miércoles, 21 de marzo de 2007

LA ALFOMBRA ULTRAJADA


HERENCIAS, MANÍAS, MOCOS Y OTRAS DEIDADES MENORES
Hay pocas cosas tan grandes y poco reconocidas como las madres, pero ahora sólo quiero rememorar “cosas” (por seguir vagueando) que nunca me permitió; pequeños dogmas que, sin llegar a los extremos de dejadez paterna, sí que marcaron e influenciaron una conciencia en crecimiento, la mía.
Cosas que empecé a cambiar cuando me largué de casa, porque eran tan obvias que a ojos de los otros resultaban casi ridículas. Gracias a vuestras reacciones he aprendido mucho, aunque la suma de ambos mundos me convirtió en un maniático de la hostia, a algunos hechos y a uno en concreto os remito, si queréis continuar leyendo.
Recuerdo un día (en época de instituto) que vino Ace a casa y dejó la cartera del cole encima de mi cama. Ante mi negativa, su cara grabada en mi memoria y el principio del cambio: Angie lo desaprobaba porque decía que traían (las carteras) mierda de la calle, que si quería dormir con semejante bagaje y soñar en reinos polvorientos de pulgas y princesas ataviadas con excrementos y otras bondades, que si me parecía normal. Teniendo en cuenta mi herencia familiar sentimental disfuncional –es decir, una madre haciendo de padre y madre y un padre haciendo de… de… lo olvidé-, y siguiendo con la mierda, me viene a la mente el término “zapatillas de estar por casa”, ya de por sí cutre a más no poder. Y las bambas. Jamás entrar en casa con ellas, calzarse las anteriores nada más llegar y no andes ni un paso más, forastero. Es aplicable el mismo patrón. Recuerdo… recuerdo… sí. Tenía unas Nike blancas de esas bajas (como las que redifusionan ahora, sin pasar por la exageración del Belpaese, claro está) con el símbolo en azul. A la mínima que se ensuciaban eran carne del betún. Teníamos una estantería entera dedicada al mundo del betún -quizá fuera una moda-, joder, que las bambas quedaban horribles, con el símbolo manchado mil veces -era imposible no tocarlo, ¡quería engañarme!- como una fulana colocada maquillada. Fue imposible advertirles, de hecho, lo primero que hizo Angie cuando nos cambiamos de piso fue comprarse un presidente del gobierno para el recibidor…
Alfombras. Esta es buena. De nuevo mismo patrón pero añadidle bacterias. Y no es que quisiera soñar con un harén tapizado, Alí Baba y su puta madre, pero en verdad sí que no me costaba mucho verme rodeado en mi cama por una. En el primer piso alaceno aún no me venía, pero en el segundo, ya con mi palacete en ciernes, se convirtió en algo palpable, y ya que Angie nunca estuvo por la labor (según su doctrina), denostando uno de los valores que no inculcó con suficiente brío para que permaneciera en mi interior hasta el final de mis días. Fue en Ikea -dónde comprendí lo que significa ser joven según los cánones actuales- el lugar del cual partió mi primer ejemplar de alfombrilla, verde y con hilillos a los lados, por unos 10 euros si no recuerdo mal, tampoco hace tanto. A los pies de mi cama, para no despertarme y pisar en frío o dando tumbos buscando mis zapatillas de esparto (después de todo, las que prefiero para estar por casa, aunque nunca encuentro blancas o rojas de mi número), para no tener la primera bronca de la mañana (más bien mediodía tirando a la hora de comer) conmigo mismo y acentuar esa cara de perro que nadie comprende.
Cagliari. Quise “olvidarme” de traérmela (hay un límite de peso y volumen que puedo soportar en mis maletas), hasta que me topé con un tenderete en el Mercatino de la Piazza Carmine, un domingo cualquiera. Eran más bien sobrias, nada de colores chillones, elegí una azul. Pensé que con mis sábanas rojas se complementaría bien, y veía un poco el mar en ella. Pero siguiendo un acto inconsciente como un psycho-killer sonámbulo apuntito de caramelo, me disfracé de Angie y la metí en agua. No sea que bese mis pies cada día sin haberla lavado antes, a saber la de vueltas que habrá dado antes de acabar aquí… En esas que el dichoso trozo de tela o sucedáneo empezó a perder color, chorreaba tinte azul como si algún cabrón apretara con todas sus fuerzas miles de bolígrafos blu en su mano, bocabajo, o como cuando de niño imaginé que debiera ser el período femenino pero en rojo. Encogida y extraña, al secarse parecía otra, y cada vez que me dispongo a lavarla (no muchas dado el vía crucis) me pregunto que nueva forma adoptará, en la ironía de la vida cuando veo las transformaciones de Célula ogni giorno en la TV italiana mientras como…
Por cierto, ahora estará ahí fuera mojándose, ¿por qué pienso en los gremlins de los cojones? Creo que toda esta paranoia se traslada a la gente. ¿Sabéis? Todo el mundo que ha entrado en mi palacete la ha pisado. Repito. Todo el mundo. No se salva ni el gato.
Seguramente pensarán: “este pezzo di merda debe estar aquí por error, se podrá pisar seguro y no pasará nada”. O directamente ni la ven. Para mí se ha convertido en un puto misterio, ya que suelo recibir visitas a menudo, me enclaustre o no. La más habitual fue advertida hace poco, para al día siguiente haberlo olvidado por completo ante mi asombro inicial y principio de molestia (vena frente hinchada, guadaña armada y peligrosa) posterior, cuando oteé sus dos pies de lleno en mi puta alfombra. Incluso para Amélie no tiene gran valor, ya que no le importa demasiado someterla a la dictadura de sus roídas all stars (si fueran sus Asics nuevas probablemente me importaría menos).
Tengo el palacete en perfecta armonía con mi feng-shui particular (muebles escasos pero bien arrinconados, calzado en línea y del resto nada al azar), y en ese estadio la jodida alfombra azul le da ambiente a la habitación. Desde aquí aprovecho para pedir algo de rispetto hacia ella, de hecho aprovecho para clamar al cielo, en este día lluvioso-viento-frío del diablo, que debió percatarse estos días del lugar donde perdió su silla y ha desatado toda su furia e ira sin importarle demasiado la suerte que pueda correr mi alfombra, totalmente a merced de los elementos y esperando un nuevo diseño. Tranquila cara, que te recojo en breve…

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