Era un tren como el de Indiana Jones, con vagones de madera y hierro forjado a conciencia, largo como una caravana de mercaderes. En un momento dado, observo una curva cerrada, desde una ventana. Nosotros estamos en la parte de atrás y es el fin de todo: cuando lleguemos a esa altura, el tren se caerá por un barranco. Veo, horrorizado, como la gente se precipita; piernas con posturas imposibles, como maniquíes, se deshacen en la cruel danza de un desequilibrio agónico.
La gente está muriendo. Aviso a mis hijos de la situación, nervioso perdido. Mi hijo mayor está hablando con sus amigos y no me hace ni caso. Me dice: sí, sí, papa. Ahora voy. Pero pasa de mí. Así que me vuelvo al pequeño, que es un poco como yo, y se alerta sobremanera. Corre, papi, vamos, me dice. Y yo me afano en romper la ventana desde la que había visto el desastre. Lo hago, y saltamos del vagón en marcha, dando varias vueltas entre el polvo y la tierra hasta que nos detenemos. El lugar parece sacado del Far West americano. Compruebo que estamos de una pieza y nos alegramos, mi hijo pequeño y yo. Pero hay que ir corriendo hacia el punto fatídico. Tenemos que llegar rápido. ¿Qué habrá sido de mi primogénito? ¿Y del resto de pasajeros?
Voy a ahorraros el intríngulis. No hubo ningún muerto. Ni heridos siquiera. De hecho, no pasó absolutamente nada. Cuando llegamos a la estación, que resulta que era el sitio donde en principio estaba la curva mortal, estaban todos los pasajeros sanos y salvos. Y mi hijo mayor, por supuesto. Todos nos miraban a nosotros, que veníamos zarrapastrosos, sudando y con la ropa hecha jirones, sin aliento. Por fin, papi, veo que me dice mi hijo. Y percibo que la gente hace esfuerzos por aguantarse la risa.
Febrero ha sido un mes accidentado, frío todavía, con los almendros y los cerezos debatiéndose entre brotar como un manantial o guardar un poco más las formas. De hecho, el segundo frame que no me puedo sacar de la cabeza, pertenece a otra historia inverosímil;
Estábamos en una comitiva de rancheras, como los temporeros en plan Yellowstone y todo el universo Taylor Sheridan. En la de delante, azul como aquel antiguo Ford Raptor teledirigido que tenían mis hijos, había un grupo de niños vestidos con pijamas de rayas. También había otros que estaban desnudos. Mi sensación era que estaban esclavizados o que se dirigían a la esclavitud.
Llegamos a una ciudad que me recuerda a Delhi (a la imagen que tengo de ella) + la ciudad de Blade Runner + Angkor (los templos).De repente estoy en un local con más gente y, en la barra del bar, tengo la certeza de que mi padre es el cabecilla de la operación. Entablo una conversación con él, que lo niega todo. Mi actitud es agresiva, la suya es de echar pelotas fuera. Yo no sé nada, no tengo nada que ver, jamás estuve implicado, no sé de qué me hablas, y mierdas por el estilo. Le empujo y le reviento la cabeza con un canto mientras todos me miran. Y percibo claramente que van a ir a por mí.
Como si un agujero travestido y poco amigable sobrevolara nuestros lares, un tuerto quiso a bien visitarnos y dejar su impronta, por lo que tuvimos que acudir más de lo deseable al infame lugar que, huelga decir, tanto tiempo nos alimentó. Esta vez, sin embargo, no fueron constipados convencionales o toses de perro desahuciado, lo que nos trajo aquí ーcon este aquí de tanto recorrido y absoluta familiaridad, como la náusea que acompaña al banquete pantagruélico, pero sin la urgencia del velo que lo cubre todo con su velo inquietante.
Como en el caso de Trump y su intento de resort en la franja de Gaza, que uno ya no sabe ni cómo apostarse. Os dejo el vídeo que lanzó la nueva administración estadounidense, quizá lo censuren pronto (o seguramente se la sude todo): 👇👇👇👇
Lo más inquietante, con todo, son los travelos barbudos bailando y pasándoselo en grande en la nueva tierra prometida, tal y como dijo mi amigo Albert. Hemos tenido la suerte de que, otros cabezones ーlos que nos dictan la agenda de sofá semanal una vez al añoー, nos dejaran buenas pelis como La infiltrada o El 47, que me tocó la fibra bien; algo antiguo y primigenio como un dios desconocido hay, que relaciono con el apego y el sentimiento de pertinencia social muy irracional. Sin raíces no hay casilla de salida, y si no hay casilla de salida... Uno no puede jugar. En Los destellos y Donde habite el silencio, en cambio, estuve pendiente de las relaciones interpersonales y todo aquello que teje lo social que digo, pero no consiguieron llevarme tan lejos; al menos, en una última lectura, podemos seguir diciendo aquello de "qué bien está el cine español, que no le tiene nada que envidiar al americano".
Nada que ver con Sanremo, lo que se hace en nuestra tierra bendita, para decidir el representante de Eurovisión. Los que me conocéis sabéis que sigo el festival europeo desde niño, con más o menos frecuencia dependiendo de las circunstancias, así que, ¿por qué no aprovechar para seguir el Benidormfest de los vecinos delBelpaese, ya que lo daban por RTVE? ¿Sabéis que incluso llegué a entrar a la ciudad, en una ocasión, hace ya algunos años? Y que me perdone Isalinux y su fantástica Beni, eh, pero el aroma a ron añejo y pringoso de los restos de azúcar del tapón de la botella y la etiqueta roída de Sanremo es insuperable y arrebatador. Casi como la casilla de salida y el barrio que comentaba con El 47.
Shows aparte, si es que tal cosa puede tenerse en consideración, siempre saco cositas, como el rapero Wille Peyote, domesticado entre lentejuelas y luces de neón, la estupendísima voz y pose de Giorgia (del 71) o las marcas de autor DOC de Lucio Corsi o Brunori Sas. De Corsi diré que no puedo de dejar de pensar en Elliott Smith cuando lo escucho, incluso si cierro los ojos y veo sus pintas de mimo.
Con Mâneskin fuera de órbita y la constatación de que el rock no está ni se le espera, ni que decir cabe que la música italiana sigue de enhorabuena y con una salud más que aceptable; "graziamo a Dios", que diría el pizzero pugliese de Guardiola de Berguedà.
Ay, señor. Que tu fiel servidor Francesco se debate entre este plano y el otro menos terrenal. Pondrán a uno de derechas, o toca uno italiano, decía mi fra Txema. Y es que las tendencias, una vez puestas en marcha, son muy difíciles de parar. Junto con la de Adrien Brody, de hecho Cónclave es la peli que más me apetecía ver en clave Oscars; Laura siempre me recuerda lo maravilloso de Jude Law en la maravillosa The young Pope de Sorrentino, pero también estaba la de los dos papas con Jonathan Pryce y Hopkins haciendo de Ratzinger Z... Y es que nada ni nadie puede escapar a este show business de cabezones y travestidos del bon faire. Y ahora que escribo "buen hacer" en francés para darle cierta enjundia al texto, no puedo no mencionar lo aborrecida que tengo la maldita canción que no para de sonar estos días en mi casa, 👀algo que me lleva a perder ese buen querer del que quiero hacer gala y también a preguntarme, esta vez más en serio y sin la frivolidad habitual: ¿sería esa una buena forma de tortura?
¿Puede uno salirse de su casilla por causas ajenas, o por causas no tan ajenas? Porque los sueños, la lucidez y la cabezonería rondan que da gusto.