sábado, 17 de diciembre de 2011
PALCO DE CERA
El hedor de la sala de espera era tan insoportable que apenas podía mantenerse en pie, por lo que decidió sentarse.
Olía a viejo muerto -pese a que nunca había visto uno-, sabía que esa profundidad no podía venir de ningún otro lado. Luego se acordó de Arthur -amigo de su padre-, marqués de un recóndito territorio normando, que ejerció su profesión con esmero durante años en la antigua colonia francesa de Guadalupe, algo bastante exótico.
Una pareja teutona de hippies, ajena al bullicio de las quejas, a las leyes de la física más elemental y las buenas maneras, se preparaba para cenar un estupendo queso azul de mierda. Mientras ella dejaba el suelo perdido de migas de pan, un anciano de tez oscura y cara agria se apresuraba por su espalda presto a recriminarle tan infame actitud. Luca le miró de inmediato haciendo un gesto negativo y el viejo cambió de idea.
El asfixiante calor de la isla, que convertía los campos de cultivo de arroz tailandeses en un vergel terrenal, desgreñaba y suscitaba una sucia sensación pegajosa muy persistente. De repente, un exagerado pedo resonó como un trueno en mitad de la tormenta, empeorando si cabe la insalubridad del lugar e incomodando aún más al personal. Un extraño personaje de apariencia poco cabal caminaba a destiempo, era en él todo hediondez; desde los pies a la cabeza, pasando por sus vestiduras altas presididas por vómitos u otros detritos poco claros, ofrecía un aspecto tan lamentable que Luca no podía dejar de mirarlo. Un único pedo no podía oler tan mal ni ser tan definitivo, tenía que haber algo más en aquél barbudo insondable.
Como la ventilación escaseaba, la voluntad debía permanecer inquebrantable, casi tanto como el recuerdo de una vida anterior felicísima. La lejanía de sus amados padres era un handicap que asumía con la naturalidad propia de su bisoñez. Su padre, un tipo apuesto nacido en la península ibérica, había recorrido todos aquellos lugares antes que él. Su mujer le había abandonado poco antes de nacer, por lo que no le quedó más remedio que huir tras los pasos de su propio yo. Luca repartía su tiempo entre ambos con la maleta siempre a punto. Ahora, perdido entre los recovecos insulares de aquella maldita ciudad sin ley, esperaba con ansia el reencuentro con sus primos no carnales. Serían como unas vacaciones, pero antes tenía que esperar turno como todos.
Se miraba nerviosamente la tarjeta que le colgaba del pecho. Visitor, con la 'v' más grande que las otras letras. Había seguido su propio camino. Pese al encarcelamiento de su padre en un país sin tratado de extradición años atrás, finalizó la licenciatura con honores y fue el mejor de su promoción. En la academia no disfrutó tanto pero siguió engrandeciendo su currículo. Cuando su país de adopción lo reclamó para combatir al crimen organizado se convirtió en un ser casi tan solitario como su padre. Su madre desaprobaba semejante estilo de vida, pero sus métodos eran infalibles y se había ganado el respeto de todos desde las calles de su añorada Palermo.
Un guardia de mirada lúgubre se acercó a él lentamente. Sabía quién era y le llamó por su nombre en susurros para que los demás no se percataran. Luca le siguió sin pensárselo, movido por un resorte de disciplina militar aprendida. Una sala anexa acogía a dos hombres en situación dispar: un traje naranja sentaba al preso y otro verde oliva mantenía firme al soldado local. Había perdido la fe demasiado pronto, pensaba para sus adentros. Les dejaron solos. Padre e hijo frente a frente, años después.
Olía a viejo muerto. Llévame contigo, oyó que le dijo. Luca no pudo seguir sentado, por lo que decidió levantarse. Luego se acordó de lo felices que habían sido y salió por la puerta hacia el exterior. Se fumó un cigarrillo empapado en sudor debido a la fuerte humedad de la isla, pero tenía que haber algo más en todo aquello. Cuando volvió a entrar al calabozo, su padre ya no estaba y, en su lugar, unos grilletes como los que usaban los guerrilleros de las montañas libias sonreían al capataz de lo fugaz. Desde la sala de espera a la salida ya no olía tan raro y nadie le dijo nada cuando abandonó definitivamente el lugar.
Serían como unas vacaciones, se dijo, mientras abría la puerta del coche y la pareja de teutones le saludaban con un ademán tan tosco como exótico resultó ser todo al final.
viernes, 2 de diciembre de 2011
UNA LOTERÍA
El martes pasado soñó que le había tocado la lotería europea. Se despertó aturdido el miércoles.
No desayunó copiosamente porque tenía pensado ir al gimnasio, pero antes tenía que pasarse por el colmado para comprar leche y algunos enseres que necesitaba para la casa. Había pasado muy mala noche.
Parecía un día normal. Seguía con poco trabajo y demasiado tiempo libre. Su perrita lo agradecía en forma de lametones constantes, no se cansaba. Todavía era temprano pero la resaca era considerable.
No vio a nadie conocido, la calle principal del pueblo aún estaba desperezándose. En el ventanal de la administración número 32 había un un gran cartel naranja fluorescente que anunciaba la buena nueva. 'Sellado aquí'. A bombo y platillo. ¿Qué ganaba el administrador con ello? ¿Popularidad? ¿Una parte del botín? ¿Atraer nuevos jugadores con un fin oscuro y tendencioso?
Pasó de largo repeliendo estos pensamientos y otros más fantasiosos, como cuando trataba de esquivar al borracho del pueblo cambiándose de acera. No lo hacía por no escucharle ni por aguantar sus improperios, si no más bien por una cuestión de pulcritud almidonada autoinfligida, su escudo protector infalible; con él pretendía engañar a la gente y hacer creer que seguía manteniendo su estatus de lobo solitario impoluto.
