fueron cien capítulos de arrítmias consumidas las que impiden hoy un soñar al compás, si el soñar relegara a un corazón hecho migas. Después del silencio y tres gélidos inviernos filtrándose entre dos pulmones devastados, emergen colinas amargas tras lo ausente y _cepos eternos que ocultan viejos anhelos acarreados. Después del silencio brota un estómago delicado
que soporta mil lágrimas vertidas sin peso
_ni rencor,
como un ardid disfrazando al desliz derramado
de los ojos hacia la copa de un dolor sin pundonor.
Después del silencio ya no queda nada,
nada que la carga someta a trescientas palabras
_vacías,
tan vacías como una losa impía
y el paladar de un corazón estepario y su espada .
Un tarde de hace tres años y estando yo en el Belpaese, recibí una noticia que hizo que entrara en estado de shock un buen rato: el número cinco había tenido un accidente de coche que le pudo costar la vida. Me llamaron tarde, dos semanas después del suceso, y mi amigo estaba ya perfectamente, recuperado del todo. No querían preocuparme. El bombero que le sacó del coche dijo que había tenido mucha suerte, que lo normal hubiera sido palmar allí mismo. Esa frase, tan jodidamente habitual en esos casos, hizo que pensara en qué sería de mi vida sin el número cinco...
Sin el número cinco no me podría imaginar veinte años de mi vida. Teniendo en cuenta que casi tengo treinta, esto es toda mi existencia consciente; todo lo hecho a lo largo de este tiempo lleva su sello y su compañía, y se explica por causas que nunca le fueron ajenas.
Sin el número cinco perdería esa referencia que siempre me ha acompañado, pues, y ese sostén mental (que no moral) y presencial que nunca ha dejado de hacerme crecer; he tenido la suerte de avanzar en paralelo con él durante todos estos años, viendo las mismas cosas, sintiendo los mismos miedos y disfrutando de cada instante vivido a su lado. Y créeme cuando te digo que eso, hoy en día, es difícil de mantener.
Sin el número cinco no sabría leer las situaciones que antaño se solucionaban con una mirada o, simplemente, saber lo que se piensa a la primera. Una conexión evolucionada semejante es garantía de un tipo de antídoto incontestable contra la soledad.
Sin el número cinco, las palabras flotarían en océanos de aire, esperando a que alguien las recogiera, deseosas de recalar en un mundo sin sufrimientos ni incertidumbres, lejos de la pesadumbre y la masificación de lo estúpido.
Creo que sin el número cinco no conocería el signifiado auténtico de la palabra "sonreir" y sus derivados: no podría cuantificar las veces que he llorado de risa total ante su registro, que abarca desde un Michael screameado hasta el de narrador de historias inverosímiles, y también ante el mero hecho de visualizar y vivir juntos la noche en sí, objetivo número uno siempre.
Esta noche he recordado aquél momento en la habitación de mi retiro italiano, aquella llamada que me informaba del accidente, y aunque sólo sea por egoísmo, he visto mi existencia a través de sus ojos. ¿Qué hubiese sido de mi vida sin el número cinco? Sólo hay otra persona que se ajusta a esa definición, y fue la que me llamó para advertirme de la noticia. La respuesta es simple: hubiera sido la mitad de lo que soy en esta vida o en la otra, y eso es innegociable porque significaría que hubiese tenido que lidiar contra fuerzas desconocidas con mi ejército diezmado.
Aún es pronto para morir sin ser nombrado, ser nombrado capitán de barco como un bellaco que de polizonte halla mejor suerte, mas capitán deviene abatido cual viejo astado.
Aún es pronto para morir de enfermedades, de enfermedades disfrazadas de otros males que traigan nueve bajeles desde los siete mares y sonrían al disfraz de lo fugaz.
Aún es pronto para morir mas tarde sí para vivir, para vivir tal como debiera un aprendiz que de petimetre se embravuca y al amor no puede resistir; aún es pronto para morir estando ya muerto y sin una cicatriz, como este capitán sin tripulación y a la deriva desde el partir, tan tardío en vida como prematuro aún para morir.
