones paternas abocadas en un salto al vacío mortal de necesidad. Todo muy simple, todo en un mísero tarro. No esperarás que investigue sobre cualquier otro tema, ¿no?
Visualizar el futuro quisiera. O no lo quisiera, pero es tan inevitable como el hastío de la mañana. Me agota, aunque he mejorado mis tiempos de reacción. Mi hijo va a ser astronauta, le digo a un amigo, pero mientras él baña sus tardes con alcohol ocupándose del huerto, vuelve a despedirme con un 'tío, por cierto, enhorabuena por tu paternidad', un 'vaya marrón' digno de nuestra generación PS. ¿Astronauta? El zagal va a ser lo que él quiera. En mis manos y las de los míos reinará el poder para que no se desvíe del camino y logre colmar sus objetivos vitales.
Qué cómo me siento... Estoy en ello, amigo mío, las palabras me esquivan. Sólo espero que mi amada Laura no sufra. 'Disfruta del embarazo', como si yo gestara el virus, 'piensa que yo lo echo de menos'. Parece ser que hay una serie de máximas que se repiten irremediablemente, pero yo prefiero esperar a verlo con mis propios ojos.
Sólo por esa sensación, por ese estremecimiento indudable, calculo mis próximos tres meses intentando averiguar cómo diablos se coge a un bebé sin depender de la marea ni mirar atrás.
¿O es que no tengo derecho a emocionarme?
A medida que uno va adquiriendo peso y responsabilidades, las ganas de tirarlo todo por la borda aumentan exponencialmente. Es un hecho inevitable, como dos fuerzas que se atraen por su poder intrínseco. La ciencia tiene que decir mucho al respecto, si bien acaba contrayéndose al tratar de explicar su naturaleza en sí misma (de tales hechos, se entiende).
Sea como fuere, entro por derecho propio en el club de los que se preguntan qué esperar cuando se está macerando; chicos, parados, hombres algunos, especimenes todos ellos con una misión concreta, grabada a fuego en sus cabezas: intentar ser útiles. Mi caso, sin ser excepcionalmente anormal, adquiere tintes épicos al tratarse concretamente de mi mismo. ¿Cómo puedo ser útil siendo tan inútil?
Entiéndase la inutilidad como un proceso largo y pesadamente inacabado. En otras palabras, madurar. Como la fruta de temporada y el vino agrio o el sol del tramonto (ocaso), que corre presto a esconderse cada día sin remedio; tras descubrir que con los años nunca llegaré a ser como el padre todo terreno de antaño, me digo a mi mismo que elijo la opción contemporánea de la 'modernidad'.
Ser un padre moderno tendrá sus inconvenientes, por no hablar de la opinión maternal, pero ahora mismo resulta el único camino viable si no quiero acabar arrojando por la borda al pequeño cabroncete a las primeras de cambio. Cuando veo a mi amigo Tognâo con su Junior (2 meses) se me cae la puta baba y me hace ansiar el momento más esperado de la vida mortal: el puto parto.
Me resulta gracioso cuando se me acerca alguien con ganas de aconsejar en estos asuntos. Yo escucho, o hago ver que escucho, para acabar pensando 'eso no me tiene porque pasar a mi'. No lo puedes decir abiertamente porque, para ellos, se trata de verdades universales, ¡o qué me he creído yo!
Visualizar el futuro quisiera. O no lo quisiera, pero es tan inevitable como el hastío de la mañana. Me agota, aunque he mejorado mis tiempos de reacción. Mi hijo va a ser astronauta, le digo a un amigo, pero mientras él baña sus tardes con alcohol ocupándose del huerto, vuelve a despedirme con un 'tío, por cierto, enhorabuena por tu paternidad', un 'vaya marrón' digno de nuestra generación PS. ¿Astronauta? El zagal va a ser lo que él quiera. En mis manos y las de los míos reinará el poder para que no se desvíe del camino y logre colmar sus objetivos vitales.
Qué cómo me siento... Estoy en ello, amigo mío, las palabras me esquivan. Sólo espero que mi amada Laura no sufra. 'Disfruta del embarazo', como si yo gestara el virus, 'piensa que yo lo echo de menos'. Parece ser que hay una serie de máximas que se repiten irremediablemente, pero yo prefiero esperar a verlo con mis propios ojos.
Sólo por esa sensación, por ese estremecimiento indudable, calculo mis próximos tres meses intentando averiguar cómo diablos se coge a un bebé sin depender de la marea ni mirar atrás.
¿O es que no tengo derecho a emocionarme?
miércoles, 29 de agosto de 2012
CAUSA DE FUERZA MAYOR
Érase una vez una señora que solía caminar por los pasillos de los hospitales con tal distracción que dónde veía palpitaciones, sufridas una vez al mes sin tratamiento, creía padecer de lo mismo una vez al año pero con medicamentos; la pobre mujer, después de un par de horas de vaguedades, salió a respirar aire puro y se topó con su vecina favorita al doblar la esquina ('es que esto está muy mal señalizado, me han dicho que fuera a Dinamarca y no hay manera'). Ésta la contó algo sobre unos vértigos que tuvo el martes pasado pero que a día de hoy, jueves, no entendía por qué le habían desaparecido. Al acabar encontrando el bloque 'D', quedaron para jugar al parchís e hincharse a licor de pomelo el sábado.