Se había dejado encendida la televisión. ¿Se habría topado con aquél tipo la noche anterior? Es extraño, no es una persona que suela levantarse con la caja tonta. La apagó de inmediato. Olvidó que quería consultar la previsión del tiempo. Se duchó a regañadientes, ya que semejante cosa significaba que la mañana comenzaba a esfumarse. Sentía una gran pereza al pensar en máquinas, pesas y cintas de correr. Odiaba sentirse como una cobaya de laboratorio sólo para poder dormir un poco mejor por la noche e ir más veces de vientre.
Una vez en la sala, todos comentaban lo del premio. 'Ha tocado en el pueblo'. '¿Se sabe quién ha sido?'. Las peluquerías estaban a rebosar, en el mercado no se hablaba de otra cosa.
Estaba exhausto después de 45 minutos de ejercicio cardiovascular. Maldijo los primeros quince minutos porque se había olvidado el iPod y no encontraba el ritmo. Sudaba como un cerdo. Se fue corriendo hacia el vestuario, recogió sus pertenencias y salió a toda leche de allí, no sin antes escuchar de fondo un '... ese tiene la vida solucionada...'. Volvió a meterse en la ducha, su fiel compañera no salió a recibirle. La casa estaba fría pese a que el invierno se estaba haciendo de rogar. Se untó bien el cuerpo con aquél body milk que tanto le gusta, uno con extracto de papaya y algas. El agua corría por su erguida cara y buscaba la manera para que le tapara los oídos; de una forma intermitente pero muy agradable, disfrutaba de una sensación de libertad alejada del murmullo constante, bañada por el elixir más sagrado y característico de nuestro planeta.
Eran casi las dos pero parecían las tres. El sol no estaba muy alto y no tenía mucha hambre. Comió sin ganas y se quedó dormido en el sofá antes de fumarse el cigarrillo habitual. Encendió la televisión, y al momento advirtió la silueta del edificio que identifica a su localidad natal. Hablaban de la lotería europea. Saltó del sofá como un resorte. Comprobó su boleto en el móvil, por si acaso, pero nadie le había llamado. No encontraba su cartera ni el resguardo. Se quedó petrificado. Tenía un pálpito. ¿Había soñado que le tocaba la lotería europea? Llamaron a la puerta. Era el borracho del pueblo. Sería imposible esquivarlo. 'Qué quieres'. 'He encontrado tu cartera en la calle'. '¿Mi cartera?' Bajó las escaleras a toda prisa y allí estaban los dos: el borracho y la cartera, ambos sostenidos por un asqueroso brazo.
La pequeña Chloe empezó a ladrar de inmediato. Los dos hombres discutían. Le conminó a quedarse con el metálico y a olvidarse del asunto. 'Subamos, te invito a una copa'. Ambos se miraban con el rabillo del ojo. La resaca había desaparecido por completo, sustituída por un nerviosismo generalizado y una falta de oxígeno preocupante. El borrachuzo trataba de chantajearle mientras él sólo pensaba en recuperar su boleto a toda costa. No quedaba alcohol en el mueble-bar. Ambos se quedaron atónitos al descubrirlo, el borracho sobre todo. No decidió darle más cancha al estupor generalizado y se abalanzó sobre el repugnante personaje con un grito de guerra, cual animal enjaulado. Al caer -el borracho no llegó ni siquiera a zafarse-, entendió que su oponente se había golpeado la cabeza con el bordillo de la maciza mesa de roble del comedor. Murió en el acto, pero de eso no se percató hasta la quincuagésima cuchillada.
Con la ropa ensangrentada y un vigor renovado a la par que triunfante, le arrancó la cartera de su mano pegajosa e inerte. Sacó el boleto de la lotería europea, pero los números diferían sustancialmente de los que tenía en la cabeza.
Parecía un día normal, la noche anterior incluso había soñado que le tocaba la lotería.
Tenía demasiado tiempo libre.
No desayunó copiosamente porque tenía pensado ir al gimnasio, pero antes tenía que pasarse por el colmado para comprar leche y algunos enseres que necesitaba para la casa. Había pasado muy mala noche.
Parecía un día normal. Seguía con poco trabajo y demasiado tiempo libre. Su perrita lo agradecía en forma de lametones constantes, no se cansaba. Todavía era temprano pero la resaca era considerable.
No vio a nadie conocido, la calle principal del pueblo aún estaba desperezándose. En el ventanal de la administración número 32 había un un gran cartel naranja fluorescente que anunciaba la buena nueva. 'Sellado aquí'. A bombo y platillo. ¿Qué ganaba el administrador con ello? ¿Popularidad? ¿Una parte del botín? ¿Atraer nuevos jugadores con un fin oscuro y tendencioso?
Pasó de largo repeliendo estos pensamientos y otros más fantasiosos, como cuando trataba de esquivar al borracho del pueblo cambiándose de acera. No lo hacía por no escucharle ni por aguantar sus improperios, si no más bien por una cuestión de pulcritud almidonada autoinfligida, su escudo protector infalible; con él pretendía engañar a la gente y hacer creer que seguía manteniendo su estatus de lobo solitario impoluto.
Se había dejado encendida la televisión. ¿Se habría topado con aquél tipo la noche anterior? Es extraño, no es una persona que suela levantarse con la caja tonta. La apagó de inmediato. Olvidó que quería consultar la previsión del tiempo. Se duchó a regañadientes, ya que semejante cosa significaba que la mañana comenzaba a esfumarse. Sentía una gran pereza al pensar en máquinas, pesas y cintas de correr. Odiaba sentirse como una cobaya de laboratorio sólo para poder dormir un poco mejor por la noche e ir más veces de vientre.
Una vez en la sala, todos comentaban lo del premio. 'Ha tocado en el pueblo'. '¿Se sabe quién ha sido?'. Las peluquerías estaban a rebosar, en el mercado no se hablaba de otra cosa.