Qué asco. Me da rabia volver siempre derrotado de esa puta ciudad.
Me he quitado un peso de encima. Al hacerlo, ha disminuído la proporción de aire que me llega a los pulmones, cosa que me provoca más de un sofocón estos días. A veces pienso... ¿va a ser así eternamente? El diablo no suele repetirse y adquiere formas de lo más pintorescas cada vez, de eso no hay duda. Cuando garantizo mi cuenta corriente, vuelve el desasosiego. El reloj sigue corriendo y el sometimiento invernal intimida al encarnizado castillo de naipes, y eso no me gusta nada.
Se acercan las navidades. Perdón, rectifico: ya están aquí. Luces y decoración por doquier así lo atestiguan. ¿Qué cómo me siento ante estas fechas tan especiales? ¿Que qué espero de ellas? Si la mirada se diluye entre pozos de incertidumbre y minas de hielo, qué mejor que adoptar la postura del autómata. Observador sin derecho a ser observado, ciudadano sin potestad para votar.
Felices fiestas y próspero año nuevo.
Yo no sé si estaré por aquí.
No estoy aquí.
Podría no estar aquí, pensaba mientras volvía de la urbe y me perdía entre las humeantes chimeneas y las innumerables luces del cinturón industrial. El autobús quería estrellarse: recorría el camino a una inusitada velocidad, y yo casi deseaba que se estampase en aquella curva tan jodida, casi llegando a casa. ¿Hubiese cundido el pánico? ¿Seguiríamos tan despreocupados el uno por el otro? ¿Emergería algún héroe? Yo me muero antes del choque de un ataque al corazón, tan pendiente y tan incapaz también.
En vista de que no tengo mucho que decir, acabo de decidir empezar una serie de retazos de mi historia particular en mi ciudad natal, mientras busco fotos en el iPhoto y pienso en otras sobre lugares que se han convertido en míticos por alguna razón, aquí, en Manresa. Un sano, agradable y poco pretencioso ejercicio recordatorio sobre la vida pasada, la gente que estuvo y el lugar al que quiera o no pertenezco,
a ver qué sale. Lo titulo un poco irónicamente Cara Manresa (Querida Manresa), pero aún no sé de cuántos capítulos constará, ya que predecirme es el colmo de lo impredecible y no sé cuándo volveré a escribir algo diferente que valga la pena, o sea, cuándo volverá a pasarme algo digno de destacar.
Kilómetro 0 para el bloque de pisos insalubres en el que nací y viví hasta los 18 años. Algún día debería escanear las viejas fotos que aún guardo, siempre lo pienso. La "V" blanca del cacho frontal que se ve en la foto fue un principio de graffiti que hicimos a dos manos -o sea, peleándonos, como siempre en aquellos tiempos- con mi hermano pequeño Ricardo, y es en honor a la serie ochentera de lagartos y ratones, con la malvada Diana (sonaba Dayana) como musa y Mike Donovan como referente. Ah, y Tyler, uno de los malos (visto también en Desafío Total, Michael Ironside). Si tuviera que fechar esa marca, diría que es de principios de los 90, cuando repusieron la serie creo que por segunda vez. Y ahí sigue. Como puedes ver, nos faltó ladrillo para hacerla bien...
El garaje que se intuye en el costado derecho es dónde mi padre aparcaba su Seat 131 de mierda, el coche con el que me llevaba al cole y que me daba tanta vergüenza que me vieran en él. Era -supongo que es aún- un garaje minúsculo, de difícil maniobra por tanto, y nosotros teníamos la plaza de la entrada, y mi padre tenía que arramblar penosamente el vehículo a la izquierda una y otra vez, casi tocando la entizada pared. Luego se compró otro familiar un poco más moderno, pero igual de mierdoso.