El pequeño cabroncete, que perseguía las sinrazones como el cazador de tornados pero sin todo el trajín, amaba pasar las noches escuchando diálogos absurdos sobre médicos y hospitales que suelen copar las horas muertas de las gentes ociosas y las señoras de cierta edad (no diagnosticadas, se entiende).
Luego estaba aquel chico joven. Le dolían las plantas de los pies, sobre todo antes de ir a trabajar. Le pitaban los oídos también, y al incorporarse del sofá de repente, unos mareos le importunaban sobre manera. Por eso y no por otras cosas, creía tener un cuadro clínico de diabetes. El doctor, un hombrecillo curioso de procedencia americana, le dijo que su sintomatología no presentaba ese cuadro concreto, a lo que el chico le respondió con un 'hay que hacer pruebas, no es seguro'. Le conminó a visitar una área del servicio de urgencias concreta, a lo que el respondió con un imperativo y tuteándole: 'apúntamelo que luego no me acuerdo'. El pequeñín se enteró que, al cabo de muy poco, aquel chico joven acabó en la planta de psiquiatría de un hospital provincial.
Menudo cabrón estaba hecho. De todas formas, adoraba a la gente mayor. Las historias que le contaba su abuelo eran imprescindibles para su educación católico-románico-apostólica. Aprendió a ser mayor con presteza y a explotar los escasos recursos disponibles. Conoció a un hombre hecho y derecho, un cuarentón. Recio, y diríase de tez bronceada todo el año. Una vez le dijo, en tono solemne, que sudaba demasiado. 'Es por las pastillas que me tomo'. Su cara de asombro fue total: 'pero hoy me sudan las axilas mucho más de lo acostumbrado, puede que esté deshidratado'. Vete a urgencias, le dijo, pero no te sorprendas si te atiende un médico no nativo. 'Hoy en día no hay diferencia ya, es la globalización, chiquitín'. Y luego llamó al 112 para que le enviaran una ambulancia a casa.
No era tan pequeño en realidad. Su baja estatura convidaba a pensar que era un crío, casi al nivel de Tyrion Lannister pero sin su inteligencia. Era más 'furbo', como se dice en italiano, un listillo nato. En el hospital llegaron a tolerarlo e incluso se hizo amigo del recepcionista. Ellos le contaban historias apasionantes, relatos de gente anónima, gente con sus vicisitudes y sus neuras. 'La noche es muy mala', oyó una vez. No había referencia alguna a fiesta o locales nocturnos de moda. Las amigas vecinas, septuagenarias ellas, formaban parte de la clientela asidua del recinto. Con el tiempo también llegaron a apreciar al muchacho, aunque le cambiaran el nombre cada vez que le veían. Otra vez aguantó los lloriqueos de unos ambulancieros (técnico y conductor), hartos ellos, según decían, de funcionar como un simple servicio de taxis: 'El otro día, un tío al que le sudaban los sobacos, y encima nos hizo parar en un bar para comprar tabaco'. 'Es indignante, putos médicos (los que lo autorizan), ¿pero qué se han creído?' El miedo a las represalias físicas puede que fuera definitivo; de sobras es conocido, en los ambientes no tan turbios, que para que te atiendan en cualquier lugar antes que a otro hay que liar un buen pollo. Montar un cristo, vamos; en los centros de salud suele recurrirse al más manido 'yo pago la seguridad social, te estoy pagando yo', a todo grito y sin miedo a quedar en ridículo.
El retaco, aliado de la comunidad árabe, nunca tuvo problemas de ningún tipo en el barrio, gueto salafí. Como acompañante y oyente de lujo, se permitió la licencia de asisitir a una urgencia con su amigo Muhammad. Le rogó que le acompañase al hospital, ya que él no dominaba el idioma. Pensó que eso no era un impedimento pero accedió de todas formas. Una vez dentro, con el truco de la amenaza puesto en marcha, tuvo la ocurrencia de robar material médico, a ver qué pasaba. Había oído tantas historias sobre el mundillo que pensó que quizá podría portagonizar una. Lo que no se imaginó es que acabaría en una camilla hecho trizas; el recepcionista llamó a la policía en cuanto le advirtieron y éstos se emplearon con firmeza para reducirle. ¡Aquel cabroncete estaba hecho un torete! Como se las sabía todas, denunció a los agentes en cuestión y consiguió una paga de por vida y la invalidez permanente. Cuando regresó al hospital, tiempo después, ya nadie le recibía amigablemente y tuvo que conformarse con fumarse sus pitillos en la entrada, al acecho de cualquiera que quisiera conversar.