Estaba exhausto después de 45 minutos de ejercicio cardiovascular. Maldijo los primeros quince minutos porque se había olvidado el iPod y no encontraba el ritmo. Sudaba como un cerdo. Se fue corriendo hacia el vestuario, recogió sus pertenencias y salió a toda leche de allí, no sin antes escuchar de fondo un '... ese tiene la vida solucionada...'. Volvió a meterse en la ducha, su fiel compañera no salió a recibirle. La casa estaba fría pese a que el invierno se estaba haciendo de rogar. Se untó bien el cuerpo con aquél body milk que tanto le gusta, uno con extracto de papaya y algas. El agua corría por su erguida cara y buscaba la manera para que le tapara los oídos; de una forma intermitente pero muy agradable, disfrutaba de una sensación de libertad alejada del murmullo constante, bañada por el elixir más sagrado y característico de nuestro planeta.
Eran casi las dos pero parecían las tres. El sol no estaba muy alto y no tenía mucha hambre. Comió sin ganas y se quedó dormido en el sofá antes de fumarse el cigarrillo habitual. Encendió la televisión, y al momento advirtió la silueta del edificio que identifica a su localidad natal. Hablaban de la lotería europea. Saltó del sofá como un resorte. Comprobó su boleto en el móvil, por si acaso, pero nadie le había llamado. No encontraba su cartera ni el resguardo. Se quedó petrificado. Tenía un pálpito. ¿Había soñado que le tocaba la lotería europea? Llamaron a la puerta. Era el borracho del pueblo. Sería imposible esquivarlo. 'Qué quieres'. 'He encontrado tu cartera en la calle'. '¿Mi cartera?' Bajó las escaleras a toda prisa y allí estaban los dos: el borracho y la cartera, ambos sostenidos por un asqueroso brazo.
La pequeña Chloe empezó a ladrar de inmediato. Los dos hombres discutían. Le conminó a quedarse con el metálico y a olvidarse del asunto. 'Subamos, te invito a una copa'. Ambos se miraban con el rabillo del ojo. La resaca había desaparecido por completo, sustituída por un nerviosismo generalizado y una falta de oxígeno preocupante. El borrachuzo trataba de chantajearle mientras él sólo pensaba en recuperar su boleto a toda costa. No quedaba alcohol en el mueble-bar. Ambos se quedaron atónitos al descubrirlo, el borracho sobre todo. No decidió darle más cancha al estupor generalizado y se abalanzó sobre el repugnante personaje con un grito de guerra, cual animal enjaulado. Al caer -el borracho no llegó ni siquiera a zafarse-, entendió que su oponente se había golpeado la cabeza con el bordillo de la maciza mesa de roble del comedor. Murió en el acto, pero de eso no se percató hasta la quincuagésima cuchillada.
Con la ropa ensangrentada y un vigor renovado a la par que triunfante, le arrancó la cartera de su mano pegajosa e inerte. Sacó el boleto de la lotería europea, pero los números diferían sustancialmente de los que tenía en la cabeza.
Parecía un día normal, la noche anterior incluso había soñado que le tocaba la lotería.
Tenía demasiado tiempo libre.
miércoles, 30 de noviembre de 2011
HORIZONTES 2: LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS (46.171)
En esta segunda parte de la ambiciosa serie de escritos que miran al futuro y que titulo ‘Horizontes’, me dispongo a relatar la referente al trabajo y a la idea laboral que debería tener a estas alturas.
¿Cuál es mi profesión? ¿Qué coño he estado haciendo hasta ahora? Dos preguntas que me persiguen desde que alcancé la mayoría de edad; partiendo de una apreciación errónea nacen la confusión y los delirios magnánimos, partes desperdigadas de un todo inexorablemente imperturbable como el avión que se ve forzado a realizar un aterrizaje de emergencia.
Nunca supe realmente lo que había que hacer. No nací con el libro de instrucciones actualizado; la versión más antigua y delicada, dentro del entorno adecuado, hubiese podido bastar para los niveles de rectitud demandados, pero el riesgo de formar a futuros psicópatas no entraba en los planes de nadie, así que tuve que improvisar. Todavía lamento las consecuencias de aquella elección.
Me convertí en un fantasma. Perdí la ilusión. Me mudé más de una vez, pero la ciudad no estaba hecha para mí. Sentía el tormento del espíritu machacándome una y otra vez -buscando refugio en una falsa espiritualidad, explorando sórdidos submundos- mientras veía a la gente pasar y chocar y no llegar a nada. Desplacé el centro gravitatorio elemental hacia un ensimismamiento ignoto que resultó ser excesivo para mis capacidades, cosa que nunca he acabado de superar y que me carcome día tras día (todavía).
Lo de fichar e ir cada día al trabajo, a dos meses de cumplir 32 años, me sigue pareciendo una quimera. Debiera encontrar cierta estabilidad persiguiendo lo único que me separaba de la gente, mi escalón perdido particular. Pero la negación, seguida de una constante catarsis, jamás se convertía en afirmación positiva; empeñado en vivir de noche, al consagrar mis actos a un objetivo de mayor calado, topé con el infranqueable muro del desasosiego. Probablemente no sea una cuestión de lógica pura a estas alturas, pero nada parece ir en dirección opuesta, al menos no de momento. Si fuera un problema de esperanza, ya habría bajado la persiana.
La verdad es que no me veo dirigiendo el tráfico. Lo he intentado, pero sigo sin estar preparado. Es una realidad que he ido alargando año tras año, como si pretendiera huir de mi destino, del camino que esbocé erráticamente hace más de diez años. Sigo cabalgando entre la duda y el deseo irrefrenable mientras busco consuelo en el ocaso y, cuando todos duermen, salgo a la caza y captura de un nuevo sino, luchando por no permanecer anclado en la idea de una vida mejor que, en realidad, ya he logrado alcanzar.
Es inevitable ver planear a la incertidumbre con frecuencia. La línea que separa las decisiones buenas de las malas es tan delgada que apenas puede distinguirse; la inseguridad que provoca el no saber, justo cuando todos juegan a no perderse, pudo ser combatida antaño. Hoy sólo responde a intereses que se me escapan, como una retahíla que retumba por las mañanas y hace que me levante con muy mala leche.