Volviendo al piso... no creo ni que llegara a los 60 metros cuadrados. Es el de arriba a la derecha, un cuarto segunda. En esa foto se ve bien el garaje. Yo compartía habitación con mi hermano pequeño, y recuerdo que jugábamos a un juego que llamábamos toma-toma, que consistía en marcarnos goles de una punta a otra de la pared de la habitación, mediante una pelota de tenis y utilizando la palma de la mano. Hoy me he pasado por la parada de autobús que nos llevaba al cole, ya que ahí si que pasamos tiempo jugando al toma-toma, y he hecho un par de fotos para comprobar lo agradable que es que se mantenga intacto todavía. Recuerdo incluso que a veces llegábamos antes a la parada para jugar más rato. De vez en cuando también jugábamos a fútbol con la misma pelota roída gris de tenis. Los piques buenos eran con los hermanos Rosich y con mi hermano mayor Quim. Yo quería ser como él, siempre le estaba imitando, pero me lleva cuatro años y siempre iba contrarreloj. Aquí la portería en la que metí más goles (que la pelotita tocara ese trozo de pared).
Por último y de entre todo lo que recuerdo, una actual animadversión, hacia las nueces, debida a un día concreto hace muchos años: estábamos en el pasillo del piso con mis hermanos, jugando, lo llenamos de nueces. Pero cuando escribo "llenamos", es que lo llenamos a tope, todo lleno de putas nueces. Mientras nos las íbamos tirando y tal, comíamos de vez en cuando, hasta que de repente me sentí mal, me dolía la barriga y acabé potando como un cerdo. Desde ese día, ni me acerco a ellas: hoy es sólo nombrar la palabra "nueces", y ya me provoca arcadas. Sé que es una lástima porque dicen que si te comes una puta nuez al día seguro que no te mueres de un ataque a la patata, pero mira, yo eso nunca lo sabré, espero que nunca necesite recurrir a esa mierda...
He puesto esa canción de El Último de la Fila porque mi hermano Quim siempre los escuchaba y siempre que suenan recuerdo aquellos tiempos. Por lo demás, aquí se queda este back to school por hoy. Siguiente capítulo próximamente, pero ya te avanzo que se titulará Cara Manresa II: ser de La Font, y tratará sobre el barrio dónde crecí, La Font dels Capellans.
Llevaba un par de días lo suficientemente jodido como para estar bastante cerca de perder el control, o al menos de vivir esa extraña percepción. Enterrado desde hace mucho en las entrañas de mi ser, había olvidado esos momentos en los que creí haber tocado fondo, dramatizando hasta el mero hecho de levantarme de la cama cada día.
Hice cientos de llamadas buscando respuestas, soluciones y algo de compasión, pero me estaba equivocando. Una gripe son tres días de subida y tres de bajada, y yo no suelo tener paciencia. Había una parte de mi frente que no respondía a las órdenes que le lanzaba mi cerebro, parpadeando nerviosamente por libre, hasta que llegó el instante en que no pude más y estallé. Volvían a negarme la posibilidad de ejercer mi profesión, estaba solo y, tan desquiciado como fuera de mí, pensé que lo había perdido todo y decidí emborracharme sin más. El futuro… el futuro ya era historia.
Era viernes, y nadie estaba disponible o con cobertura. Estuve toda la tarde bebiendo a saco, desde cerveza hasta whisky a palo seco, mientras iba y venía de mi habitación pinchando música según mi antojo. Por los oídos de mis vecinos desfilaron desde Renato Carosone hasta Led Zeppelin, pasando por los Eagles y Héroes del Silencio, desde luego. Y por si fuera poco, puse de fondo en la televisión Apocalypse Now, sin sonido, dispuesto a adentrarme de lleno en la profundidad de la selva en busca de Kurtz y de mí mismo de paso.