El mes de agosto es muy malo, pero por suerte ya se acaba...
'¿Me puede llamar a un taxis?' *
*Por cortesía de mi compi David Guitart.
El pequeño cabroncete, que perseguía las sinrazones como el cazador de tornados pero sin todo el trajín, amaba pasar las noches escuchando diálogos absurdos sobre médicos y hospitales que suelen copar las horas muertas de las gentes ociosas y las señoras de cierta edad (no diagnosticadas, se entiende).
Luego estaba aquel chico joven. Le dolían las plantas de los pies, sobre todo antes de ir a trabajar. Le pitaban los oídos también, y al incorporarse del sofá de repente, unos mareos le importunaban sobre manera. Por eso y no por otras cosas, creía tener un cuadro clínico de diabetes. El doctor, un hombrecillo curioso de procedencia americana, le dijo que su sintomatología no presentaba ese cuadro concreto, a lo que el chico le respondió con un 'hay que hacer pruebas, no es seguro'. Le conminó a visitar una área del servicio de urgencias concreta, a lo que el respondió con un imperativo y tuteándole: 'apúntamelo que luego no me acuerdo'. El pequeñín se enteró que, al cabo de muy poco, aquel chico joven acabó en la planta de psiquiatría de un hospital provincial.
Menudo cabrón estaba hecho. De todas formas, adoraba a la gente mayor. Las historias que le contaba su abuelo eran imprescindibles para su educación católico-románico-apostólica. Aprendió a ser mayor con presteza y a explotar los escasos recursos disponibles. Conoció a un hombre hecho y derecho, un cuarentón. Recio, y diríase de tez bronceada todo el año. Una vez le dijo, en tono solemne, que sudaba demasiado. 'Es por las pastillas que me tomo'. Su cara de asombro fue total: 'pero hoy me sudan las axilas mucho más de lo acostumbrado, puede que esté deshidratado'. Vete a urgencias, le dijo, pero no te sorprendas si te atiende un médico no nativo. 'Hoy en día no hay diferencia ya, es la globalización, chiquitín'. Y luego llamó al 112 para que le enviaran una ambulancia a casa.
No era tan pequeño en realidad. Su baja estatura convidaba a pensar que era un crío, casi al nivel de Tyrion Lannister pero sin su inteligencia. Era más 'furbo', como se dice en italiano, un listillo nato. En el hospital llegaron a tolerarlo e incluso se hizo amigo del recepcionista. Ellos le contaban historias apasionantes, relatos de gente anónima, gente con sus vicisitudes y sus neuras. 'La noche es muy mala', oyó una vez. No había referencia alguna a fiesta o locales nocturnos de moda. Las amigas vecinas, septuagenarias ellas, formaban parte de la clientela asidua del recinto. Con el tiempo también llegaron a apreciar al muchacho, aunque le cambiaran el nombre cada vez que le veían. Otra vez aguantó los lloriqueos de unos ambulancieros (técnico y conductor), hartos ellos, según decían, de funcionar como un simple servicio de taxis: 'El otro día, un tío al que le sudaban los sobacos, y encima nos hizo parar en un bar para comprar tabaco'. 'Es indignante, putos médicos (los que lo autorizan), ¿pero qué se han creído?' El miedo a las represalias físicas puede que fuera definitivo; de sobras es conocido, en los ambientes no tan turbios, que para que te atiendan en cualquier lugar antes que a otro hay que liar un buen pollo. Montar un cristo, vamos; en los centros de salud suele recurrirse al más manido 'yo pago la seguridad social, te estoy pagando yo', a todo grito y sin miedo a quedar en ridículo.
El retaco, aliado de la comunidad árabe, nunca tuvo problemas de ningún tipo en el barrio, gueto salafí. Como acompañante y oyente de lujo, se permitió la licencia de asisitir a una urgencia con su amigo Muhammad. Le rogó que le acompañase al hospital, ya que él no dominaba el idioma. Pensó que eso no era un impedimento pero accedió de todas formas. Una vez dentro, con el truco de la amenaza puesto en marcha, tuvo la ocurrencia de robar material médico, a ver qué pasaba. Había oído tantas historias sobre el mundillo que pensó que quizá podría portagonizar una. Lo que no se imaginó es que acabaría en una camilla hecho trizas; el recepcionista llamó a la policía en cuanto le advirtieron y éstos se emplearon con firmeza para reducirle. ¡Aquel cabroncete estaba hecho un torete! Como se las sabía todas, denunció a los agentes en cuestión y consiguió una paga de por vida y la invalidez permanente. Cuando regresó al hospital, tiempo después, ya nadie le recibía amigablemente y tuvo que conformarse con fumarse sus pitillos en la entrada, al acecho de cualquiera que quisiera conversar.
El mes de agosto es muy malo, pero por suerte ya se acaba...
'¿Me puede llamar a un taxis?' *
*Por cortesía de mi compi David Guitart.
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