No sé cuál es mi profesión ni si seguiré mucho tiempo aquí, pero el reloj no marca las horas de despegue ni funciona en consonancia con el cambio de estación. El mundo que conocemos se rige inevitablemente por los patrones del dinero y un consumismo abigarrado. ¿Debería aspirar a una plaza? ¿Es posible que lo que me esté alimentando pueda originar una desgracia? Ya lo dijo mi padre en aquella época: ‘Eres un vago, que te levantas a las 10 de la mañana porque antes no puedes’. No he podido rebatirle nunca, sometido de por vida a los propósitos de una crueldad largamente inmerecida. Supongo que no estoy lejos de la oveja descarriada, ya que sigo esperando no sé muy bien qué.
Como suelo llegar tarde, quizás sólo sea cuestión de días, o puede que de meses.
Pura improvisación.
¿Cuál es mi profesión? ¿Qué coño he estado haciendo hasta ahora? Dos preguntas que me persiguen desde que alcancé la mayoría de edad; partiendo de una apreciación errónea nacen la confusión y los delirios magnánimos, partes desperdigadas de un todo inexorablemente imperturbable como el avión que se ve forzado a realizar un aterrizaje de emergencia.
Nunca supe realmente lo que había que hacer. No nací con el libro de instrucciones actualizado; la versión más antigua y delicada, dentro del entorno adecuado, hubiese podido bastar para los niveles de rectitud demandados, pero el riesgo de formar a futuros psicópatas no entraba en los planes de nadie, así que tuve que improvisar. Todavía lamento las consecuencias de aquella elección.
Me convertí en un fantasma. Perdí la ilusión. Me mudé más de una vez, pero la ciudad no estaba hecha para mí. Sentía el tormento del espíritu machacándome una y otra vez -buscando refugio en una falsa espiritualidad, explorando sórdidos submundos- mientras veía a la gente pasar y chocar y no llegar a nada. Desplacé el centro gravitatorio elemental hacia un ensimismamiento ignoto que resultó ser excesivo para mis capacidades, cosa que nunca he acabado de superar y que me carcome día tras día (todavía).
Lo de fichar e ir cada día al trabajo, a dos meses de cumplir 32 años, me sigue pareciendo una quimera. Debiera encontrar cierta estabilidad persiguiendo lo único que me separaba de la gente, mi escalón perdido particular. Pero la negación, seguida de una constante catarsis, jamás se convertía en afirmación positiva; empeñado en vivir de noche, al consagrar mis actos a un objetivo de mayor calado, topé con el infranqueable muro del desasosiego. Probablemente no sea una cuestión de lógica pura a estas alturas, pero nada parece ir en dirección opuesta, al menos no de momento. Si fuera un problema de esperanza, ya habría bajado la persiana.
La verdad es que no me veo dirigiendo el tráfico. Lo he intentado, pero sigo sin estar preparado. Es una realidad que he ido alargando año tras año, como si pretendiera huir de mi destino, del camino que esbocé erráticamente hace más de diez años. Sigo cabalgando entre la duda y el deseo irrefrenable mientras busco consuelo en el ocaso y, cuando todos duermen, salgo a la caza y captura de un nuevo sino, luchando por no permanecer anclado en la idea de una vida mejor que, en realidad, ya he logrado alcanzar.
Es inevitable ver planear a la incertidumbre con frecuencia. La línea que separa las decisiones buenas de las malas es tan delgada que apenas puede distinguirse; la inseguridad que provoca el no saber, justo cuando todos juegan a no perderse, pudo ser combatida antaño. Hoy sólo responde a intereses que se me escapan, como una retahíla que retumba por las mañanas y hace que me levante con muy mala leche.
No sé cuál es mi profesión ni si seguiré mucho tiempo aquí, pero el reloj no marca las horas de despegue ni funciona en consonancia con el cambio de estación. El mundo que conocemos se rige inevitablemente por los patrones del dinero y un consumismo abigarrado. ¿Debería aspirar a una plaza? ¿Es posible que lo que me esté alimentando pueda originar una desgracia? Ya lo dijo mi padre en aquella época: ‘Eres un vago, que te levantas a las 10 de la mañana porque antes no puedes’. No he podido rebatirle nunca, sometido de por vida a los propósitos de una crueldad largamente inmerecida. Supongo que no estoy lejos de la oveja descarriada, ya que sigo esperando no sé muy bien qué.
Como suelo llegar tarde, quizás sólo sea cuestión de días, o puede que de meses.
Pura improvisación.
martes, 15 de noviembre de 2011
HORIZONTES: DE AMIGOS Y MENTIRAS (1ª PARTE)
No soy capaz de vislumbrar nada más allá de hoy pese a que me
organice el tiempo por semanas ya desde hace mucho, sobre todo gracias a mi
agenda moleskine anual. Sin embargo, lo que principalmente pretendo en esta serie
de escritos que titulo 'Horizontes', es plantear mi visión sobre el futuro más
inmediato con el más lejano en perspectiva.
En este primer bloque, debería abordar el tema de la amistad
y los viejos mitos con simpleza introspectiva –producto de una tendencia
claramente definida- pero se me antoja imposible, como igual de complicado
sería restarle importancia a temas que se ven abocados a terrenos pantanosos
(tras una larga caminata por arenas movedizas).
Laura es la que mejor podría ilustrar esta situación que me
dispongo a relatar. Ella asiste desde fuera, y extraña la absoluta clarividencia
con la que trata tan espinoso tema: sin distancia apenas –la objetividad no es
patrón bajo mi techo- pero con la ingenuidad de la que se sabe nueva en estas
lides, es capaz de sentenciar en una sola frase años enteros dedicados a la
cuestión. En una conversación casual con sus amigos, le oí decir la palabra
‘secta’ al referirse a nosotros como grupo, y lo hizo sin ningún pudor. Como
espectador puro, y tras el encuentro del Día de los Muertos en el hostal del
campo, llegué a no pocas conclusiones harto dolorosas que desmitificarían todo
lo vivido.