Recuerdo que me estaba mareando y que luego ya no recuerdo nada más. Cuando me desperté, estaba tirado en el suelo del comedor, con la cabeza en un cojín del sofá, y olía a vómitos. Estaba casi desnudo, apenas cubierto por una manta que no acertaba a averiguar de dónde diablos había salido, y sí, me había vomitado encima. Me incorporé pesadamente, poseído por asquerosas náuseas y un dolor de cabeza de órdago. En la tele, el menú del DVD amenazaba con un “play again”, pero yo sólo quería un par de pastillas que me aliviasen un poco. Busqué en el desorganizado botiquín un orfidal de gama baja y un ibuprofeno de alta, aprovechando un último sorbito de Nastro Azzurro que mendigaba por la mesa de centro. Imagínate todo esto a un ritmo lento de cojones, totalmente desacompasado.
Una ducha fría me sentaría bien. Aún bordeábamos los 20 grados diurnos, pensaba, todavía no me he tenido que ponerme el chaquetón, y eso que ya estamos en noviembre. No esperé ni siquiera que se me secara el pelo, necesitaba mi cama. El reloj Ikea del comedor marcaba las 2,27 de la madrugada. Buscando una toalla, encontré mi teléfono en el armario del baño, tenía un mensaje nuevo: “Q piso era?Stoy abajo”. Enviado a las 23,09, remitente desconocido.
La habitación estaba caliente pero a oscuras. Encendí la luz verde de la mesita de noche y por poco me da un infarto: había alguien en mi cama. Sin más dilación y para evitar cualquier intríngulis, separé las sábanas violentamente, dejando al descubierto el cuerpo desnudo de una chica. Parecía dormir como un lirón, encogida como un gatito, hasta que dejó escapar un suspiro, supongo que producto de mi irrupción.
_¿Cómo estás?
Pensé que no pasaba nada si le seguía la corriente:
_Bien, me he dado una ducha.
Pareció quedarse satisfecha con esa frase.
_Ven a la cama, abrázame.
Le hice caso, pero yo tenía preguntas y ella era la que debía responder:
_¿Es tuya la manta esa?
_¿Qué manta?
Pensé que me gustaba que hablara en susurros.
_La manta esa que me he encontrado tapándome y tal.
_Claro, ¿no te acuerdas? Me dijiste que cuando llegara te trajera una, que tenías frío.
_¿Yo te llamé a tí?
_Venga, estoy cansada, ya hablaremos mañana de eso.
Parecía habérsele agotado la paciencia, por lo que acabé desistiendo. No me dormí del tirón. Aún tenía que devanarme un poco los sesos, a ver si podía encontrar algo por ahí, algo que me proporcionara cierta luz. Su voz me era levemente familiar. Volví sobre mis pasos sin ayuda de garbanzos y crucé un umbral en el que estaba Claudia, una chica que conocí en el aeropuerto de Glasgow y que casualmente es de Manresa. Recuerdo que no le di ninguna importancia, en un primer momento, ya que yo venía de un viaje contradictorio, y tampoco era como para que esa noche tuviese que acabar en mi cama. Ella había ido a las islas por temas de trabajo, no me acuerdo o no la escuchaba, y se había sentado en la mesa adyacente a la mía en aquél Starbucks de mierda. Me dijo algo en inglés y claro, yo respondí con un “ein?”. “Ah, eres español, mejor”. Y ahí empezó la conversación. Recuerdo haber oído algo sobre Bolonia y decirle que su nombre me parecía muy bonito. Me apuntó su correo electrónico en una servilleta, “menos mal que no me da el Facebook”, pero aprovechamos para sentarnos juntos en el avión. Yo me pasé las casi dos horas y media escribiendo mis “Últimos golpes disponibles” mientras ella me miraba curiosamente. A mi ya no me quedaban ganas de hablar, pero supongo que a ella le debió gustar algo.
La cabeza me ardía, ya casi estaba llegando.
La semana había transcurrido sin sobresaltos; le envíe un mail, quedamos, hicimos un café y hasta cenó un día en el piso con más gente de por medio. Hasta ahí, todo normal. Yo tenía demasiadas cosas en la cabeza como para ver nada y estaba pendiente de la famosa resolución que al final me dejó fuera (y desencadenó la borrachera de esa noche), por lo que lo veía como un entertainment para mi exigente rutina de obligaciones semanal. Digamos que no me paré a pensar, al menos no cómo lo estaba haciendo en esos momentos en los que intentaba averiguar qué cojones pasaba, bocarriba, tendido en mi cama.
