Lo intenté en el avión de vuelta, una vez gestionado mi pánico inicial habitual. Supongo que el ver a mi hijo de once años a mi lado, tan relajado y preguntándome si quería que le cogiera la mano o qué, me dio tranquilidad para intentar darle rienda suelta a mi cerebelo a unos cuantos miles de metros sobre el mar.
De eso hace ya tres semanas, y volvíamos de un maravilloso viaje por el sur de la península Itálica.
Escribía:
El viento, sofocante y escanciado con aromas de tilo y mirtilo tan familiares, rivaliza aquí abajo con los cantos desmesurados de las cigarras, desmarchadas de tanto luchar contra el clamoroso miedo a morir chuscarradas por alguno de los incendios que surgen de la nada. Creo que lo llaman "combustión instantánea".
📣(…) Muy bien, muy bien, pero claro, es un exceso de decadencia. Creo que este año nos hemos pasado de decadencia (...)😅
¿Puede haber un elogio más envidiable y deseable que este? Son palabras de mi esposa, carcajada mediante, no hace mucho, cazadas al vuelo mientras hablaba por teléfono.
Seguía:
El Tiempo tiene un estatus especial por estos lares. Y es que aquí abajo, con sus nichos de basura invisible como parte de un paisaje antiguo, olvidado y pese todo orgulloso e impasible como los bronces de Riace, los dioses moran y se manifiestan abiertamente y en todo su esplendor.
Pero una sombra ha crecido en mi interior, oscureciendo mi ánimo con malas artes y nublando mi mente como si en mayo hubiese sembrado veneno en vez de tomates, calabazas y pepinos. Y es que desde que acabé el curso, contando que ayer fue el cumple de Isalen y que todavía faltan dos semanas de vacaciones,
la vida parece querer haberse ralentizado entre tanta belleza decadente.
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