No tenemos recuerdos nuevos. Nos unen los viejos, los
encargados de, curiosamente, recordarnos a nosotros mismos como entes particulares
dentro de un todo. Teníamos un piso, uno que prácticamente usábamos como local
social. Cada uno tiene su propia idea sobre lo que pasó allí a lo largo de los
años, yo tengo la mía. Para mi fue un punto y aparte en lo que respecta a la
comprensión del mundo tal y como lo contemplamos hoy. Destacaría el humo de la
herramienta y puede que la gran explosión de 2003. Tengo fotogramas clarísimos
de lo que pasó aquél día, el día que acabé explotando.
Ellos nunca se han ido, siempre han estado ahí. Pero ahora
la cosa es diferente. Con los gemelos, otro en camino y cuarenta kilómetros de
distancia, la cosa se complica. Hay menos ganas de hacer lo que solíamos y el
cuerpo ya no acompaña. Cuesta más dar el brazo a torcer: las prioridades han
cambiado. ¿Cómo sobrellevar eso? Es ley de vida, oigo, pero aquél nexo que
rozaba lo psicopático, junto con la distancia -o lejanía, según se mire-,
rechaza cualquier excusa barata para ampararse directamente en los cánones de
una mediocridad acomodada. Si no nos vemos es porque no queremos.
¿Cómo acostumbrarse? Conllevaría aceptar de buen grado que
el tiempo nos vence irremediablemente, que no tenemos facilidad para adaptarnos
al cambio y, sobre todo, que no sabemos cómo hay que madurar. No es lo mismo
asumir algo con previa concienciación (macerado en la impecable barrica de
roble) que encontrarte una avalancha en la fría montaña sin comerlo ni beberlo
así de repente. El tiempo, ese enemigo implacable, se encarga de echarnos un
cable muy de vez en cuando; la experiencia acumulada ayuda a superar traumas y
los efectos devastadores de algunas tormentas, pero no te enseña a procesar
fácilmente los cambios ni a envejecer con dignidad.
Una de las mentiras más habituales sobre la amistad es la
que excluye al grupo del resto del mundo. Reconocí ésa como nuestra máxima
debilidad casi desde el principio, pero la energía era demasiado poderosa; la
fuerza que se originaba en el interior nos aislaba de la sociedad y ayudaba a
formar futuros degenerados y lazos
eternos, pero también creaba un lenguaje y un folclore que sólo nosotros
podíamos descifrar, puesto que el resto de la gente era idiota. Buscamos un par
de referentes claros, cogimos un poco de aquí y algo de allá, refinamos
nuestros caracteres y al carajo, objetivo conseguido. Habíamos creado un puto
clan.
De todo aquello hoy no queda mucho. Todos tenemos un plan, y
aquél perteneció, en parte, a una época más temprana. E importante,
probablemente la que más; según el proceso, hoy somos como una especie de
matrimonio polígamo que celebra sus bodas de porcelana entre el recelo y las
experiencias compartidas, fórmula que nos permite mirar hacia adelante con
orgullo y responsabilidad pase lo que pase.
Fuera de la banda, que son con los que comparto mi puesta a
punto, existen algunos seres imprescindibles que no pienso menospreciar nunca.
Uno de ellos consiguió que dejara de escucharme el día que me lo echó en cara y
empezase a mirar a mi alrededor. Como buen talibán nacido, sin su ayuda no
hubiese sido posible percatarse del sentido negativo del sectarismo latente;
dentro de ese espectro, quizá un poco más amplio, confidentes pasados y algún
que otro barceloní pululan por mi
círculo de vez en cuando. Si por mi fuera, no tendría inconveniente en que
siguieran aquí al lado toda la vida, pues la mayoría me tele-transportan al
origen de la persona que ha ido mutando hasta el momento de escribir estas
líneas.
Es un error pensar lo poco que nos queda sólo en pareja o con familia según cada uno. No por dejadez amanece más pronto, ni tampoco se cuentan los segundos mejor con escasez de miras. No nos queda mucho, y podría llegar a ser bastante inútil admirar y atender con premura, ciertamente, pero ni tan siquiera el ermitaño desea el retiro a tiempo completo porque es insustancial al género humano. ¿Qué diablos haríamos en la artificialidad de la soledad? Hay que dejar atrás rencores y malas influencias para reflexionar un momento y no perder ni un instante en lamentos y balas perdidas. Tú sabes quién está y quién seguirá ahí llegada la hora.
Es un error pensar lo poco que nos queda sólo en pareja o con familia según cada uno. No por dejadez amanece más pronto, ni tampoco se cuentan los segundos mejor con escasez de miras. No nos queda mucho, y podría llegar a ser bastante inútil admirar y atender con premura, ciertamente, pero ni tan siquiera el ermitaño desea el retiro a tiempo completo porque es insustancial al género humano. ¿Qué diablos haríamos en la artificialidad de la soledad? Hay que dejar atrás rencores y malas influencias para reflexionar un momento y no perder ni un instante en lamentos y balas perdidas. Tú sabes quién está y quién seguirá ahí llegada la hora.
La amistad es la razón desprotegida por el ocio. Los amigos
se cuecen en las entrañas. Aprendo de ellos como espero que ellos lo hagan de
mi pero sin esperarlo absurdamente a cambio. Pueden ser sustitutivos de
familiares o incluso de órganos o músculos del cuerpo humano. Tener un amigo
significa confiar, algo no compatible
con la muchedumbre ni con los mil ‘conocidos’ que te vas encontrando. Puede que
un amigo no porte tu misma sangre (ritos aparte), pero sí que puede decirte quién
eres y hacia dónde vas.
viernes, 21 de octubre de 2011
LA CRUZ DE VALVERDE
No he tenido tiempo para valorar la vuelta al trabajo y al mundo real.
El planeta entero sigue en crisis mientras yo me devano los sesos en las clases de inglés y el Perú vuelve a ser sólo un país de Sudamérica y no me llega para vislumbrar nuestra próxima escapada; llegados a este punto, tras más de una semana intentando no colisionar con nadie, con el invierno en barrena y la satisfacción de haber encauzado un futuro próximo que nos conduce hacia el solsticio de verano, uno se asoma a la espiral de monotonía en la que aparentemente pocas emociones cabrán, exhalando sus últimas bocanadas de humo negro (no sin cierta tensión en el ambiente).