Tenía el teléfono a mano. Pensé que ella olía realmente bien, ligeramente perfumada, nada cargante. Revisé los mensajes enviados y las llamadas. Esa noche, viernes, la había llamado a las 22,36. Se me ocurrió que no tenía su número guardado en la agenda porque era fácil de cojones. Su mensaje de las 23,09, que qué piso era. Los botones de abajo no coinciden con el piso correspondiente, lo olvidaba. La cosa empezaba a cuadrar.
Me pillé tal cogorza que imagino que hay partes de la historia que mi memoria no procesó, entre ellas el hecho de que ella viniera a verme. Mis putos vacíos mentales... debería empezar a preocuparme.
No hacía ni una semana que la conocía, y sin embargo me trajo una puta manta y me dejó durmiendo la mona en el sofá, tapándome y asegurándose de que estaría bien, o eso quiero pensar. Mientras yo me autodestruía, ella se fue a mi cama y se puso a dormir tan pancha. No, no podía ser así. Seguro que intenté tirármela, fijo. Descarté más pensamientos absurdos porque no estaba en mis cabales, además la pobre chica había respondido a lo que sin duda había sido una llamada de socorro. Volví al envite:
_Gracias por haber venido y por la paciencia, me he portado como un puto cabrón esta semana, lo siento.
Ella estaba de espaldas a mí, ladeada, y yo le hablaba calmadamente al oído. No respondió con un gesto a lo “déjame dormir, pesado”, no le importaba lo más mínimo responderme:
_No sabía a qué atenerme, pero ahora ya sí. Tranquilo, descansa, has pasado una noche de mil demonios.
Mis dudas, necesitaba apaciguarlas:
_Esta noche…
Doña susurros me interrumpió suavemente:
_Al llegar me has cogido a saco y me has besado como un loco, hemos venido a la cama, hemos empezado a… y luego te has ido al comedor. Te he seguido, has continuado bebiendo, totalmente ido. Te he observado un rato, cantabas una extraña canción en italiano, mirabas la tele de reojo de vez en cuando… hasta que te has tirado al suelo, desnudo, balbuceabas no sé qué, también en italiano. Te he puesto un cojín en la cabeza y te he tapado. Te has quedado dormido, lo del vómito no sé, te habrás despertado en algún momento. Me he venido a la cama, he pensado que ya te despertarías, como así ha sido, y que vendrías. Hasta este momento, en que tú querías saber qué hago yo aquí, pero esa ya es otra historia…
_Ha sido una semana rara de cojones, lo siento.
_No te preocupes, apenas nos conocemos, siempre hay mierda que eliminar, te entiendo. Duérmete, mañana hablaremos con calma.
Ahora sí que parecía habérseme agotado el crédito. Lo que era evidente es que, en una semana, había creado algo de la nada,y yo ni me había enterado. Ahora lo veía: me había purgado esa misma noche, había podido lidiar con los demonios de la noche, estaba despidiéndome de mi pasado. Ya casi había llegado.
Hasta lo que yo sé, no iba a joder la enésima historia por mis vacíos de siempre, si no a qué conclusiones de mierda había llegado en el puto avión… Era la oportunidad perfecta de seguir adelante, aunque no la mejor manera de comenzar a caminar, desde luego. Pero eso ya tendría tiempo para cambiarlo. Me quedé frito con ese último pensamiento forzado.
Me desperté con las segundas luces del día. Ella seguía recostada en la misma postura, yo le abrazaba por detrás, apretando con fuerza mi físico contra el suyo. No me dolía la cabeza ni nada, me sentía bien. Empecé a acariciarla, se despertó con un largo suspiro, se dio la vuelta, nos besamos y… acabamos lo que mi borrachera impidió durante la noche.