Hoy, revisando las fotos del viaje y el vídeo de la ida en el avión, todavía no sentía esa extraña melancolía que devora a todos los recién aterrizados, pero sí la que atenúa esta singular concepción del tiempo. Al final, la única respuesta viable te hace hincar la rodilla y destruye todas las pruebas habidas y por haber; muy probablemente, Atahualpa no arrojara aquél sagrado libro como se ha escrito, pero es inevitable no caer en la trampa si los mismos tuyos se alían en tu contra. Me embargó una emoción profunda el hallarme ante aquella enorme pero austera cruz de hierro, símbolo del expolio y masacre de las Indias. Valverde era una especie de banquero del siglo XXI: un intermediario que trabajaba a comisión, un jodido ladrón.
Ser humano, pertenecer a esta raza, es en sí mismo una gran contradicción. No sé cuántas veces habré escrito esto. No eran pocas las referencias a un cristianismo añejo si no fuera por el mestizaje religioso, cosa que me hacía pensar en un triunfo del verdadero Dios. No del Dios institucionalizado, más bien del que percibimos claramente en las situaciones de fuerza mayor que nos vamos encontrando en el camino. Un intenso debate metafísico tenía lugar en mi interior mientras trataba de no toparme con mi reciente amigo fallecido, pero éste aparecía una y otra vez. Daba gusto percibir esa energía en los lugares más remotos de mi particular globo, así como comprobar de primera mano el hecho de que no perdieran ni un ápice de poder al estar atestados de gente. Lo comprensible no excluye a lo divino, pensaba el profano, y eso me hacía estar de muy buen humor.
No quedan tierras por descubrir, pero sí zonas oscuras que investigar. Hasta la última gota del licor que marginé en la repisa del armario del comedor, como mi muy querido tótem de cabecera: no hay forma de deshacer todo el mal que nos es inherente, y ni siquiera podemos obviar o dejar de lado la materia de la que estamos hechos. De la misma manera que hoy estamos aquí, mañana puede que desaparezcamos. Hasta qué punto ser consciente de esos extraños canales de exiguo provecho... los sentimientos que procesan una demolición no programada, una crueldad tan insondable como el mismo misterio de la creación; los caminos del Señor acabarán siendo insondables por cojones.
43 años después del último chiste imperialista y tras un reguero de sangre atroz, las armas que provenían del norte no volverán a ser alzadas; ¿cómo no pensar en las repercusiones históricas? ¿Cómo no regresar a la puta selva con toda la artillería pesada y mis 180 infantes cabalgando a lomos de jodidos corceles salidos del infierno? No me hago a la idea. Quién diablos serían aquellos hombres de hierro y para qué querrían mis ofrendas doradas al dios Inti… ¿eran sacrílegos o dioses, pues? ¿Adversarios o profetas? Los muertos no entienden de batallas ni de guerras, sólo coexisten, pululan como el polen en primavera. Ayer mismo mi perra quiso acabar con un hormiguero entero ella solita. Que le pregunten a Gadafi y los suyos. De ahí fui a los toros y me dije: qué cojones, el sufrimiento nos sitúa en el mapa genético del universo. No era tanta la incomprensión a las reivindicaciones de todos como la sincera aceptación de una verdad indefectible que escondía el término ‘asociación de ideas’ hasta que decidí regresar a casa, sacar la agenda y tomarme un matecito de coca calentito en el sofá.
El planeta entero sigue en crisis mientras yo me devano los sesos en las clases de inglés y el Perú vuelve a ser sólo un país de Sudamérica y no me llega para vislumbrar nuestra próxima escapada; llegados a este punto, tras más de una semana intentando no colisionar con nadie, con el invierno en barrena y la satisfacción de haber encauzado un futuro próximo que nos conduce hacia el solsticio de verano, uno se asoma a la espiral de monotonía en la que aparentemente pocas emociones cabrán, exhalando sus últimas bocanadas de humo negro (no sin cierta tensión en el ambiente).
Hoy, revisando las fotos del viaje y el vídeo de la ida en el avión, todavía no sentía esa extraña melancolía que devora a todos los recién aterrizados, pero sí la que atenúa esta singular concepción del tiempo. Al final, la única respuesta viable te hace hincar la rodilla y destruye todas las pruebas habidas y por haber; muy probablemente, Atahualpa no arrojara aquél sagrado libro como se ha escrito, pero es inevitable no caer en la trampa si los mismos tuyos se alían en tu contra. Me embargó una emoción profunda el hallarme ante aquella enorme pero austera cruz de hierro, símbolo del expolio y masacre de las Indias. Valverde era una especie de banquero del siglo XXI: un intermediario que trabajaba a comisión, un jodido ladrón.
Ser humano, pertenecer a esta raza, es en sí mismo una gran contradicción. No sé cuántas veces habré escrito esto. No eran pocas las referencias a un cristianismo añejo si no fuera por el mestizaje religioso, cosa que me hacía pensar en un triunfo del verdadero Dios. No del Dios institucionalizado, más bien del que percibimos claramente en las situaciones de fuerza mayor que nos vamos encontrando en el camino. Un intenso debate metafísico tenía lugar en mi interior mientras trataba de no toparme con mi reciente amigo fallecido, pero éste aparecía una y otra vez. Daba gusto percibir esa energía en los lugares más remotos de mi particular globo, así como comprobar de primera mano el hecho de que no perdieran ni un ápice de poder al estar atestados de gente. Lo comprensible no excluye a lo divino, pensaba el profano, y eso me hacía estar de muy buen humor.
No quedan tierras por descubrir, pero sí zonas oscuras que investigar. Hasta la última gota del licor que marginé en la repisa del armario del comedor, como mi muy querido tótem de cabecera: no hay forma de deshacer todo el mal que nos es inherente, y ni siquiera podemos obviar o dejar de lado la materia de la que estamos hechos. De la misma manera que hoy estamos aquí, mañana puede que desaparezcamos. Hasta qué punto ser consciente de esos extraños canales de exiguo provecho... los sentimientos que procesan una demolición no programada, una crueldad tan insondable como el mismo misterio de la creación; los caminos del Señor acabarán siendo insondables por cojones.