Fue una mañana muy relajada: desayunamos, hablamos sin reparos, poniéndonos al día, aclarando conceptos. Quedamos en que ambos queríamos avanzar juntos y que no habría prisa. Se fue a casa a comer y al salir se cruzó con mi compañero Beppe, al que saludó con un sencillo ademán.
_¿Quién era esa?
_Es una larga historia. Cúrrate unos macarras a la boloñesa, anda, que me pego un duchazo y vengo.
Si existe una palabra en el diccionario capaz de desvestirme en menos de tres segundos sería, sin duda, el término “previsible”.
Fue a esto a lo que vine, y es bien sabido por todos que uno, a veces, necesita recibir un puñetazo que sirva para poner las cosas en su sitio. En los casos extremos no basta uno sólo para reaccionar, ya que, prórroga o explosión, la caída debe ser todo lo dura que tu contrincante te permita, y yo merecía una más dura, dado el tiempo que llevaba pidiéndola a gritos. El problema aparece cuando provocas situaciones conscientemente (como buen espectador que soy), como escribo, con la única esperanza de aplazar aquello que es irremediable y que ni tan siquiera el destino puede relajar.
¿Por qué lo haría? ¿Por qué arriesgarse? Que por qué he seguido tan expuesto en campos hostiles. Una vida monótona o frustrante tal vez, deudas pendientes, amor no correspondido, una mala orientación evolutiva que se dirija directamente a una nula apreciación del sentido del ridículo, o puede que por simples cálculos fallidos. Vamos, por la misma mierda de siempre. La cuestión es poder encontrar un motor que te lleve al cambio definitivo sin volver a la casilla de salida.
Descubrir que no eres el centro del universo y quedarte aquí parado, alelado, desgraciadamente maniatado, resulta un desplazamiento gravitatorio bestial. Se trata de un digno broche final para la década de los veinte años, época que se podría empezar a resumir con el auge y caída de los mitos que me vieron nacer, paralelismos más que evidentes en boga, ya que soy demasiado duro de mollera y mi pasividad me ha sentenciado.Ahora, con mis últimos grilletes fuera de juego, lanzados hacia una orgía de despropósitos con parangón, y sabiendo y destacando que en realidad me estaba haciendo un favor (un poder otorgado en bandeja de plata), me humedezco los dedos con la sensación de haber finiquitado un proyecto experimental que, no me importa reconocerlo, jamás pude completar. Sólo cierto pudor que me guardaré, como persona que soy y jugador nato, por si llegado el momento me viese obligado a desenvainar aquella espada indiferente que tan poco efectiva es; Robert The Bruce, siempre dejas todo a medias, pobrecito mío, ¿para cuando una reacción fulminante?
Paz ansiada a costa del último desencuentro. Y la experiencia del señor descreído, que dormía agazapada esperando una confirmación e inunda definitivamente esta nueva era, no amargará ningún deterioro físico que llegue ni se verá empañada por alguna barrera que no sea mi típica alarma inicial (una cobertura ajedrecística habitual). El rencor del remolque, por esperado y deseado, vivirá en mi interior con propuestas insondables e irrisorias; el vehículo, no obstante, seguirá presente en mí, incluso puede que algún día lo conduzca por la verja exterior para recordarme que sigue aquí, cosa que nunca pretenderé obviar.
No hay pesimismo que no se pueda doblegar, demostrado sobradamente queda el hecho de poder ser y hacer todo aquello que te propongas y que antes se te negaba. Si la pena y el lamento no bastasen, sentiría cierta tristeza por algo que no depende de mi; tan largo trayecto y tan poco aprendido: una difícil sintonía que ahoga mi voz.
De los restos de un avión caído, en estas horas que cruzo el continente desde las Tierras Altas hasta mi soleado sur, con el gesto torcido por la exactitud de la dicha –no deja de sorprender el punto de inflexión que retrata los límites del autoengaño-, pero con el miedo enterrado, me despido sin ti, ángel caído. Sabes que no habrá más palabras desvestidas disponibles dentro del mundo de lo real, dulce condena que es mi vivir,