43 años después del último chiste imperialista y tras un reguero de sangre atroz, las armas que provenían del norte no volverán a ser alzadas; ¿cómo no pensar en las repercusiones históricas? ¿Cómo no regresar a la puta selva con toda la artillería pesada y mis 180 infantes cabalgando a lomos de jodidos corceles salidos del infierno? No me hago a la idea. Quién diablos serían aquellos hombres de hierro y para qué querrían mis ofrendas doradas al dios Inti… ¿eran sacrílegos o dioses, pues? ¿Adversarios o profetas? Los muertos no entienden de batallas ni de guerras, sólo coexisten, pululan como el polen en primavera. Ayer mismo mi perra quiso acabar con un hormiguero entero ella solita. Que le pregunten a Gadafi y los suyos. De ahí fui a los toros y me dije: qué cojones, el sufrimiento nos sitúa en el mapa genético del universo. No era tanta la incomprensión a las reivindicaciones de todos como la sincera aceptación de una verdad indefectible que escondía el término ‘asociación de ideas’ hasta que decidí regresar a casa, sacar la agenda y tomarme un matecito de coca calentito en el sofá.
martes, 4 de octubre de 2011
UNA HUAYNA EN UN PAJAR: DESTELLOS DE UN SABER ATÁVICO
Aguas Calientes. Pueblo de paso hacia la Montaña Vieja que
nos recordaba a Andorra, al menos en su funcionalidad. Luego descubrimos que su
mercadillo era todo un mundo, un lugar en el que perderse agradablemente
durante horas.
Después de tanto trajín –de eternos desplazamientos en
incómodos autobuses y distancias enormes-, nos establecimos en la capital del
Imperio, en el mismísimo ombligo; el Cusco reunía en sí la mayor parte de
atractivos que podíamos desear, y el Machu Picchu, la increíble cima que
pretendíamos conquistar.
El día iba a ser largo, pensaba, tardaríamos en olvidar
aquel cuatro de octubre. Hay, pero, poco espacio para la sorpresa, aunque si no
fuera por las sinuosas curvas que recorre el pullman en su tramo final, no
hubiéramos conseguido ni una mínima sensación de cosquilleo; el tren, con el
techo acristalado y su abarrotamiento justificado pero no por ello más
soportable, debía ser un mero trámite no evitable que jugaba con la desesperación
del prójimo bastante a tientas. Me sentí mal entre tanto turista durante casi
todo el trayecto, un interminable tran-tran de menos de hora y media, siempre
al son de las flautas peruanas y una avidez generalizada.
El paisaje, sin embargo, era espectacular. Con la bruma de
la mañana y esos picos tan verdes, a esa altura, adquiría cierto aire
fantasmagórico a la vez que mágico, mientras yo me tragaba mi mala leche e
intentaba respirar un poco. Porque sólo pensaba en llegar, en cruzar la puerta
principal y disfrutar de la maravilla sin más ataduras que las que nos
propusiésemos nosotros mismos. Me acordé, haciendo cola, de Venecia. De la
ciudad-canal. Vagamente recurrí a la esperanza de conocer lo exageradamente
conocido y encontrarlo virgen, casi como Bingham cien años atrás abriéndose
paso entre la maleza a golpe de machete. Y es que la primera vez que la vi me
pareció hermosa, como sacada de un cuento de hadas. Llegaba en Carnavales sin
ninguna expectativa, devorado por las mil y una imágenes que había ido
acumulando sobre sus famosos canales. La realidad demostró que podía superar
cualquier idea preconcebida; con el Machu Picchu sentí algo parecido, y esa fue
nuestra gran victoria: icono de la humanidad archiexplotado que no defrauda al
viajero que lo visita in situ.
A las cuatro de la mañana nos poníamos en pie dejando de
lado el cansancio y el desgaste acumulados, inducidos por el espíritu
aventurero menos cabal, encarnado por el imponente pincho que domina la típica
estampa de la ciudadela inca. El Huayna Picchu se encargaría de vigilarnos a
todos, y nosotros de rendirle su adecuada pleitesía; teníamos que subir esa
puta aguja en el primer turno, el de las siete de la mañana. Con suerte, si nos
apresurábamos, seríamos de los primeros en coronar el pico. Pero no sería tan
fácil: la falta de oxígeno y la irregularidad de los escalones incaicos
convirtió el ascenso en tarea poco más que harto complicada. Al llegar a la
cima, exhaustos y empapados por una fina pero constante (y molesta) capa de
lluvia andina, tardamos unos cuarenta y cinco minutos en otear el complejo
desde las alturas. Es lo que tiene estar por encima de las nubes, pensaba.
La escena que se iba abriendo perezosamente ante nosotros era
prácticamente surrealista. Surrealista por fuera de lo normal: todas y cada una
de las construcciones de aquel jodido asentamiento adquirieron tintes épicos y
un sentido casi metafísico desde allá arriba. Podías retroceder seiscientos
años en el tiempo e imaginar la vida en aquel majestuoso lugar sin problemas,
con sus chaskys trayendo buenas nuevas y las putas llamas pastando libremente.
Después de un desayuno que nos supo a poco, comenzamos el
peligroso descenso precipicio abajo. Para alguien que padece de vértigo es casi
un suicidio, y no fueron pocas las veces en las que prácticamente bajé casi en
cuclillas. Después de casi una hora controlando miedos y una sensación de
abismo cercano, llegamos a la entrada principal, donde nos esperaba el guía
vociferando mi apellido como si le fuera la vida en ello. Portaba una bandera
verde. Nos unimos a otras parejas sudamericanas y empezamos la visita guiada
con mucho interés y ninguna desidia. Un par de horas después, ya con el día
despejado y una única nube asomándose por detrás del Huayna, cierta sensación
de incredulidad flotaba todavía en el ambiente. No estábamos seguros de lo que
significaba, en realidad, aquella extraña cultura, así como los logros que
alcanzaron antes de la llegada de los conquistadores españoles en 1532.
Un deje de misterio envuelve al Tahuantinsuyo desde tiempos
pretéritos. Fueron continuadores de las culturas de los pueblos vencidos en pos
del vasto Imperio que lograron crear de la nada, anexionándose sus territorios
desde Ecuador hasta el norte de la Argentina, siempre por un bien mayor en pos de sus habitantes. No tenían
escritura -al menos no que se sepa-, sin embargo, su conocimiento sobre la
astrología, astronomía y otras ciencias de gran calibre está más que probado,
sobre todo relacionándolas con los ciclos agrícolas (increíbles terrazas de
conreos por doquier). No conocían la rueda, pero movían grandes toneladas de roca caliza no
se sabe muy bien cómo, construyendo magníficos templos y reductos que todavía
siguen en pie. Y, para acabar, tenían su propia visión del cosmos, una rica
amalgama de deidades y unos cultos que no se detenían en el más allá.
Es imposible no sentirse fascinado por semejantes datos (aún
y cuando no están todos, evidentemente), por el misterio que supone un saber
atávico tan desconocido para nosotros. Hay multitud de teorías sobre qué era Machu
Picchu, sobre cuál era su función. Algunos historiadores hablan de ciudadela o
reducto defensivo, otros de residencia para las élites e incluso hay quien
nombra el término ‘universidad’ (de la época, se entiende). Podría ser que,
fuera lo que fuese, la abandonaran ante las noticias de invasión hispana. Que
huyeran a la selva, escondiendo el oro y las riquezas que pretendíamos robar en
el nombre de Dios (y que para ellos sólo tenían un valor simbólico). Sea lo que
fuere, no recuerdo haber visto algo tan bonito y tan jodidamente humano en la
vida, un esqueleto como huella y destello de otro tiempo, un enclave tan
sagrado como especial… una experiencia única.
sábado, 1 de octubre de 2011
EL ASTRONAUTA RETRAÍDO Y SU ENCUBIERTA CORTE DE CUSQUEÑAS
Nasca. El valor de reconocer un territorio único, rodeado por el desierto más absoluto, tan proclive a hacer voltear la imaginación como a querer perder rápidamente el desengaño en una desolada esquina.
Siempre me consideraron fuera de órbita, y uno en estos parajes no puede más que contener la respiración y mirar a ambos lados de la carretera panamericana que recorremos; puede que no haya ovnis surcando el cielo todavía, pero es indudable que este lugar tiene un aroma singular.
En espera de navegantes de otros lares, se me ocurre un paralelismo con el Lejano Oeste que a mi novia le parece muy adecuado: al llegar a la península de Paracas, la noche anterior, ardíamos en deseos de alquilar un buggie para surcar las dunas y rodear aquel extraño candelabro con un pañuelo que nos cubriera la boca a lo bandolero. La soledad mineral de lo que una vez fue fondo marino logró abstenerme de preguntarme las cosas de siempre, sumiéndome en un estado de pequeñez total que lograba contener toda mi rabia pre-vacacional sin apenas esfuerzo. En realidad, toda la franja arenosa que une Lima con Ica e incluso Huacachina huele a gasolina. Y ruge a bocinazo limpio.
Ya estábamos advertidos antes de antes de llegar al aeródromo, conocíamos los riesgos. Sin los mapas, el Cusco era nuestro particular Dorado, nuestro anhelo final. En los interminables trayectos posteriores ya habría tiempo para repasar a todos los candidatos políticos. Pero resulta muy poco fresco, no es creíble; es tal la organización y la masificación turística, que no queda espacio para voltear esa maltrecha imaginación. Mi mente también se ve impedida por el osezno gigante que va a subirse a nuestra avioneta, mientras Laura no da crédito y el piloto sólo parece preocupado por tomar fotos fuera de la ruta y los mandos de control. Mi gordo amigo, el osezno, asiste impertérrito a la sucesión de acontecimientos extraordinarios que se van sucediendo; giro a la izquierda, vuelta a la derecha, estómago patas arriba: las figuras aparecen, existen. Las estamos viendo; el cóndor, majestuoso. El colibrí, el más famoso. Formas rectangulares y triangulares que se asemejan a pistas de aterrizaje y sí, ya me he dejado ir, pese a los cambios de presión y un sudor exagerado que transpira demasiado. ¿Y qué esperabas? ¿Por qué dirías que elegimos el Perú como destino?
¿Cómo explicarías algo que no se puede explicar? O porque no hay datos, o porque nunca es suficiente para saciar el ansia humana por saber y querer explicar el mundo que nos rodea y nuestro pasado. ¿Qué nos hizo humanos? ¿Con qué fin? Sólo sabemos que tenemos una capacidad mental que nos permite evadirnos e imaginar mundos imposibles, con el fin de trasladarnos a una realidad palpable. El arte, la religión, etc., manifestaciones más que evidentes de tal afirmación. Y la visión del cosmos que de ello resulta.
Antes de llegar al Astronauta me doy cuenta de que llevo mucho rato sin hablar. Mataría por una cerveza, una auténtica Cusqueña. Esto sólo me pasa cuando estoy incómodo con algo o en un lugar en el que no deseo estar. Olvidaba el iPhone, Laura me pregunta, sacándome de mi ensimismamiento, que si no filmo o qué. El copiloto intenta entusiasmarnos: 'a los de la derecha, ahí está, ¡fíjense!', pero yo no me había enfriado del todo, evitando el sufrimiento de sobrevolar tan extensa pampa a poca altura con ideas autolíticas sobre la piel de la gran María Reiche, la precursora. Intentaba hacerle un hueco a aquella locura tan jodida y acababa haciéndome cruces.
Nasca. El valor de reconocer una tierra dejada de la mano de Dios, venerada antaño con reverencial celestialidad, tan proclive a hacer voltear la imaginación hoy como a hacer ansiar un mundo bañado por la cerveza del Cusco mañana. Al aterrizar pocas cosas tenían sentido, pero todavía quedaba mucho camino por delante, y te aseguro que ante tal panorama no íbamos a desfallecer tan pronto...
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